Tokio Redux. David Peace

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Tokio Redux - David  Peace Sensibles a las Letras

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que parecían avergonzados o miraban atrás, buscando a sus compañeros de armas. Vio que desviaban la vista de sus familias y localizaban a sus camaradas. Vio que sus bocas se empezaban a mover y empezaban a cantar. Vio que las madres y las hermanas, las esposas y las hijas se apartaban de sus hijos y sus hermanos, sus esposos y sus padres, para quedarse en silencio, las manos a los costados, las lágrimas aún en las mejillas, mientras la canción que cantaban sus hombres sonaba más y más fuerte.

      Harry Sweeney conocía la canción, la letra y la melodía: La Internacional.

      —¿Dónde coño has estado, Harry? ¿Qué cojones has estado haciendo todo este tiempo? —susurró Bill Betz en cuanto Harry Sweeney cruzó la puerta de la habitación 432, mientras lo agarraba del brazo y le hacía salir por la puerta para volver por el pasillo—. Shimoyama ha desaparecido, y se ha armado la de Dios es Cristo.

      —¿Shimoyama? ¿El del ferrocarril?

      —Sí, el del ferrocarril, el puto presidente del ferrocarril —murmuró Betz, deteniéndose enfrente de la puerta de la habitación 402—. El jefe está dentro con el coronel. Han estado preguntando por ti. Llevan una hora preguntando por ti.

      Betz llamó dos veces a la puerta del despacho del coronel. Oyó una voz que gritaba: «Adelante», abrió la puerta y entró delante de Harry Sweeney.

      El coronel Pullman estaba sentado tras su mesa frente al jefe Evans y el teniente coronel Batty. Toda también estaba allí, de pie detrás del jefe Evans, con un bloc de papel amarillo chillón en la mano. Echó un vistazo y saludó con la cabeza a Harry Sweeney.

      —Lamento llegar tarde, señor —se disculpó Harry Sweeney—. He estado en la estación de Ueno. Hoy llegaban los últimos repatriados.

      —Bueno, ya está aquí —dijo el coronel—. Un desaparecido menos. ¿Le ha contado el señor Betz lo que ha pasado?

      —Solo que el presidente Shimoyama ha desaparecido, señor.

      —Hemos venido directos aquí, señor —terció Betz—. En cuanto el señor Sweeney ha vuelto.

      —Bueno, no hay mucho más que contar —dijo el coronel—. Señor Toda, ¿tendría la amabilidad de resumir a su compañero lo poco que sabemos?

      —Sí, señor —contestó Toda, bajando la vista para leer su bloc amarillo—. Poco después de las trece horas, recibí una llamada de una fuente fiable de la jefatura de la Policía Metropolitana que me comunicó que Sadanori Shimoyama, presidente de los Ferrocarriles Nacionales de Japón, había desaparecido esta mañana temprano. Luego confirmé que el señor Shimoyama salió de su casa en el barrio de Denen Chofu en torno a las ocho y treinta horas, camino a su oficina en Tokio, pero desde entonces se desconoce su paradero. Iba en un Buick Sedan de 1941, con matrícula 41173. El coche es propiedad de los Ferrocarriles Nacionales y lo conducía el chófer habitual del señor Shimoyama. Desde entonces mi fuente me ha dicho que el Departamento de Policía Metropolitana tuvo la primera noticia de la desaparición aproximadamente a las trece horas y que no se ha denunciado ningún accidente en el que estuviese implicado el vehículo en cuestión. A nosotros nos notificaron oficialmente la desaparición hace una hora, a las trece y treinta, y nos dijeron que todos los policías japoneses han sido informados y que están dedicando todos sus esfuerzos a localizar al presidente Shimoyama. Que nosotros sepamos, no se ha notificado a los periódicos ni a las emisoras de radio, al menos aún.

      —Gracias, señor Toda —dijo el coronel—. Muy bien, caballeros. Yendo al grano, esto nos da mala espina. Ayer, como sin duda todos saben, Shimoyama autorizó personalmente el envío de más de treinta mil cartas de despido y una remesa de otras setenta y tantas mil la semana que viene. Esta mañana no aparece en el trabajo. Solo tienen que dar un paseo por cualquier calle de esta ciudad y echar un vistazo a cualquier farola o cualquier muro, y verán carteles en los que pone MUERTE A SHIMOYAMA, ¿no es así, señor Toda?

      —Sí, señor. En efecto. Mi fuente también me ha dicho que el presidente Shimoyama ha recibido repetidas amenazas de empleados que se oponen al programa de despidos masivos y de recorte de gastos, señor, y que ha recibido numerosas amenazas de muerte.

      —¿Alguna detención?

      —No, señor, que yo sepa. Tengo entendido que todas las amenazas se han hecho de forma anónima.

      —De acuerdo —dijo el coronel—. Jefe Evans…

      El jefe Evans se levantó, se volvió para situarse de cara a Bill Betz, Susumu Toda y Harry Sweeney, con cuidado de no ponerse justo delante del coronel Pullman:

      —Deberán dejar los demás casos o trabajar con efecto inmediato. Deberán centrarse exclusivamente en este caso hasta nuevo aviso. Deberán dar por sentado que Shimoyama ha sido secuestrado por ferroviarios, sindicalistas, comunistas o una combinación de los tres, y que está siendo retenido contra su voluntad en un lugar desconocido, y deberán llevar a cabo la investigación como corresponde hasta que reciban órdenes de lo contrario. ¿Está claro?

      —Sí, jefe —contestaron Toda, Betz y Harry Sweeney.

      —Toda, póngame al tanto de lo que averigüen en la jefatura de la Policía Metropolitana. Quiero saber lo que sepan en cuanto lo sepan, y lo que van a hacer antes de que lo hagan. ¿Entendido?

      —Sí, señor. Sí, jefe.

      —Señor Betz, vaya a Norton Hall a ver lo que sabe el Cuerpo de Contraespionaje de esas amenazas de muerte. Me parece que todo quedará en agua de borrajas, como siempre, pero por lo menos nadie podrá decir que no lo hemos intentado.

      —Sí, jefe.

      —Sweeney, vaya a Transporte Civil. Averigüe a quién tenemos allí y lo que sabe.

      —Sí, jefe.

      —El coronel, el teniente Batty y yo tenemos una reunión en el edificio Dai-Ichi con el general Willoughby y otras personas. Pero si reciben cualquier información concerniente al paradero del señor Shimoyama, llamen al edificio Dai-Ichi de inmediato y soliciten que les pongan conmigo con la máxima urgencia. ¿Está claro?

      —Sí, jefe —respondieron Toda, Betz y Harry Sweeney.

      —Gracias, jefe Evans —dijo el coronel, rodeando su mesa para situarse junto al jefe, enfrente de William Betz, Susumu Toda y Harry Sweeney, para desplazar la vista de un hombre a otro, para mirar fijamente a cada hombre a los ojos—. El general Willoughby quiere que se encuentre a ese hombre. Todos queremos que se encuentre a ese hombre. Y queremos que se le encuentre hoy y se le encuentre vivo.

      —Sí, señor —gritaron Toda, Betz y Harry Sweeney.

      —Muy bien —dijo el coronel—. Pueden retirarse.

      Harry Sweeney se abrió paso a empujones entre una multitud de gente hasta la tercera planta del edificio del Banco Chosen. El pasillo estaba lleno de empleados japoneses que corrían de acá para allá, entraban por una puerta y salían por otra, contestaban teléfonos y agarraban papeles. Se dirigió serpenteando a la habitación 308. Mostró su placa del Departamento de Protección Civil al secretario situado fuera de la habitación y dijo:

      —Sweeney, Departamento de Protección Civil. El coronel Channon me está esperando.

      El hombre asintió con la cabeza.

      —Pase, señor.

      Harry

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