Tokio Redux. David Peace

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Tokio Redux - David  Peace Sensibles a las Letras

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a la telefonista:

      —Se me ha cortado una llamada. ¿Puede decirme qué número era?

      —Un momento, por favor.

      —Gracias.

      —Hola. Ya lo tengo, señor. ¿Quiere que se lo marque?

      —Sí, por favor.

      —Está sonando, señor.

      —Gracias —dijo Harry Sweeney, mientras escuchaba el sonido del timbre de un teléfono y a continuación:

      —Cafetería Hong Kong —dijo una voz de mujer japonesa—. ¿Diga? ¿Diga?

      Harry Sweeney colgó el auricular. Cogió otra vez la pluma. Escribió el nombre de la cafetería debajo de la hora y la fecha. Luego se acercó a la mesa de Betz:

      —Oye, Bill. ¿Qué ha dicho la persona que acaba de llamar?

      —Solo ha preguntado por ti. ¿Por qué?

      —¿Por mi nombre?

      —Sí, ¿por qué?

      —Por nada. Me ha colgado, nada más.

      —A lo mejor lo he espantado. Perdona.

      —No. Gracias por cogerlo.

      —¿Has conseguido el número?

      —Una cafetería llamada Hong Kong. ¿La conoces?

      —No, pero puede que Toda sí. Pregúntale.

      —Todavía no ha llegado. No sé dónde está.

      —Estás de guasa —dijo Bill Betz riendo—. No me digas que ese cabroncete está de resaca.

      —Como todo buen patriota —contestó Harry Sweeney sonriendo—. Da igual, olvídalo. No seas tonto. Me tengo que ir.

      —Qué suerte tienes. ¿Adónde vas?

      —A ver a los camaradas que vienen en el Expreso Rojo. Órdenes del coronel. ¿Me acompañas? ¿Te apetece escuchar unas canciones comunistas?

      —Creo que me quedaré aquí fresquito —respondió riendo Betz—. Te dejo a ti a los rojos, Harry. Todos tuyos.

      Harry Sweeney pidió un coche de la flota, fumó un cigarrillo y bebió un vaso de agua, y acto seguido cogió su chaqueta y su sombrero y bajó por la escalera al vestíbulo. Compró un periódico, lo hojeó y echó un vistazo a los titulares: EL COMANDANTE SUPREMO DE LAS POTENCIAS ALIADAS TILDA EL COMUNISMO DE BANDOLERISMO INTERNACIONAL / AGITADORES ROJOS PROVOCAN DISTURBIOS EN EL NORTE DE JAPÓN / LÍDER SINDICAL COMUNISTA DETENIDO / EL SINDICATO NACIONAL DE FERROVIARIOS SE PREPARA PARA LA LUCHA ANTE LA REDUCCIÓN DE PLANTILLA EMPRENDIDA POR LOS FERROCARRILES NACIONALES DE JAPÓN / LOS ACTOS DE SABOTAJE CONTINÚAN / LOS REPATRIADOS VUELVEN HOY A TOKIO.

      Alzó la vista y vio su coche en el exterior esperando junto a la acera. Dobló el periódico y salió del edificio al calor y la luz. Subió a la parte trasera del coche, pero no reconoció al chófer:

      —¿Dónde está hoy Ichiro?

      —No lo sé, señor. Soy nuevo, señor.

      —¿Cómo te llamas, chaval?

      —Shintaro, señor.

      —Está bien, Shin, vamos a la estación de Ueno.

      —Gracias, señor —dijo el chófer. Se sacó un lápiz de detrás de la oreja y escribió en el billete.

      —Otra cosa, Shin.

      —Sí, señor.

      —Baja las ventanillas de delante y pon la radio, ¿quieres? Vamos a animar el viaje con un poco de música.

      —Sí, señor. Muy bien, señor.

      —Gracias, chaval —dijo Harry Sweeney mientras bajaba la ventanilla de su lado, sacaba el pañuelo del bolsillo, se secaba el cuello y la cara, se recostaba y cerraba los ojos al compás de una sinfonía familiar que no lograba identificar.

      —Demasiado tarde —gritó Harry Sweeney, totalmente despierto, con los ojos abiertos, poniéndose derecho con el corazón palpitante, baba en el mentón y sudor corriéndole por el pecho—. Joder.

      —Disculpe, señor —dijo el chófer—. Ya hemos llegado.

      Harry Sweeney se limpió la boca y la barbilla, se despegó la camisa de la piel y miró por las ventanillas del coche: el chófer había aparcado debajo del puente de ferrocarril situado entre el mercado y la estación, el coche estaba rodeado por todas partes de gente que andaba en todas direcciones, y el conductor miraba nervioso a su pasajero por el retrovisor.

      Harry Sweeney sonrió, guiñó el ojo y acto seguido abrió la portezuela y bajó del coche. Se agachó para dirigirse al chófer:

      —Espera aquí, chaval, aunque tarde en volver.

      —Sí, señor.

      Harry Sweeney volvió a secarse la cara y el cuello, se puso el sombrero y buscó los cigarrillos. Encendió uno y le pasó dos al chófer por la ventanilla abierta.

      —Gracias, señor. Gracias.

      —De nada, chaval —dijo Harry Sweeney, y echó a andar entre el gentío y entró en la estación, mientras la multitud se separaba al ver quién era: un estadounidense alto y blanco.

       La Ocupación.

      Atravesó resueltamente el cavernoso vestíbulo de la estación de Ueno, su aglomeración de cuerpos y bolsos, su niebla de calor y humo, su hedor a sudor y sal, y fue directo a los tornos. Enseñó la placa del Departamento de Protección Civil al revisor y pasó a los andenes. Vio las banderas de vivo color rojo y los estandartes pintados a mano del Partido Comunista de Japón y supo cuál era el andén que buscaba.

      Harry Sweeney se quedó en el andén, entre las sombras del fondo, secándose la cara y el cuello, abanicándose con el sombrero, fumando cigarrillos y matando mosquitos, descollando por encima de la muchedumbre de mujeres japonesas: las madres y las hermanas, las esposas y las hijas. Observó cómo llegaba el largo tren negro. Notó la multitud que se ponía de puntillas y luego la marea hacia los vagones del tren. Vio caras de hombres en las ventanillas y las puertas de los vagones; las caras de los hombres que habían pasado cuatro años como prisioneros de guerra en la Siberia soviética; cuatro años de confesión y contrición; cuatro años de reeducación y adoctrinamiento; cuatro años de trabajos forzados brutales e inhumanos. Esos eran los afortunados, los que habían tenido suerte; los que no habían sido masacrados en Manchuria en agosto de 1945; los que no se habían visto obligados a combatir y morir por cualquiera de los dos bandos chinos; los que no habían muerto de hambre en el primer invierno de la posguerra; los que no habían muerto en la epidemia de viruela de abril de 1946, o la de tifus de mayo, o la de cólera de junio; esos eran algunos de los 1,7 millones de afortunados que habían caído en manos de la Unión Soviética; unos pocos del millón de prisioneros con mucha suerte a los que los soviéticos habían decidido poner en libertad y repatriar.

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