Tokio Redux. David Peace

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Tokio Redux - David  Peace Sensibles a las Letras

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hay que ponerles fin.

      —¿Y no les gusta?

      —Claro que no, señor Sweeney. No les gusta un pelo. Así que están dedicándose a marginar a ese tipo, a ningunearlo, a dejarlo colgado. Que se lleve él los palos de los sindicatos, que reciba él todas esas cartas de acoso. Que todo el marrón le caiga a él.

      —Entonces, ¿está usted al tanto de las amenazas que ha recibido, señor?

      —¿Ha visto los carteles repartidos por toda la ciudad?

      —Sí, señor.

      —Pues usted lo sabe, yo lo sé y todo el puñetero país lo sabe. Pero ya le digo que ese no es el motivo por el que él quería dejarlo, por el que quería largarse. El viejo Shimoyama es más duro de lo que parece.

      —Ha dicho usted que no es un tipo duro, señor.

      —Me refiero a que no es como usted ni como yo. Usted ha entrado en combate, ¿verdad? Pues la última fue mi segunda guerra, señor Sweeney. Shimoyama estuvo sentado detrás de su escritorio durante todo el conflicto.

      —¿Y es más duro de lo que parece?

      —Mire, él puede con las amenazas. Sin problema. Es con las intrigas internas con lo que no puede. Todos le siguen la corriente, todos están de acuerdo con sus planes, pero luego se cruzan de brazos y se dedican a maquinar contra él. Es una condenada cueva de ladrones, hágame caso.

      —Pero ¿fue usted a verlo anoche, señor?

      —Sí, ya se lo he dicho. Fui a su casa. Hablamos. Me dijo que la responsabilidad le pesaba demasiado. Se disculpó, pero me dijo que estaba harto. Así que yo le solté el rollo, ya sabe, que lo que está haciendo es muy importante para Japón, que está reconstruyendo el país… Que si dimitía, lo echaría todo a perder.

      —¿Y se lo creyó?

      —Ya lo creo, señor Sweeney. Podría venderle una biblia al mismísimo papa. Cuando me fui nos reíamos y hacíamos bromas.

      —¿Y a qué hora fue eso, señor?

      —Sobre las dos, creo. Supongo que no durmió demasiado bien, así que estará descansando en alguna parte, esperando a que se pase la tormenta. Aparecerá, señor Sweeney.

      —Parece muy seguro, coronel.

      —Desde luego. Me apuesto cien pavos, si todavía le interesa. Conozco a ese hombre, señor Sweeney. Trabajo con él cada día. Lo veo cada día. Cada puñetero día de la semana.

      —Menos hoy, señor.

      El coronel Donald E. Channon miró a Harry Sweeney a través de la mesa. Acto seguido echó un vistazo a su reloj, se levantó y dijo:

      —Tengo que ir al servicio, señor Sweeney. Y luego tengo que volver a dirigir mi ferrocarril.

      Harry Sweeney metió el lápiz dentro del bloc y lo cerró.

      —¿Puedo usar su teléfono, señor?

      —Adelante.

      —Gracias, señor.

      El coronel Channon se detuvo junto a la silla de Harry Sweeney. Posó una mano rolliza y húmeda sobre su hombro.

      —Créame, señor Sweeney. Aparecerá.

      —Le creo, señor.

      Harry Sweeney vio a Toda frente a la jefatura de la Policía Metropolitana, fumando un cigarrillo al lado de un coche. Se secó la cara y el cuello y encendió un cigarrillo mientras se acercaba a Toda.

      —¿Has descubierto algo?

      —Nada nuevo —contestó Toda—. La habitación Uno y la Dos están en ello, como si fuese el caso más importante desde el de Teigin. A las cinco lo harán público por la radio. Saldrá en los periódicos de la tarde. Así que ahora están sentados de brazos cruzados esperando junto al teléfono.

      Harry Sweeney tiró la colilla del cigarrillo al suelo, la pisó y señaló el coche.

      —¿Es para nosotros?

      —Sí —respondió Toda—. ¿Tú te has enterado de algo?

      —Puede que sí. Puede que no. No lo sé.

      —¿Lo sabe el jefe?

      —Está en una reunión.

      —Deberías llamarlo y decírselo, Harry.

      Harry Sweeney abrió la portezuela trasera.

      —¿Decirle qué?

      —Adónde vamos.

      Harry Sweeney subió a la parte trasera del coche. Se deslizó a través del asiento. Bajó la ventanilla. Se inclinó hacia delante. Reconoció al chófer.

      —Hola, Ichiro.

      —Hola, señor.

      Harry Sweeney sacó su bloc. Lo abrió, pasó las páginas y dijo:

      —Al 1 081 de Kami-Ikegami, en el distrito de Ota.

      —Sí, señor —asintió Ichiro.

      —No me parece buena idea —comentó Toda, sentándose junto a Harry Sweeney y cerrando la portezuela.

      Harry Sweeney sonrió.

      —¿Se te ocurre algo mejor?

      Tardaron treinta minutos en recorrer la avenida B hasta el estanque de Senzoku, y luego un par de minutos más en dar con la residencia de Shimoyama, bajando la cuesta del estanque, en una calle tranquila y con sombra, con un agente uniformado apostado enfrente de la verja de la casa. No había multitudes, ni coches, ni prensa todavía.

      —Bonito barrio —comentó Toda—. Debe de costar una fortuna vivir aquí. Una fortuna, Harry.

      Harry Sweeney se apeó del vehículo. Se secó la cara y el cuello. Contempló una casa grande de estilo británico, resguardada tras setos elevados y árboles altos.

      Harry Sweeney y Susumu Toda enseñaron sus placas del Departamento de Protección Civil al agente uniformado de la verja. Recorrieron el breve camino de entrada, enseñaron sus placas al agente de la puerta y entraron en la casa con los sombreros en las manos.

      Una criada hizo pasar a Harry Sweeney y Susumu Toda a una sala de visitas de estilo japonés. El detective Hattori del Departamento de Policía Metropolitana estaba allí. Les presentó a otro detective, uno de la comisaría de Higashi-Chōfu, y a continuación a Ōtsuka, el secretario del presidente Shimoyama. Ōtsuka hizo una reverencia, les dio las gracias por acudir y les preguntó:

      —¿Hay alguna novedad?

      —No —contestó Harry Sweeney—. Lo siento.

      Ōtsuka suspiró y se encogió. Era joven, de unos veintitantos años,

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