Tokio Redux. David Peace

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Tokio Redux - David Peace страница 7

Tokio Redux - David  Peace Sensibles a las Letras

Скачать книгу

      El teniente coronel Donald E. Channon sonrió. Asintió con la cabeza. Se levantó de detrás de la mesa. Señaló una silla de enfrente. Volvió a sonreír y dijo:

      —Tómese un descanso y siéntese, señor Sweeney.

      —Gracias, señor.

      El coronel Channon se sentó otra vez detrás de la mesa, sonrió de nuevo y dijo:

      —Lo conozco, señor Sweeney. Es usted famoso. Apareció en los periódicos: «el Eliot Ness de Japón», lo llamaron. Era usted, ¿verdad?

      —Sí, señor, era yo. Antes.

      —Y también solía verlo por la ciudad. Siempre con una mujer guapa del brazo. Pero hacía tiempo que no lo veía.

      —He estado fuera, señor.

      —Pues ha elegido el día ideal para aparecer. Ahí fuera hay un alboroto del demonio. Parece la estación de Grand Central.

      —Lo he visto, señor.

      —Llevamos así desde que el viejo Shimoyama decidió no presentarse a trabajar esta mañana.

      —Por eso he venido, señor.

      —Él también ha elegido el día perfecto. Justo la mañana después del Cuatro de Julio. No sé usted, señor Sweeney, pero yo hoy contaba con un día tranquilo. Un día muy tranquilo.

      —Creo que habla en nombre de todos, señor.

      El coronel Channon rio. Se masajeó las sienes y dijo:

      —Dios, ojalá anoche me hubiese controlado un poco. Menos mal que no es como las resacas de antes.

      —Le entiendo perfectamente, señor.

      El coronel Channon rio otra vez.

      —Tiene usted cara de haber visto mejores tiempos. ¿De dónde es usted, señor Sweeney?

      —De Montana, señor.

      —Caramba, esto debe de ser todo un cambio para usted.

      —Me tiene ocupado, señor.

      —Ya lo creo que sí. Yo soy de Illinois, señor Sweeney. Antes trabajaba para el Ferrocarril Central de Illinois. Ahora tengo todo Japón. Llevo aquí desde agosto del 45. Mi primer despacho fue un vagón de un tren de mercancías. He visto todo el país, señor Sweeney. He estado en todas sus puñeteras estaciones.

      —Menudo trabajo, señor.

      El coronel Channon miró fijamente a Harry Sweeney a través de la mesa. Asintió con la cabeza.

      —Y tanto que sí. Pero no ha venido aquí a que le dé una clase de historia, ¿verdad, señor Sweeney?

      —No, señor. Hoy no.

      El coronel Channon había dejado de sonreír y de asentir con la cabeza, pero seguía mirando fijamente a Harry Sweeney.

      —Le manda el coronel Pullman, ¿verdad?

      —El jefe Evans, señor.

      —Tanto monta. Todos responden ante el general Willoughby. Pero deben de estar asustados si le han mandado a usted, señor Sweeney. Están nerviosos, ¿no?

      —Están preocupados, señor.

      —Pues me alegro mucho de conocerlo por fin, señor Sweeney, pero podría haberse ahorrado el viaje.

      Harry Sweeney metió la mano en su chaqueta. Sacó un bloc y un lápiz.

      —¿Por qué, señor?

      El coronel Channon echó un vistazo al bloc y el lápiz y acto seguido miró a Harry Sweeney.

      —¿Es usted aficionado al juego, señor Sweeney? ¿Le gusta apostar?

      —No, señor. Si puedo evitarlo.

      —Vaya, es una lástima, una verdadera lástima. Porque le apostaría cien pavos, cien dólares de Estados Unidos, señor Sweeney, a que el bueno de Shimoyama hará como Cenicienta y estará de vuelta en casa antes de esta medianoche.

      —Parece muy seguro, señor.

      —Y tanto, señor Sweeney. Conozco a ese hombre. Trabajo con él cada día. Cada condenado día.

      —Suele ausentarse sin permiso, ¿verdad?

      —Le contaré lo que pasó: anoche mi secretario entró y me dijo que se había enterado por alguien de la oficina central de que Shimoyama iba a renunciar. No me extraña, señor Sweeney. Supongo que a usted tampoco. Lee los periódicos. Ese hombre está sometido a mucha presión. Por Dios, es el presidente de los Ferrocarriles Nacionales de Japón. Va a despedir a más de cien mil de sus hombres. A Shimoyama ni siquiera le interesaba el puesto. La verdad, a mí tampoco. El caso es que pillé un jeep y me fui a su casa con intención de hacerle cambiar de opinión.

      —¿Se refiere a su casa de Denen Chofu, señor?

      —Sí, por esa zona.

      —¿Y qué hora era, señor?

      —Poco después de medianoche, supongo.

      —¿Y lo vio?

      —Ya lo creo. Su mujer y su hijo todavía estaban levantados, así que fuimos a una vieja salita de visitas que tienen. Es una casa grande, ¿sabe? Una bonita residencia. En fin, nos quedamos él y yo solos en la salita y hablamos.

      —¿Habla nuestro idioma?

      —Mejor que usted y que yo, señor Sweeney. Pero estaba agotado. Ese hombre estaba hecho polvo. La presión a la que está sometido… Pero no hablo de la presión del sindicato, ni de los trabajadores. Esa presión existe, pero con esa puede. Con lo que no puede es con las intrigas internas.

      —¿Internas?

      —Dentro de la compañía. Ese sitio es un condenado nido de víboras, se lo aseguro. No les vendría mal alguien como usted allí dentro para limpiarlo, señor Sweeney. A ver, Shimoyama tiene una reputación impecable, pero no es como usted ni como yo; no es un tipo duro. Por eso no quería ser presidente. Por eso nadie lo quería. Demasiado impecable.

      —Alguien debía de quererlo.

      —Sí, claro. Pero todos querían para el puesto a Katayama, el vicepresidente. Sin embargo, el padre de su mujer está enmerdado en un escándalo. La prensa no se lo habría tragado. Así que eligieron al bueno de Shimoyama. Pensaron que era poco severo y blando. Sabían que iban a tener que despedir a todos esos hombres. Pensaron que Shimoyama les haría el trabajo sucio y luego también lo despedirían.

      —¿Y aceptó el cargo sabiendo todo eso?

      —Sí y no, señor Sweeney. Sí y no. Verá, la reducción de la mano de obra solo es parte del problema. Están perdiendo dinero a manos llenas. Para purgar mis pecados, me encargaron que encarrilara

Скачать книгу