Tokio Redux. David Peace

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Tokio Redux - David  Peace Sensibles a las Letras

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Peace aborda esos escenarios y personajes de su país de adopción con la prevención de no hacerlo con la mirada de un extraño fascinado por las peculiaridades sino de un historiador concienzudo y de un escritor que no renuncia a su respirar, en este caso, entrecortado y extraviado. No pretende entender al Otro japonés pero sí narrarlo. Para no ser un impostor, echa mano de la máscara de militares o detectives norteamericanos, su manera de comportarse o pensar le evita pisar territorio minado.

      En la primera entrega, Tokio, año cero, asistimos al caso Yoshio Kodaira, un soldado japonés condecorado que, de vuelta de la guerra con China, decide seguir violando y matando hasta convertirse en un serial killer. La excusa, una vez más, sirve a Peace para destruirnos ante la monstruosidad, pero también para denunciar, una vez más, a un sistema y al derrumbe de un sistema de valores que permite que el asesino atraiga a las víctimas con un anzuelo miserable: la promesa de un trabajo y comida. Un investigador, el inspector Minami, se enzarza en la búsqueda de un asesino de prostitutas que le llevará al horror.

      Dos años después publicará Ciudad ocupada. Basado en el llamado Incidente de Teigin en el que se practicó el robo de un banco con la argucia de un control sanitario en el que se hizo ingerir veneno a sus empleados como si fuera medicina contra un brote de disentería. Tres minutos después, doce empleados mueren y cuatro caen inconscientes. Estamos en Tokio. Estamos en 1948. Como ya he comentado, a través de un médium tenemos los testimonios de los muertos y de algunos de los supervivientes. Además, un periodista, un detective, un militar norteamericano y un buen número de fuentes alrededor del extraño doctor asesino. Escombros, miedo, odio hacia la ocupación, espanto y amnesia ante lo que se estaba juzgando en los famosos tribunales de crímenes de guerra y la culpa como la verdadera infección que lo impregna todo. La culpa de los vencedores y los vencidos, de los muertos y de los que sobrevivieron.

      Y ahora, después de estas páginas: Tokio Redux.

      CARLOS ZANÓN,

      Barcelona, marzo del 2021

      Más adelante, una noche de verano de 1949,

      Buda se me volvió a aparecer,

      en la celda, junto a la almohada.

      Me dijo:

      El caso Shimoyama es un caso de asesinato.

      Es el hijo del caso de Teigin,

      es el hijo de todos los casos.

      Quien resuelva el caso Shimoyama,

      resolverá el caso de Teigin;

      resolverá todos los casos.

      «Sadamichi Hirasawa», poema,

      extraído de Natsuame Monogatari, de Roman Kuroda, traducido por Donald Reichenbach

      EN LOS JARDINES DE OCCIDENTE

      A media luz, en la frontera, se agacharon por debajo de la puerta y entraron en el garaje. El cadáver yacía en el suelo de cemento bajo una sábana blanca manchada de sangre. Se pusieron los guantes. Bajaron la sábana hasta la cintura. La cabeza y el pelo estaban empapados en sangre. Había un agujero negro en el lado izquierdo del pecho. Una pistola se encontraba tirada en el suelo junto a los dedos estirados de la mano derecha.

      —¿Lo conocíais personalmente? —preguntó el detective del Departamento de Policía de la ciudad de Edinburg, condado de Hidalgo, Texas.

      La mano izquierda estaba posada sobre la pernera izquierda del pantalón. Dieron la vuelta a la mano. Tocaron las marcas de la muñeca. Negaron con la cabeza.

      —Menos mal que habéis llegado tan rápido —dijo el detective—. En marzo aquí podemos pasar fácilmente de los veinticinco grados. La peste puede ser insoportable, os lo aseguro.

      Alzaron la vista del cadáver. Echaron una ojeada al garaje: pistolas y rifles en vitrinas y en las paredes, cajas y cajas de munición en estanterías y en el suelo.

      —Normalmente no nos gusta dejarlos tanto tiempo in situ —comentó el detective—. Si podemos evitarlo.

      Volvieron a mirar el cadáver. Le taparon la cara con la sábana. Se levantaron y se acercaron a una larga mesa de trabajo que iba de punta a punta de una pared.

      —Lo hemos dejado todo como lo encontramos —informó el detective—. Como nos dijeron en vuestra oficina.

      Sobre la mesa de trabajo había una fotografía enmarcada, una fotografía de una máscara japonesa: La máscara del mal.

      —Ninguna nota —dijo el detective—. Solo esa postal.

      Miraron la mesa de trabajo. En la superficie había una hoja de un periódico viejo: la página dieciséis del New York Times del miércoles, 6 de julio de 1949. Aparecía una fotografía de unos soldados estadounidenses desfilando por una ancha calle de Tokio en la celebración del Cuatro de Julio. Bajo la fotografía, el titular: HALLAN DECAPITADO AL PRESIDENTE DE LA COMPAÑÍA FERROVIARIA DE TOKIO. Encima de la hoja de periódico había una postal apoyada contra un despertador. Cogieron la postal, una postal del río Sumida de Tokio.

      —Supongo que nuestro amigo Stetson estaba obsesionado con Japón —apuntó el detective—. No tengo ni idea de por qué.

      Echaron un vistazo al despertador de la mesa. Las manecillas del reloj se habían parado a las doce y veinte.

      —Hace cuarenta años les estábamos dando para el pelo. Ahora son la segunda economía del mundo. Todos los chicos que murieron para nada deben de estar revolviéndose en las tumbas. La mitad del país conduce coches japoneses y ve televisiones japonesas. No lo entiendo, os lo aseguro. No entiendo nada.

      Dieron la vuelta a la postal. Leyeron las cinco palabras escritas en el dorso: Es la hora de cierre.

I

      1

      EL PRIMER DÍA

       5 de julio de 1949

      La Ocupación tenía resaca, pero aun así fue a trabajar: con sombras grises de barba y manchas de sudor húmedo, tacones y suelas que subían escaleras y recorrían pasillos, cisternas que se vaciaban y grifos que se abrían, puertas que se abrían y puertas que se cerraban, armarios y cajones, ventanas abiertas de par en par y ventiladores que daban vueltas, plumas estilográficas que rascaban y teclas de máquinas de escribir que golpeteaban, y una voz que gritaba:

      —Para ti, Harry.

      En la cuarta planta del edificio de la NYK, en la enorme oficina que era la habitación 432 del Departamento de Protección Civil, Harry Sweeney se apartó de la puerta, volvió a su mesa, dio las gracias a Bill Betz con un gesto de cabeza, cogió el auricular que le pasó su compañero, se lo llevó al oído y dijo:

      —¿Diga?

      —¿El detective de policía Sweeney?

      —Sí, el mismo.

      —Demasiado tarde —susurró una voz de hombre japonés, y acto seguido la voz se desvaneció, la línea

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