Tokio Redux. David Peace

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Tokio Redux - David  Peace Sensibles a las Letras

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nuestra visita ni a la familia ni a la policía.

      —Madre de Dios, Harry —dijo suspirando el jefe Evans—. Qué putada.

      —Sí, jefe —convino Harry Sweeney—. Muy grande.

      El jefe Evans se restregó los ojos, se pellizcó el puente de la nariz, meneó otra vez la cabeza, suspiró de nuevo y dijo:

      —Bueno, dime, ¿qué tienes, Harry?

      Harry Sweeney abrió el bloc y leyó:

      —Poco después de la una cero cero horas, el cuerpo mutilado y parcialmente desmembrado de Sadanori Shimoyama fue descubierto cerca de un puente de ferrocarril de la línea Jōban, en las inmediaciones de la estación de Ayase, al norte de Ueno. Empleados de los Ferrocarriles Nacionales identificaron el cadáver en torno a las tres cero cero gracias a un abono de tren, una tarjeta de visita y otros documentos hallados en el cuerpo. Directivos de la oficina central de los Ferrocarriles Nacionales confirmaron la identificación aproximadamente a las cuatro cero cero horas. La familia fue informada poco después. Las investigaciones preliminares indican que el cuerpo de Shimoyama había sido arrollado por un tren, aunque todavía no se ha determinado si esa fue la causa de la muerte. El cadáver ha sido trasladado a la Universidad de Tokio para su autopsia.

      —¿Cuándo estarán los resultados?

      Harry Sweeney cerró el bloc, se encogió de hombros y dijo:

      —En algún momento de esta tarde, jefe. Con suerte.

      El jefe Evans volvió a restregarse los ojos, se pellizcó otra vez el puente de la nariz y preguntó:

      —Bueno, ¿qué opina usted, Harry?

      Harry Sweeney se encogió nuevamente de hombros.

      —No lo sé, jefe.

      —Venga ya, Harry —dijo el jefe Evans, dando un manotazo en la mesa—. Vamos, usted ha estado allí, ha visto la escena del crimen y el cadáver. Dígame qué opina, por el amor de Dios. ¿Qué coño cree que pasó?

      Harry Sweeney negó con la cabeza.

      —Jefe, con el debido respeto, en su vida ha visto una escena del crimen más jodida ni alterada. Primero, el sitio estaba inundado porque caían chuzos de punta, y luego montones de botas lo pisaron yendo de un lado a otro. Trozos del hombre repartidos por la vía, la cara colgando… Un brazo aquí, un pie allá. Recogieron la ropa y la cambiaron de sitio. No quedó nada in situ. Se pasaron por el forro de los cojones todas las prácticas elementales. La última persona en llegar a la escena fue el puñetero forense…

      —Pero usted estuvo allí, Harry.

      —Sí, estuve allí.

      —Pues venga, ¿qué opina? ¿Estaba ese hombre muerto o vivo cuando el tren lo atropelló?

      Harry Sweeney volvió a negar con la cabeza, se encogió otra vez de hombros y dijo de nuevo:

      —No lo sé, jefe. Pero si no fue un suicidio, quisieron que lo pareciera. Y si fue un montaje, lo han hecho muy bien.

      —Joder —exclamó el jefe Evans, levantándose de detrás de su mesa y acercándose a la ventana. Miró el cielo gris sobre la ciudad y dijo suspirando—: En cualquier caso, es una putada.

      Harry Sweeney asintió con la cabeza.

      —Sí, señor. Muy grande, señor.

      —¿Ha leído los periódicos esta mañana, Harry?

      —No, señor. Todavía no.

      —Pues seiscientos sindicalistas ocuparon una oficina del ferrocarril en Fukushima. Sacaron a los funcionarios a rastras. Hicieron falta doscientos policías para poner orden. Por lo visto, algunos de los prisioneros de guerra que han vuelto se les unieron, todos cantando Bandera roja. Así que se puede imaginar lo que dirá el general Willoughby de todo esto.

      —Sí, señor.

      —Qué putada —repitió el jefe Evans, apartándose de la ventana y volviendo a su mesa. Se sentó, miró al otro lado de la mesa y dijo—: El general ha convocado una reunión para esta tarde en su oficina. El coronel Pullman y yo asistiremos, y quiero que usted me acompañe, Harry. En el despacho del general, a las siete en punto. Traiga todo lo que tenga.

      —Entonces, ¿quiere que siga en el caso, jefe?

      —¿Hace falta que lo pregunte?

      —Perdone, señor.

      —Ahora mismo no hay nada más importante que esto. Si resulta que el hombre se tiró al tren, caso cerrado. Podrá volver a perseguir gánsteres. Pero si Shimoyama fue asesinado, y esperemos todos que así fuera, no hay nada más importante que esto.

      —Entiendo, señor.

      —Eso espero, Harry. Porque quiero que se concentre exclusivamente en esto. Quiero cada migaja de información que pueda conseguir. No quiero ir a la reunión de esta tarde con excusas de mierda y un expediente lleno de aire. Más vale que tengamos algo, ¿de acuerdo?

      —Sí, señor. Entiendo, jefe.

      —Pues al tajo…

      De nuevo en la habitación 432, de nuevo tras su escritorio, Harry Sweeney volvió al tajo. Tenía a Susumu Toda al teléfono con la jefatura de la Policía Metropolitana mendigando migajas, cualquier cosa. Tenía el bloc abierto y pasaba las páginas, de un lado a otro, escribiendo a máquina fragmentos, escribiendo a máquina pedazos, todo migajas, migajas de nada, nada en absoluto, mirando el teléfono, esperando que sonase, que sonase con una noticia, con una exclusiva, con cualquier cosa.

      Escuchaba tacones y suelas que subían escaleras y recorrían pasillos, cisternas que se vaciaban y grifos que se abrían, puertas que se abrían y puertas que se cerraban, armarios y cajones, ventanas abiertas de par en par y ventiladores que daban vueltas, plumas estilográficas que rascaban y teclas de máquinas de escribir que golpeteaban, mirando el teléfono, esperando a que sonase.

      —A la mierda —dijo Harry Sweeney, poniéndose la chaqueta y cogiendo el sombrero—. Susumu, ¿has conseguido algo?

      —Nada, Harry. El cuerpo está en Todai, pero no empezarán la autopsia hasta esta tarde. Tienen a todos los hombres disponibles en Mitsukoshi o en Ayase, escudriñando.

      —Está bien —dijo Harry Sweeney—. Consigue un coche y trae la documentación. Es absurdo quedarse aquí esperando a que nos pongan al día. Venga, vamos.

      Se alejaron en coche del edificio de la NYK. Recorrieron la avenida B. Sin Bill Betz ni Ichiro. Shin, el chaval nuevo, iba al volante, y Susumu Toda en la parte trasera con Harry Sweeney. Con las dos ventanillas de la parte delantera abiertas y dejando entrar una corriente cálida y húmeda en el coche, Harry Sweeney miraba la carretera, los vehículos y los camiones, las motos y las bicicletas, los edificios que pasaban, los edificios que desaparecían, los postes del telégrafo, los cables del telégrafo, un árbol aquí y otro allá, la gente que iba, la gente que venía, de marrón y gris, de verde y amarillo, mientras escuchaba a Susumu Toda traducir las noticias, en negro sobre blanco:

      —En las primeras ediciones

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