Tokio Redux. David Peace

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Tokio Redux - David  Peace Sensibles a las Letras

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que sí. Ayer por la mañana llamó mucha gente, señor Sweeney. Todos preguntaban lo mismo: si mi marido había ido al trabajo como siempre. Llamadas de su oficina, de distintos colegas. No paraban de llamar…

      —¿Dijo ese hombre algo más, señora?

      —No, solo preguntó si mi marido había ido al trabajo como siempre. Nada más. Yo le contesté que sí, que mi marido había ido en coche a la oficina a las ocho y veinte como siempre. Pero luego le pregunté cómo se llamaba porque no había entendido bien su nombre al coger el teléfono, aunque creo que había dicho que se llamaba Arima. Y entonces, cuando volví a preguntárselo, estoy segura de que dijo Onodera.

      —¿Reconoció su voz, señora?

      —No, señor Sweeney. No la reconocí.

      —Y luego, cuando llamaron por segunda vez por la noche, ¿reconoció su criada la voz de quien llamó?

      —No —respondió la señora Shimoyama—. Pero por un momento, después de la llamada, creí de verdad que mi marido podría volver a casa. Empecé a tener esperanza otra vez. Eso es lo peor de todo.

      —Lo siento, señora. Lo siento mucho.

      —Yo siento que no se lo contaran, señor Sweeney.

      —Yo también, señora —asintió Harry Sweeney—. Yo también.

      Tsuneo Shimoyama tosió y dijo:

      —Después de esa llamada, la de la noche, el secretario de mi hermano y yo registramos su escritorio y sus cajones buscando la tarjeta de visita o las señas de algún Arima o algún Onodera, pero no encontramos nada.

      Harry Sweeney asintió con la cabeza y miró la mesa. El retrato de la mesa, la cara de Sadanori Shimoyama. La leve sonrisa, las cejas arqueadas. La mirada lastimera y las gafas redondas. Harry Sweeney alzó la vista y preguntó a la señora Shimoyama:

      —¿Su marido siempre llevaba gafas, señora?

      —Siempre —respondió la señora Shimoyama asintiendo con la cabeza—. No veía sin ellas. No veía nada.

      —Gracias, señora —dijo Harry Sweeney, y al empezar a levantarse repitió—: Gracias, señora. Ya le hemos robado bastante tiempo. Nos marchamos.

      La señora Shimoyama levantó la vista del retrato de la mesa, del rostro de su marido, y preguntó:

      —Señor Sweeney, ¿cuándo podré ver a mi marido? ¿Cuándo le dejarán volver a casa?

      —Lo siento —dijo Harry Sweeney—. No lo sé exactamente. Pero en cuanto hayan terminado ciertos trámites, estoy seguro de que se lo devolverán, señora.

      —Gracias —susurró la señora Shimoyama, volviéndose de nuevo hacia el retrato de la mesa, mirando el rostro de su marido. Los dedos en el marco, los dedos en el cristal. Los ojos que buscaban, que seguían suplicando, que seguían esperando.

      Que no estuviese pasando…

      Que nada de eso fuese cierto.

      Harry Sweeney y Susumu Toda salieron de la habitación detrás de Tsuneo Shimoyama. Bajaron la escalera y avanzaron entre la gente. Gente que todavía llenaba las habitaciones, que todavía llenaba el pasillo. Sus ojos todavía llenos de lágrimas, sus ojos todavía llenos de acusaciones. Que culpaban a todos los estadounidenses, que culpaban su Ocupación.

      En el genkan, junto a la puerta, Harry Sweeney y Susumu Toda hicieron una reverencia a Tsuneo Shimoyama y le dieron las gracias. A continuación se dieron la vuelta y se alejaron. De la casa del dolor, esa casa de duelo. Volvieron por el camino de entrada y cruzaron la puerta. Se abrieron paso a través de los periodistas y las cámaras, de los vecinos y los espectadores. Bajaron la cuesta hasta el coche. Y al lado del coche, en la calzada, Harry Sweeney se quitó el sombrero y sacó el pañuelo. Se secó la cara y el cuello. Guardó el pañuelo y sacó los cigarrillos. Encendió uno y le dio una calada. Y al lado del coche, en la calzada, Harry Sweeney miró cuesta arriba, hacia la casa. La casa del dolor, esa casa de duelo, con el humo en los ojos, el picor en los ojos. Parpadeó, se volvió, tiró el cigarrillo y lo aplastó. Sacó el bloc y el lápiz. Abrió el bloc y anotó tres nombres y dos horas. Acto seguido guardó el bloc y el lápiz y abrió la portezuela del pasajero.

      —¿Qué piensas, Harry? —preguntó Toda.

      —Pienso que deberías ir a la Universidad de Tokio. A averiguar qué pasa con la autopsia. Déjame por el camino.

      —¿Dónde te dejo, Harry?

      El teniente coronel Donald E. Channon alzó la vista de su escritorio. El uniforme manchado, la cara sin afeitar. Los ojos irritados y con ojeras. Cerró la carpeta que tenía sobre la mesa. Señaló con la mano la silla vacía situada frente a su escritorio.

      —Siéntese, señor Sweeney.

      —Gracias, señor —dijo Harry Sweeney.

      El coronel Channon se llevó las manos a la cara. Se restregó los ojos, meneó la cabeza y dijo:

      —Todavía no puedo creérmelo, señor Sweeney. Santo Dios. No puedo creérmelo.

      Harry Sweeney asintió con la cabeza.

      —¿Ha ido allí, señor Sweeney? ¿Al sitio?

      —Sí, señor. Fui en cuanto me enteré. ¿Ha ido usted, señor?

      El coronel Channon volvió a restregarse los ojos, negó con la cabeza y dijo:

      —No. Todavía no. No sé si iré. Ya no tiene sentido. Entonces, ¿vio el cuerpo?

      —Sí, señor. Lo vi.

      —¿Era tan terrible como dicen en los periódicos?

      —Sí, señor. Lo era.

      —Santo Dios, Sweeney. Pobre hombre.

      —Sí, señor.

      —¿Dónde está ahora?

      —Han llevado el cadáver a la Universidad de Tokio para que le practiquen la autopsia, señor. Los resultados deberían estar muy pronto, señor.

      —Pues él no se suicidó, señor Sweeney. Eso se lo puedo decir yo. No necesito esperar ninguna condenada autopsia.

      —Parece muy seguro, señor.

      —Por supuesto. Ya se lo dije ayer, Sweeney, conocía a ese hombre. Trabajaba con él cada puñetero día. La última vez que lo vi, la noche que fui a su casa, la noche de la que le hablé, cuando me despedí de él estaba de buen humor. Pero él conocía los riesgos, desde luego que sí. Cuando me iba, incluso me dijo que llevaría a cabo los reajustes aun arriesgando su vida. Esa fue la frase exacta que dijo, señor Sweeney: aun arriesgando su vida. Esa es la clase de hombre que era. Así que no se suicidó. De ninguna manera.

      —Entonces, ¿cree que lo asesinaron, señor?

      —Por supuesto. Es evidente.

      —¿Quién?

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