Tokio Redux. David Peace

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Tokio Redux - David  Peace Sensibles a las Letras

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al jefe Evans. Se alejó de la habitación 525 por el pasillo. No esperó el ascensor y bajó por la escalera, los diez tramos de escaleras, y salió del edificio Dai-Ichi. Una vez fuera, dejó atrás el hotel Dai-Ichi y continuó hasta pasar por el hotel Imperial, luego siguió la vía y prosiguió hasta dejar atrás la estación, la estación de Shimbashi. Pasó por delante de las tiendas y atravesó el mercado, pasó por delante de los restaurantes y atravesó los puestos. Anduvo y anduvo, cruzó una puerta de dos hojas y subió otro tramo de escaleras, anduvo y anduvo, hasta que estuvo ante una mesa y oyó a Akira Senju decir:

      —¡Pero qué pinta traes, Harry! Parece que te haya atropellado un tren… ¡Perdón! Qué poco tacto por mi parte. Lo siento, Harry. Perdóname, por favor. Siéntate, siéntate…

      Harry Sweeney se sentó y se hundió en la silla situada enfrente del antiguo escritorio de palisandro de su lujoso y moderno despacho en lo alto de aquel deslumbrante nuevo edificio, aquel palacio de Shimbashi.

      Por segunda vez en veinticuatro horas, Akira Senju sonrió.

      —Como en los viejos tiempos, ¿verdad, Harry? Los buenos tiempos. Espero que me traigas buenas noticias, Harry. Como me las traías antes, en los viejos tiempos, los buenos tiempos.

      —¿Buenas noticias? —dijo Harry Sweeney.

      —¿Sobre cierta lista de nombres?

      Harry Sweeney metió la mano dentro de la chaqueta, palpó el trozo de papel doblado, aquella lista doblada de nombres, nombres formosanos y coreanos, y negó con la cabeza y contestó:

      —Lo siento.

      —No has tenido tiempo —dijo Akira Senju—. Claro que no. Lo entiendo, Harry. No es necesario disculparse entre amigos. Entre viejos amigos como nosotros, Harry. Tómate el tiempo que necesites, Harry. Pero, entonces, ¿a qué debo el placer de otra visita tuya, Harry? ¿Una copa, quizá?

      Harry Sweeney volvió a negar con la cabeza, se inclinó hacia delante en su silla y respondió:

      —Shimoyama…

      —Claro, claro —dijo Akira Senju, asintiendo con la cabeza y sonriendo a Harry Sweeney—. Ya me he enterado de la noticia. Un asunto terrible, terrible. Y no me gusta decirlo, Harry, pero ya te avisé; los presidentes suelen acabar asesinados.

      Harry Sweeney asintió con la cabeza.

      —Sí, eso dijiste. Anoche estabas bastante seguro. Muy seguro, de hecho.

      —Bueno —replicó riendo Akira Senju—, no soy Nostradamus ni Sherlock Holmes. Era inevitable, era evidente. Solo tienes que andar por cualquier calle de la ciudad y leer los carteles pegados en los muros y los postes. Está ahí en negro sobre blanco, en rojo sobre blanco, en japonés y en inglés: ¡Muerte a Shimoyama!

      —Pudo haberse suicidado.

      —Sí, pudo haberse suicidado —convino Akira Senju, asintiendo con la cabeza, y a continuación sonrió y dijo—: Pero no lo hizo, ¿verdad, Harry?

      —Entonces, ¿ya te has enterado?

      —Tengo mis fuentes, Harry. Ya lo sabes.

      Harry Sweeney miró al otro lado del antiguo escritorio de palisandro, miró fijamente a Akira Senju sentado detrás de la mesa, en su trono, en su palacio en lo alto de su imperio, e inquirió:

      —¿De qué más te has enterado?

      —Ah, ya veo —dijo Akira Senju, asintiendo con la cabeza y sonriendo otra vez a Harry Sweeney—. ¿Así que sigues en el caso?

      —Sí. Por desgracia.

      —Ya lo creo —concedió Akira Senju—. Esto podría distraerte bastante, Harry. Podría impedirte hacer lo que se te da mejor. Esa lista, por ejemplo.

      Harry Sweeney asintió con la cabeza, sonrió y dijo:

      —Exacto. Así que cualquier cosa que sepas, cualquier ayuda que puedas prestarme para dar carpetazo a este asunto…

      —Nos beneficiaría a los dos —concluyó Akira Senju asintiendo con la cabeza.

      Harry Sweeney asintió a su vez y repitió:

      —Exacto. Anoche hablaste de una lista de comunistas, una lista de rojos. El general Willoughby estaría muy agradecido.

      —¿Has hablado con el general, Harry?

      —Acabo de estar en su despacho.

      Akira Senju se inclinó hacia delante en su silla, miró a través de su antiguo escritorio de palisandro a Harry Sweeney y preguntó:

      —¿Mencionaste mi nombre, Harry? ¿Dijiste que me he ofrecido a ayudar?

      —Todavía no —contestó Harry Sweeney—. Pero puedo hacerlo, y lo haré.

      Akira Senju se levantó de su escritorio. Se acercó a uno de los ventanales de su lujoso y moderno despacho. Miró por la ventana, contempló su imperio, a través de la ciudad y la noche, y sin dejar de mirar por la ventana, de contemplar su imperio, asintió con la cabeza y dijo:

      —Vaya, vaya. Esta muerte podría resultar de lo más oportuna, ¿no te parece, Harry?

      Harry Sweeney se miró las manos, se miró las muñecas, los extremos de dos cicatrices nítidas y secas visibles bajo los puños de la camisa, bajo la correa del reloj, la esfera aún agrietada y las manecillas aún paradas.

      Akira Senju se apartó de la ventana. Cruzó la gruesa alfombra de su lujoso y moderno despacho hacia el mueble bar. Lo abrió. Cogió una botella de Johnnie Walker Reserva. Sirvió una cantidad generosa en dos vasos de cristal. Dejó la botella, cogió los vasos y los llevó adonde estaba Harry Sweeney diciendo:

      —Oportuna y fortuita… esa es la palabra, ¿verdad, Harry?

      Harry Sweeney se volvió para mirar a Akira Senju, que se encontraba de pie junto a él, tendiéndole un vaso.

      —Fortuita —dijo de nuevo Akira Senju, sonriendo, y añadió—: Brindemos, pues, por lo oportuno y lo fortuito, Harry. Como en los viejos tiempos, los buenos tiempos, Harry.

      En el parque, en la oscuridad, entre los insectos, entre las sombras, apoyado en un árbol, deslizándose por su corteza hasta caer al suelo, tumbado en la tierra, Harry Sweeney formó una pistola con la mano, se la llevó a la cabeza, apretó el gatillo pero no se murió, no se murió. En el parque y en la oscuridad, entre los insectos y las sombras, en el suelo y en la tierra, Harry Sweeney cogió el cañón de la pistola, los dos dedos de la mano, y se los introdujo en la boca, se los metió por la garganta, hasta que tuvo arcadas, tuvo arcadas y náuseas, tuvo náuseas y vomitó, en la tierra y en el suelo, entre los insectos y las sombras, la oscuridad y el parque, vomitó y vomitó, whisky y bilis, sobre los dedos y las manos, por las muñecas y encima de las cicatrices. Y cuando no le quedó más whisky ni más bilis, cuando ya no pudo vomitar ni tuvo más náuseas, Harry Sweeney se tumbó de lado, luego boca arriba, y contempló las ramas, contempló sus hojas, contempló el cielo, contempló sus estrellas y lloró y gritó:

      —Lo siento, lo siento, lo siento.

      Конец

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