Tokio Redux. David Peace

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Tokio Redux - David  Peace Sensibles a las Letras

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cabeza y dijo:

      —Mire, había recibido amenazas de muerte. No solo él, todos nosotros. Katayama. Yo también. ¿Por qué cree que llevo esta maldita pistola ¿Por qué cree que solo viajo en un jeep de la policía militar?

      —¿Y de quién venían esas amenazas, señor?

      —¿De quién coño cree que venían, Sweeney? Del condenado sindicato de los ferrocarriles, de los puñeteros rojos.

      —¿Dispone de alguna información concreta, señor? ¿Nombres? ¿Organizaciones? ¿Algo? ¿Lo que sea?

      —Claro que no. Siempre son anónimas. Pero, por el amor de Dios, Sweeney, de quién si no iban a venir. Joder. ¡Es su trabajo, coño!

      —En realidad, señor, con el debido respeto, no era mi trabajo. Pero ahora lo es, y cualquier ayuda que pueda…

      —Sí, claro —dijo el coronel Channon riendo—. Me había olvidado: estaba usted demasiado ocupado deteniendo bandas y apareciendo en los periódicos. ¡Mientras tanto, infelices como el pobre Shimoyama, infelices como yo, recibimos amenazas de muerte por hacer nuestro puto trabajo!

      —Lo lamento, señor. Pero ¿estaba al tanto de esas amenazas la policía japonesa? Lo sabían, ¿verdad?

      —Pues claro, Sweeney. Pusieron a un tipo de paisano delante de la casa de Shimoyama, a otro en su oficina y a otro en su coche. De mucho le sirvió al pobre desgraciado.

      —No creo que lo hiciesen, señor.

      —Y un carajo.

      —Señor, con el debido respeto, que yo sepa, el presidente Shimoyama no tenía destinados agentes de paisano. Al menos ayer por la mañana, cuando se fue de casa.

      —Pues tendrá que preguntárselo a ellos, Sweeney. Lo único que yo sé es que se suponía que los tenía. Eso es lo que me dijeron. Debería haber habido alguien.

      —Sí, señor, estoy de acuerdo. Debería haber habido alguien.

      El coronel Channon meneó otra vez la cabeza. Estiró las manos con las palmas hacia arriba. Miró los papeles del escritorio. Volvió a suspirar. Se levantó y dijo:

      —Joder. Este país de mierda, Sweeney. ¿Qué coño hacemos aquí? ¿Qué coño hacemos aquí cualquiera de nosotros?

      Harry Sweeney asintió con la cabeza. Guardó el lápiz dentro del bloc. Se levantó y preguntó:

      —Solo una cosa más, señor. ¿Está seguro de que fue a la casa de Shimoyama el lunes por la noche? ¿Lo sabe a ciencia cierta?

      —Sí, ya lo creo. El Cuatro de Julio. ¿Por qué?

      —Solo quería asegurarme bien, señor. Perdone.

      —Bueno, pues si ya ha acabado de asegurarse bien, todavía tengo un ferrocarril que dirigir y un nuevo presidente que nombrar, señor Sweeney. Y usted tiene un puñetero asesino que atrapar.

      Otra vez entre las sombras de la estación de Tokio, otra vez entre los ecos de la vía de tren. En otro edificio, en otro despacho. La oficina central de la Corporación de Ferrocarriles Nacionales, el despacho de Sadanori Shimoyama. El despacho que compartía con su vicepresidente. Frente a su vicepresidente, frente a su escritorio, Harry Sweeney se sentó, sacó el bloc y dijo:

      —Gracias por recibirme a esta hora, señor Katayama.

      Yukio Katayama miró más allá de Harry Sweeney. Por encima de su hombro, al otro lado de la habitación. Al otro escritorio, a la silla vacía. Yukio Katayama miró su escritorio, sus manos juntas sobre el escritorio, y asintió con la cabeza. Acto seguido miró a Harry Sweeney y preguntó:

      —¿Viene del edificio del Banco Chosen, de la Sección de Transporte Civil, señor Sweeney? Entonces, ¿ha hablado con el teniente coronel Channon?

      —Sí, señor, he hablado con él —contestó Harry Sweeney.

      —¿Tienen ya noticias de la universidad? —preguntó Yukio Katayama—. ¿Saben ya el resultado de la autopsia?

      —Todavía no, señor. No.

      —Entiendo —dijo Yukio Katayama. Echó otro vistazo por encima del hombro de Harry Sweeney y volvió a mirar el escritorio y la silla vacía. Luego dijo despacio—: Todo es culpa mía, señor Sweeney. Yo soy el responsable de todo.

      —¿Por qué dice eso, señor?

      —Porque yo recomendé a Shimoyama-kun para el cargo de viceministro de Transportes, señor Sweeney. Entonces Shimoyama-kun era el director de la Agencia de Ferrocarriles de Tokio. Y como aceptó el cargo de viceministro, Shimoyama-kun se convirtió en presidente cuando la corporación se reestructuró como empresa pública y todos los demás se retiraron. No puedo evitar pensar que ese fue el primer paso que lo llevó a la muerte. Si yo no hubiera propuesto su nombre al ministro de Transportes, nada de esto habría pasado, señor Sweeney. Shimoyama-kun seguiría aquí.

      —¿Y qué cree que pasó, señor?

      Yukio Katayama se quedó mirando otra vez la silla vacía y, dirigiéndose a la silla vacía, dijo despacio:

      —Imagine que desde niño hubiera adorado los ferrocarriles. Le obsesionaban los ferrocarriles. Le volvían loco todas las máquinas, pero adoraba las locomotoras. Adoraba las locomotoras más que nada en el mundo. Imagine que hubiera recorrido el mundo y hubiera viajado en todos los trenes del mundo. Que los hubiera estudiado todos y los adorara todos…

      Yukio Katayama apartó la vista de la silla vacía, se volvió otra vez hacia Harry Sweeney y dijo, esta vez más rápido:

      —Por mucha presión a la que estuviera sometido, por muy crispado que estuviera, es imposible que un hombre que adoraba los trenes, un hombre que trabajaba para los ferrocarriles, utilizara un tren como herramienta con la que poner fin a su vida. Jamás, señor Sweeney. Jamás.

      —Entonces, ¿cree que el presidente fue asesinado, señor?

      —Sí —contestó Yukio Katayama—. En cuanto me enteré de que habían encontrado el cadáver de Shimoyamashi, dónde y cómo lo habían encontrado, supe que lo habían asesinado. Lo supe.

      Harry Sweeney asintió con la cabeza y acto seguido dijo:

      —¿Tanto usted como el presidente recibieron amenazas de muerte?

      —Sí —respondió otra vez Yukio Katayama—. Pero no solo el presidente y yo; muchos de nuestros directivos las recibieron. Creo que el teniente coronel Channon también.

      —¿Y esas amenazas de muerte tenían forma de cartas? ¿Es correcto, señor?

      —Sí, hubo cartas. Pero también llamadas de teléfono. Y luego, claro, los carteles con los que han empapelado toda la ciudad. Seguro que los ha visto, señor Sweeney.

      Harry Sweeney volvió a asentir con la cabeza.

      —Sí, señor, los he visto. ¿Tiene alguna de esas cartas a mano, señor?

      —No —contestó Yukio Katayama—. Aquí no. Siempre entregábamos esas cartas

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