Ensayos I. Lydia Davis

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Ensayos I - Lydia  Davis

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gritos. No podían evitar que sus lamentos sonaran tan hermosos.

      Otro, “Leopards in the Temple”, la creación de un ritual y su comentario:

      Entran leopardos en el templo y se beben hasta la última gota de los cuencos de las ofrendas; esto se repite una y otra vez; al final acaba haciéndose posible calcular cuándo lo harán, y se convierte en una parte de la ceremonia.

      Y un tercero, la reinterpretación de un momento de la historia (“Alexander the Great”):

      Sería concebible que Alejandro Magno, a pesar de los éxitos bélicos de su juventud, a pesar del excelente ejército que había formado, a pesar de las fuerzas encaminadas a transformar el mundo que sentía en su interior, se hubiese detenido en el Helesponto y no lo hubiese cruzado jamás, no por miedo, ni por indecisión, ni por pusilanimidad, sino por la pesadez de la tierra.

      (El mismísimo Kafka, se supone, se inspiró en dos contemporáneos o predecesores que utilizaron la forma muy breve: el suizo Robert Walser, también novelista, cuyos últimos textos, en caligrafía diminuta, casi ilegible, lograron descifrarse hace poco; y el vienés Peter Altenberg, el típico bohemio que frecuentaba cafés y escribió su obra a caballo entre el siglo XIX y el XX).

      Durante mucho tiempo, no vi a Kafka como un modelo a emular, ni a otros escritores más excéntricos o poco tradicionales. Todavía no conocía la obra de muchos autores que luego, con el paso de los años, comenzaron a interesarme o ejercer influencia en mí: las singulares voces narrativas y las extrañas sensibilidades de la estadounidense Jane Bowles o la brasileña Clarice Lispector o la suiza Regina Ullmann (cuya colección de cuentos de 1921 no se tradujo al inglés hasta 2015, casi cien años después de su aparición en alemán); o las historias de El imitador de voces del austríaco Thomas Bernhard, desconcertantes y de una serenidad violenta, narradas en un solo párrafo pero de gran complejidad sintáctica, que descubrí por casualidad en una librería de aeropuerto; o los minúsculos capítulos de la novela Epitafio de un pequeño ganador del brasileño Machado de Assis; o los relatos autobiográficos de un párrafo del español Luis Cernuda; o los muchos, muchos cuentos cortos y caprichosos escritos en los años cuarenta, cincuenta y sesenta por el cubano Virgilio Piñera; o, por último, las historias reflexivas, a medias autobiográficas y brevísimas del holandés A. L. Snijders o del suizo Peter Bichsel, tan fascinantes para mí que he pasado los últimos casi cinco años traduciéndolas.

      Pero esos descubrimientos aún estaban por llegar.

      A la edad de veintiséis años, después de haber pasado por alto el modelo de Kafka durante tanto tiempo, sentí el impulso de tomar una nueva dirección, por fin, después de leer un libro de relatos del poeta estadounidense contemporáneo Russell Edson.

      Hacía tiempo que trabajaba en una historia que se me resistía. Venía luchando contra mi inercia y desgano. Leía, salía a caminar, comía. En medio de la inercia, un amigo que fue testigo me dijo: “¡Te quedas sentada todo el día sin hacer nada!”. (No estaba haciendo nada, ¡estaba sufriendo!). Entonces encontré el libro de Russell Edson, The Very Thing That Happens.

      Russell Edson es un escritor poco común: podría caracterizar muchas de sus historias como historias fantásticas, a menudo relatos breves y divertidos sobre el caos doméstico donde aparecen miembros de la familia, pero también, a veces, sus ollas y sartenes, sus animales, sus viviendas y edificios, y mucho más. Pero algunas de las piezas son meditaciones líricas, o cuentos con enseñanza moral un poco más optimistas. Edson los llama poemas, otras veces fábulas. He aquí un texto breve sobre las generaciones (“Waiting for the Signal Man”):

      Una mujer le preguntó a su madre: ¿dónde está mi hija?

      Su madre respondió: parte de ti, cruza por mí y sale por la abuela, recorriendo el camino a través de todas las mujeres, como un tren de trocha ancha, ondea lento el cabello castaño al viento que vuelve blanco el gris, mientras espera que el guardavías baje la barrera para poder entrar a la estación.

      ¿Y qué espera?, preguntó la mujer.

      A que el guardavías baje la barrera para poder entrar a la estación.

      Aquí, en “Dead Daughter”, hay una interacción familiar bastante brutal:

      Despierta, escuché morir algo, le dijo una mujer a otra cosa.

      La otra cosa era el padre.

      No me digas “otra cosa”, dijo él.

      ¿Será algo que murió para el desayuno?, preguntó la mujer.

      Siempre es algo muerto que le entrega tu madre a su marido –respondió el padre–, como mi hija muerta, muerta en su interior; nada sobrevive allí: no hay corazón, no hay bebé.

      Mentira –dijo la hija–, aquí estoy tratando de vivir, pero tengo miedo de salir.

      Si estás ahí, sal por favor, te esperamos con un manjar especial: una hija muerta para el desayuno, una hija muerta para el almuerzo y una hija muerta para la cena. Es más, una hija muerta por el resto de nuestras vidas.

      Y aquí hay un drama del que participan objetos inanimados y seres humanos (“When Things Go Wrong”):

      Una mujer acababa de tender la cama. Una pared se recostó y se quedó dormida en la cama. Entonces al techo también le dieron ganas de dormir. La pared y el techo comenzaron a forcejear. Pero se decidió que el techo dormía mejor en el suelo.

      Entonces el suelo dijo: Quítate de encima porque estoy enojado contigo. Y se fue de la casa para echarse sobre el pasto.

      ¡La pueden terminar todos!, les gritó la mujer.

      Pero las demás paredes bostezaron y dijeron: Nosotras también estamos cansadas.

      ¡Basta, basta, basta! –gritó ella–, está saliendo todo mal, mal, mal.

      Cuando el padre regresó, le preguntó: ¿Por qué está destruida mi casa?

      Porque todo salió mal de repente, gritó la mujer.

      ¿Por qué gritas y por qué está destruida mi casa?, preguntó el padre.

      No sé, no sé. Y grito porque estoy muy alterada, padre, respondió la mujer.

      Qué extraño –dijo el padre–, si me voy quizás, a la vuelta, las cosas hayan cambiado.

      Padre –gritó la mujer–, ¿por qué me dejas sola cada vez que pasa esto?

      Porque cuando regrese las cosas habrán cambiado, dijo el padre.

      Creo que Edson me abrió el camino por varias razones. Una, que no todos sus relatos funcionaban. Algunos eran ridículos y nada más. Quizás tenía que ver con su proceso de escritura.

      Aquí hay una descripción de cómo trabajaba Edson, según lo cuenta Natalie Goldberg en su libro El gozo de escribir:

      Nos explicó que se sentaba a la máquina de escribir y redactaba unas diez frases. Luego las ponía a un lado, y después de un rato las volvía a leer. Podía darse el caso de que, entre diez, una le pareciera lograda, y entonces la conservaba. Edson decía que una vez encontrado un buen comienzo, normalmente también el resto de la pieza funcionaba. He aquí

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