Ensayos I. Lydia Davis

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Ensayos I - Lydia  Davis

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MATERIAL NARRATIVO EN CRUDO AL TEXTO TERMINADO:

      FORMAS E INFLUENCIAS II

      Para comenzar esta exposición sobre las formas y las influencias, voy a volver a algunas de mis primeras influencias por dos razones. La primera es dar ejemplos del tipo de ficción tradicional que probé escribir cuando recién empezaba. La segunda es describir cómo surgieron dos cuentos muy diferentes a partir de la misma experiencia, uno en mis inicios y el otro unos cuarenta años después. La experiencia que los inspiró tuvo lugar el verano en que cumplí dieciocho, justo después de terminar la escuela secundaria.

      Mis padres vivían en Buenos Aires en esa época. Mi padre daba clases en esa ciudad y en La Plata desde el invierno. Viajé a la Argentina para reunirme con ellos en junio y durante dos meses compartimos un amplio piso en la avenida del Libertador, que le habían subalquilado a un ejecutivo de una discográfica británica.

      Pasaba los días entre ensayos de violín y clases de baile, trabajando de voluntaria en un orfanato católico y aprendiendo español por mis propios medios, yendo a conciertos con mi madre y saliendo a caminar sola, y también escribiendo en mi diario. Sé, por lo que registré en esas páginas, que durante las caminatas observaba las gallinas enjauladas en los mercados y conversaba en un español poco fluido con carniceros y guardias de embajadas, y al volver a casa anotaba las descripciones de los parques de la ciudad llenos de niebla por la noche y de las “cabezas grises” sobre las tazas de té que alcanzaba a ver cuando me asomaba por las ventanas de las residencias. Me interesaba todo lo que me resultara exótico: una niña gitana que vendía limones en la vereda, los carros de reparto tirados por caballos con ruedas que brillaban a la luz del sol, un gaucho asando cabras enteras en la ventana de un restaurante, pero extrañaba a mis amigos y no siempre sabía qué hacer con mi tiempo.

      Los recuerdos de esa época, aunque escasos y fragmentados, siguieron vivos en mi memoria, y un año después, cuando ya había terminado el primer año de la facultad, escribí un relato breve ambientado en la ciudad tal como la recordaba, donde describía el tipo de vida que me imaginaba allí.

      Escribí “Caminos” durante el verano de 1966, cuando estaba por cumplir los diecinueve, para un taller de ficción de verano de la Universidad de Columbia. Los talleres de ficción eran mucho menos comunes en aquellos días, y ese fue el único al que me inscribí, aunque cuando cursaba el último año hice un taller de escritura creativa. No existía nada similar a una especialización en escritura creativa en Barnard ni en la mayoría de las universidades. En ese momento, lo lógico para quienes querían “ser escritores” era especializarse en literatura inglesa y, ya con el título, buscar trabajo en una editorial. Creí que yo seguiría esos pasos: qué consejo o ayuda me dieron ya no recuerdo.

      Estaba a punto de decir que elegí un camino bastante diferente en los años posteriores a la universidad, pero, de hecho, es cierto que después de trabajar como empleada temporal durante un breve período, fui asistente editorial en W. W. Norton & Co. y trabajé allí unos meses, para ahorrar tanto dinero como me fuera posible. Después me fui a vivir a Francia y no volví al mundo editorial.

      Aquí están los primeros párrafos de “Caminos”, que bastan para mostrar lo tradicional que era mi estilo:

      Esta tarde el viento soplaba en ráfagas a lo largo de la calle. Las mejillas de las mujeres se encendían de rubor y se les despeinaba el pelo, los hombres se cubrían los hombros con sus bufandas tejidas de flecos. Hoy fue domingo: los puestos de frutas estaban tapiados, las rejas bajas en la entrada de todos los negocios. A medida que caía la noche, solo breves destellos del crepúsculo asomaban en cada cuadra. En la esquina, hay una confitería1 con las puertas de vidrio cerradas y adentro los hombres cabizbajos miraban el té, bufanda arrugada al cuello, mientras movían las manos o acunaban las tazas bajo la luz fría y blanca. Aquí y allá por la calle, en los puestos ubicados entre tienda y tienda, florecían sobre las bandejas golosinas dispuestas en fila. Encima, colgaban tiras de boletos para la lotería nacional. El puestero estaba sentado en un taburete detrás del mostrador, leyendo un periódico doblado. En la esquina opuesta a la confitería, un letrero de neón relucía en la fachada de una parrilla, donde se vendían bistecs grillados.

      Un hombre viejo cruzó la calle adoquinada para contemplar la parrilla. Los manteles blancos relucían y algunos mozos con chaqueta blanca conversaban detrás de la barra. Recién anochecía: los comensales no empezarían a llegar hasta las nueve. Mientras miraba a través del cristal, los ojos del viejo se iluminaron un instante bajo las pobladas cejas. Poco a poco, se llevó las manos al cuello del abrigo y lo levantó. Ya lejos del cristal, apoyó las manos sobre los suaves flecos de su chal, hizo una breve pausa y retomó la marcha.

      Qué cosa más difícil de decidir, se puso a pensar. No lo quiero en casa conmigo. No se queda quieto como un viejo, sino que come y toma mucho. Nunca se contentaría con tortilla y verduras. Frunció el ceño y luego se puso a pensar en otras cosas. ¿Debería tomar el té en la esquina o volver a casa y tomar un poco de maté? Caminaba solo a paso lento e imaginaba con detalle cada experiencia. Lo consolaba sostener el maté plateado entre las manos, remover las hojas con la larga bombilla plateada. Sentarse en silencio con sus reflexiones, con sus propios olores a humedad, con los sonidos a los que estaba acostumbrado, el ruido metálico de los ascensores al abrirse y cerrarse detrás de la puerta en el pasillo y un murmullo ocasional de voces, el tic tac de un pequeño reloj despertador en su habitación, las otras habitaciones en silencio. Podía sentarse a la mesa de la cocina con La Prensa plegada ante los ojos y volver a mirar la reseña de la primera aparición de Ricci en la ciudad. Estaba a gusto tomando la amarga bebida caliente mientras leía sobre la brillante cadencia que abría el concierto de Ginastera, mientras recordaba la perfecta entonación del violín. Ricci parecía solo al borde del escenario, con la orquesta silenciosa a su espalda. El viejo volvió a fruncir el ceño y se frotó los ojos; se sintió avergonzado, humillado por el ataque de tos. Quería escuchar cada secuencia y cada intervalo, pero resollaba y se atragantaba. Las otras tres mil personas estaban en silencio. Se dijo enojado a sí mismo: Soy un viejo ridículo, estoy arruinando la música.

      Según recuerdo, no consideraba a Hemingway una de mis influencias, pero ahora noto las semejanzas: el lenguaje simple, la repetición, las descripciones concretas, la ambientación en un lugar foráneo de habla hispana, los nombres de las cosas en su lengua.

      Aquí, a modo de comparación, está el primer párrafo de “Un lugar limpio y bien iluminado”, que, aunque suele incluirse en antologías y abordarse en la escuela o la universidad, no ha perdido para nada la eficacia a la hora de describir, con gran belleza, un lugar y tres personajes. La empatía con que Hemingway retrata al viejo puede haber inspirado incluso, en parte al menos, al viejo de mi cuento. Me pregunto si es posible (aunque se me acaba de ocurrir ahora, al analizar la conexión con Hemingway) que ciertos materiales narrativos o ambientaciones desencadenen en el escritor una reacción y se despierten recuerdos subliminales de reacciones anteriores a un texto importante que ha leído en el pasado. Es decir, ¿será que la ambientación exótica de Buenos Aires, el idioma español, la imagen de cierto tipo de hombres en la calle, en su conjunto, provocaron una conexión sináptica en mi cerebro que me llevó a “Un lugar limpio y bien iluminado”?

      Era tarde y el único cliente que quedaba en el café era un viejo sentado a la sombra que las hojas del árbol proyectaban al interceptar la luz eléctrica. De día la calle estaba llena de polvo, pero por la noche el rocío impedía que el polvo se levantara, y al viejo le gustaba sentarse hasta tarde porque era sordo, y por la noche había silencio y él notaba la diferencia. Los dos camareros que había dentro del café sabían que el hombre estaba un poco borracho, y aunque era un buen cliente, sabían que si se emborrachaba demasiado se iría sin pagar, por lo que no le quitaban el ojo de encima.

      Las diferencias también son evidentes,

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