Ensayos I. Lydia Davis

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Ensayos I - Lydia  Davis

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Fue una ganga porque el coeficiente intelectual de Adela es bajo. Es tontísima.

      Al principio, les dije: “Me alegra mucho que puedan quedarse, y estoy segura de que nos llevaremos muy bien”.

      He aquí un ejemplo de los problemas que tenemos últimamente. El incidente que acaba de ocurrir es típico. Tenía que cortar una medida de hilo y no encontraba la tijera. Abordé a Adela y le expliqué que no encontraba la tijera. Alegó que no la había visto. Fui con ella a la cocina y le pregunté a Luisa si podía cortar el hilo por mí. Me preguntó por qué no lo cortaba con los dientes y ya. Le dije que no iba a poder enhebrar la aguja si lo cortaba con los dientes. Le pedí que por favor buscara alguna de las tijeras y lo cortara, de inmediato. Le dijo a Adela que fuera a buscar la tijera de la señora Brodie, y yo la seguí al estudio para ver dónde la guardaba. La sacó de una caja. De pronto, vi un cordel largo y destejido prendido a la caja y le pregunté por qué no recortaba el extremo deshilachado, ya que tenía la tijera en la mano. Me gritó que de ninguna manera. Quizás algún día hubiera que usar el cordel para atar la caja. Admito que me reí. Le saqué la tijera y lo corté yo. Adela chilló. Su madre se apareció por detrás. Me reí otra vez y entonces chillaron las dos. Y enseguida se callaron.

      Ya les dije varias veces: “Por favor, no hagan las tostadas hasta que les pidamos el desayuno. No nos gustan las tostadas tan secas como a los ingleses”.

      Ya les dije varias veces: “Por las mañanas, cuando hago sonar la campanilla, por favor tráiganos el agua mineral de inmediato. Después, hagan las tostadas y al mismo tiempo preparen el café con leche. Preferimos el ‘Franja Blanca’ o el ‘Cinta Azul’ de Bonafide”.

      Me dirigí a Luisa con amabilidad cuando vino a traer el agua mineral antes del desayuno. Pero cuando le recordé las tostadas, soltó un sermón: ¿cómo se me ocurría que ella iba a dejar que la tostada se enfriara o se endureciera? Pero casi siempre estaba fría y dura.

      Ya les dijimos varias veces: “Preferimos que compren siempre leche ‘Las Tres Niñas’ o ‘Germa’ de Kasdorf”.

      Adela no sabe hablar sin gritar. Ya le pedí varias veces que hable despacio y que me diga señora, pero jamás me hace caso. También hablan muy fuerte entre ellas cuando están en la cocina.

      Muchas veces, antes de que termine de decir dos palabras, Adela me grita: “¡Sí…, sí sí sí…!”, y se marcha del cuarto. La verdad, no sé si podré aguantar más.

      Había ensayado algo parecido antes, mucho antes incluso: usar materiales encontrados y dejarlos casi intactos. Las historias de “Los viajes de lord Royston” y “Extractos de una vida” estaban compuestas por textos de otras personas, pero editados y reorganizados con un propósito muy distinto. La primera tenía su origen en una serie de cartas enviadas a Inglaterra por el joven lord Royston desde los lugares exóticos que recorría. La segunda abrevaba de un libro autobiográfico de Shinichi Suzuki, lectura obligatoria para los padres cuyos niños estudiaban un instrumento según el método Suzuki. El elemento de ficción ingresa, en el caso de “Los viajes de lord Royston”, con la transformación de una serie de cartas en texto narrativo único y sin interrupciones y, en el caso de Shinichi Suzuki, con la transformación de una autobiografía de lo más sencilla, escrita en primera persona, a una narración estilizada en primera persona a cargo de un personaje ficticio (ficticio porque ha dejado de ser Suzuki). A su vez, mi intervención (además del cambio de forma: de la narración continua a secciones cortas, con título, casi epigramáticas) modificaba la personalidad y la mirada del narrador.

      También usé materiales encontrados, reorganizados y con intervenciones insignificantes, hace muy poco, cuando escribí varios cuentos a partir de las anécdotas que figuran en las cartas de Gustave Flaubert, pero volveré sobre eso más adelante.

      Además de esos dos cuentos, “La criada” y “Las mucamas odiosas”, hay un tercer cuento, bastante chiquito, que se inspira en lo que sucedió en Buenos Aires con la cocinera y la mucama. Mientras revisaba el material de la carpeta, vi que uno de los textos podía ser una historia que constara de unas pocas líneas. Por su brevedad, el efecto que produce se aleja mucho de aquel del cuento tradicional y cohesivo “La criada” y del más fragmentario y extenso “Las mucamas odiosas”:

      EL PROBLEMA CON LA ASPIRADORA

      Un cura está por venir a visitarnos, o quizás sean dos.

      Pero la mucama dejó la aspiradora en el recibidor, justo frente a la puerta de entrada.

      Ya le pedí dos veces que la sacara de ahí, pero no hace caso.

      Y yo no pienso hacerlo.

      Uno de los curas, lo sé, es el rector de Patagonia.

      Ya es hora de trasladarse a otro país, a otra ambientación, a otra época, mucho después de mi experiencia en Argentina. En los años que siguieron, fui a la universidad, pero también viví en Francia e Irlanda, durante períodos más largos o más cortos. Después, cuando tenía veintiocho, me volví a instalar en Estados Unidos. Viajé a Canadá un mes o dos y me quedé en una casa prestada. Los días transcurrían igual que en Francia e Irlanda: me sentaba en el escritorio para trabajar en un encargo de traducción y, además, en alguna tarea que me había inventado, por lo general escribir algún texto pero también estudiar intermitentemente el alemán, otra constante en mi vida, aunque sin un objetivo inmediato. Me sentaba en el escritorio y miraba por la ventana de vez en cuando. Siempre tengo un cuaderno al lado cuando estoy trabajando o tratando de trabajar, y se convierte en el depósito de cuanta idea o descripción aleatoria se me ocurra. Y trato de registrarlas todas. En aquellos años usaba mucho el cuaderno porque estaba nerviosa: si tenía problemas con un texto (y los tenía a menudo), al menos podía escribir algo en el cuaderno. Aunque sea podía registrar en el cuaderno cuántos problemas tenía con lo que estaba tratando de escribir. O podía anotar una idea para otro cuento, como acostumbraba a hacer Kafka en sus cuadernos. A veces no avanzaba con el cuento, a veces avanzaba enseguida o después. Otras veces el cuaderno albergaba el germen de una idea que más tarde se colaba en un cuento, sin que yo me diera cuenta de que había venido de allí.

      Copio aquí una de esas anotaciones de cuaderno o de diario, que data de 1975, y luego dos cuentos a los que dio origen muchos años después. Primero, la entrada del diario, que es relativamente poco distinguida. (Aunque debo hacer una digresión aquí para decir que me parecía muy importante que la entrada estuviera bien escrita, y si la releía, siempre corregía detalles hasta que fuera tan buena como era posible, sin importar su valor. Sigo haciendo lo mismo).

      Mi entrada de diario, bastante crítica, consta solo de un par de oraciones largas (decidí cambiar el apellido de la familia en nombre de la discreción):

      Una mezcladora de cemento va y viene de la casa de al lado, donde viven los Charray, que están construyendo una cava como la gente porque, con la cava de ahora, les cuesta muy caro el seguro contra incendios para las miles de botellas de vino que tienen. Tienen vinos muy buenos y algunos cuadros extraordinarios (muchos de Riopelle y uno de Joan), pero en lo que hace a la ropa, los muebles y al estilo de vida son aburridos, mediocres, bien de clase media.

      Quién diría que una observación tan acotada podía servir para algo, pero cuando la releí años, o más bien décadas, después, debe haberme sorprendido. Tal vez por el tono crítico: aunque yo era joven y muy poco excepcional, tenía una opinión muy definida y me sentía en condiciones de juzgar. Quizás también por la idea de la vecina chismosa, o de cualquier vecino, que espía por la ventana y mira a la familia de al lado, e incluso de a ratos vive su vida por intermedio de esa familia. Tal vez también por

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