Ensayos I. Lydia Davis

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Ensayos I - Lydia  Davis

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también está el uso atípico e intencional de las “y” reiteradas en el párrafo –“y al viejo le gustaba sentarse hasta tarde porque era sordo, y por la noche había silencio y él notaba la diferencia”–, al tiempo que resulta llamativa la ausencia de comas donde otro escritor podría incluirlas; además, se insiste a lo largo del cuento en ciertos elementos de la descripción física: la luz, las sombras, las hojas y el árbol, el polvo y el rocío, la tranquilidad. La recurrencia de las imágenes y la sencillez de la sintaxis se suman a la claridad con la que se imprimen en nuestra mente.

      Unos cuantos años después de la universidad, cuando ya estaba instalada en Francia, escribí otro relato basado en mis experiencias en Buenos Aires. Necesito explicar, primero, que el departamento que mis padres subalquilaban incluía los servicios de una madre y una hija, cama adentro, que cocinaban y hacían los quehaceres domésticos. Y, como era tradicional en un gran departamento de lujo, sus habitaciones estaban al fondo de la cocina. El alquiler del departamento, incluidas la cocinera y la mucama, debía ser mucho más económico de lo que hubiera sido en Estados Unidos, porque, me apresuro a decirlo, no vivíamos así en casa. Al principio, los cuatro, y después los tres, vivíamos en un departamento bastante apretado pero bastante cómodo cerca de la Universidad de Columbia: cocina angosta, sofá cama, sin mucama, sin cocinera, sin balcón.

      Si bien a mi madre un poco la cautivaba la vida lujosa, y en ese momento sin duda le gustaban las fiestas y tomarse unas largas vacaciones de la cocina familiar, al final se le escapó de las manos: no tenía idea de cómo supervisar el trabajo de las empleadas de casa, porque había crecido en una familia modesta encabezada por una maestra viuda y ahorrativa.

      La cocinera argentina era una mujer corpulenta y segura de sus opiniones a la que le gustaba discutir enérgicamente con mi madre. La empleada joven, su hija, era ácida y colérica.

      A pesar de lo desconcertante y frustrante que fue para mi madre, la situación me fascinó precisamente porque no se parecía en lo más mínimo a la vida que llevábamos. La madre y la hija desaparecían por la puerta de la cocina a la noche, y reaparecían a la mañana. Nunca vi sus habitaciones. También había una niña muy pequeña que vivía con ellas, de cabello oscuro y ojos oscuros, pero no estaba claro quién era la madre. La niña se escabullía en mi cuarto para verme tocar el violín. La mucama, bastante simplona y siempre de malhumor, venía a buscarla en algún momento: entraba a mi cuarto y la sacaba a la rastra por el bracito.

      Al cabo de varios años, escribí un relato llamado “La criada”. Aunque la madre y la hija se basaban en las mujeres de Argentina, no estaba ambientado en un departamento de Buenos Aires, sino en una gran casa solariega de piedra como las que había visto entretanto en la campiña irlandesa, con un amplio pasillo de losas y depósitos encalados en el sótano, y arriba, una sucesión de salones formales vacíos, ventosos y de techos altos. La madre y la hija del relato cuidaban de un hombre solitario llamado Mr. Martin, de quien la hija estaba enamorada a su manera. Es posible que el personaje de Mr. Martin se haya inspirado en el ejecutivo británico que les había subalquilado el departamento de Buenos Aires a mis padres. Pero por sus acciones se parecía más a un protagonista de Edgar Allan Poe, extrañamente silencioso y sombrío. Quizás, aquí también, el personaje elegido se relacionaba con las lecciones que había aprendido al leer a Poe.

      Así comienza “La criada”:

      Ya sé que no soy linda. Tengo el pelo castaño y muy corto, y es tan escaso que apenas me oculta el cuero cabelludo. Camino con paso veloz y torcido, como si fuera renga de una pierna. Cuando me compré los anteojos pensé que eran elegantes (el marco es negro, con forma de alas de mariposa), pero ya entendí que no me favorecen y debo resignarme, porque no tengo dinero para comprarme un par nuevo. Tengo la piel color panza de sapo y los labios finos. Pero no soy, ni de lejos, tan fea como mi madre, que es mucho más vieja. Tiene la cara pequeña y arrugada, negra como una ciruela pasa, y la dentadura se le mueve en la boca. Apenas soporto sentarme frente a ella durante la cena y me doy cuenta, por su expresión, de que ella siente lo mismo al verme.

      Hace años vivimos juntas en el sótano. Ella es la cocinera; yo soy la criada. No somos buenas sirvientas, pero nadie nos despide porque igual trabajamos mejor que la mayoría. Mi madre sueña con ahorrar el dinero suficiente algún día para dejarme e irse a vivir a la campiña. Yo sueño prácticamente lo mismo, aunque cuando estoy enojada y triste la veo sentada al otro lado de la mesa con las manos como garras, y espero que se atragante con la comida y se muera. Así, ya nadie podría impedirme que le revisara el armario para abrirle la alcancía a la fuerza. […]

      Siempre que imagino esas cosas, sentada sola en la cocina bien entrada la noche, al día siguiente caigo enferma. Y es mi madre quien me cuida, quien me da de beber agua y me abanica con un matamoscas, sin cumplir con todas las tareas de la cocina, y yo me esfuerzo para convencerme de que no se alegra en silencio por mi debilidad.

      Las cosas no siempre fueron así. Cuando Mr. Martin vivía arriba del sótano, éramos más felices, aunque casi nunca nos dirigíamos la palabra.

      Y de los últimos párrafos:

      Esta es una casa de alquiler. Mi madre y yo venimos con la renta. La gente va y viene, y cada un par de años hay un inquilino nuevo. Tendría que haber sabido que Mr. Martin también se marcharía algún día.

      Al releer el cuento, noto que también expresa la típica ambivalencia de una adolescente hacia su madre: puede que le guarde resentimiento, puede que albergue fantasías violentas, pero luego, en tiempos de enfermedad o desesperación, a menudo termina recurriendo a esa misma madre en busca de ayuda.

      Décadas después, tras la muerte de mi madre, encontré una carpeta guardada entre sus cosas, donde registraba los problemas que había tenido con la cocinera y la mucama en Argentina. Incluía copias de cartas para amigos y borradores de cartas para la cocinera. A veces le resultaba más fácil poner sus ideas por escrito que tener una conversación directa, fuera su antagonista la cocinera o, de hecho, su propia hija adolescente. Encontré varias hojas en las que había anotado oraciones aisladas en español para usar en la siguiente pelea, junto con las correcciones hechas por una amiga suya, hispanoparlante.

      Los materiales que había encontrado me conmovieron y causaron gracia a la vez. Como tantas veces sucedió, mi cuento se inspiró en una mezcla de patetismo y humor, a la que se suma el papel que tiene la lengua, en este caso, las dificultades de mi madre para expresar sus deseos y problemas en español.

      Pero, pasadas tantas décadas, mi método para abordar los materiales era ya muy diferente al de “La criada”. En aquel cuento, había tratado de seguir el consejo que se suele dar a los escritores jóvenes: recurre a materiales que conozcas para crear personajes de ficción y una situación ficcional con una trama que surja naturalmente de los personajes y la situación.

      En cambio, en esta ocasión no quería procesar los materiales primero y luego crear un cuento tradicional, como había hecho antes: quería preservar los materiales intactos en su mayoría, con su fragmentariedad. Vislumbré la posibilidad de una forma que reflejara la naturaleza intermitente y continua de la batalla de voluntades tal como había sido en la realidad. No inventé nada, simplemente reorganicé lo que había encontrado. Digo “simplemente”, pero desde ya la organización fue un proceso largo: seleccionar, ordenar, recortar, hacer mínimas modificaciones, releer, decidir cuánto del español dejar sin traducir, decidir si usar cursiva para los diálogos, dejar todo reposar un rato y volver a reorganizar.

      Al cuento le puse el título “Las mucamas odiosas”, que era como mi madre las había empezado a llamar en cierto momento, aunque no a la cara, por supuesto.

      Lo escribí en pasajes muy breves, y uno de los más largos se encuentra cerca del comienzo:

      Son

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