En camino hacia una iglesia sinodal. Varios autores
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La misma atmósfera de confianza se respira en la primera asamblea extraordinaria, sobre la cooperación entre la Santa Sede y las Conferencias episcopales, celebrada en Roma desde el 11 hasta el 28 de octubre de 1969. El esquema de trabajo expresaba un ejercicio de la colegialidad fuertemente calcado de la Nota explicativa praevia y el motu proprio Apostolica sollicitudo, con la idea central –expresada en LG 23– de la solicitud de todos los obispos por la Iglesia. Siendo esta la concepción de la colegialidad, no suena extraño que el esquema asigne al Sínodo de obispos el papel de poner en práctica la colegialidad en la Iglesia:
La institución del Sínodo de los obispos abre a su actividad colegial a toda la Iglesia, en el ejercicio de la solicitud por el rebaño de Cristo, un nuevo camino que está cerca de una acción estrictamente colegial; a través de ella, los pastores de las Iglesias locales tienen la oportunidad de participar de manera más visible y efectiva en la solicitud del pastor supremo de la Iglesia por el bien de toda la Iglesia y al mismo tiempo le permite alcanzar su forma más perfecta poco a poco 21.
Pablo VI afirmó en la alocución del comienzo del Sínodo que fue su voluntad promover la colegialidad episcopal, «tanto instituyendo el Sínodo de los obispos como reconociendo las Conferencias episcopales, como también asociándose a algunos hermanos en el episcopado y pastores diocesanos en el ministerio proprio de la Curia romana», y prometió desarrollar el ejercicio de la colegialidad en otras formas canónicas reconocidas 22.
Pero el resultado del Sínodo no estuvo a la altura de las expectativas: el perfil de las Conferencias episcopales que salió de la asamblea fue sobre todo práctico, con la función de conectar unos con otros a los obispos de una misma nación o región, sin ninguna capacidad colegial, como esperaban muchos 23. En el discurso de clausura del Sínodo, el papa declaró la necesidad de reflexionar ulteriormente sobre el tema, porque en la votación fueron muchos los placet iuxta modum 24.
En 1971, el papa convocó la segunda asamblea ordinaria, que abordó dos temas distintos: el sacerdocio ministerial y la justicia en el mundo; en 1974 se celebró la tercera, sobre la evangelización en el mundo contemporáneo; en 1977, la cuarta, sobre la catequesis en el mundo de hoy. A partir del Sínodo sobre la evangelización (1974), la asamblea sinodal adquiere una estructura más fija: el esquema preparatorio se califica como Lineamenta; conforme a las respuestas de las Conferencias episcopales a los Lineamenta se elabora el Instrumentum laboris, que el Sínodo discutirá en asamblea, y como conclusión se entregan al papa las proposiciones finales.
A falta de consenso entre los Padres, como en este caso, el papa publicó una Exhortación sobre el tema, la Evangelii nuntiandi, que no es calificada como pos-sinodal. Se manifiesta aquí la debilidad de un organismo de carácter consultivo, que Pablo VI consideró siempre como ayuda preciosa en el ejercicio del primado, aunque las proposiciones no fuesen convergentes. Más que el momento de la decisión, que el papa se reserva a sí mismo, Pablo VI subrayaba la unión entre el sucesor de Pedro y los obispos, convencido de que esta era la forma más correcta para realizar la solicitud para todas las Iglesias. El papa no fue más allá del Concilio, pero se mantuvo fiel a esta disposición de apertura, también frente a las contestaciones en contra de la jerarquía, que se multiplicaron después del Concilio. En aquel momento eclesial no fue poco.
Juan Pablo II impulsó mucho el Sínodo de los obispos, inmediatamente elegido instrumento privilegiado para el ejercicio del primado. Los grandes temas de la vida eclesial se afrontaron en las asambleas ordinarias, y como conclusión de todas el papa siempre ofreció una Exhortación pos-sinodal, para que la Iglesia diera un paso adelante en la reforma y en la renovación: Catechesi tradendae (1979), Familiaris consortio (1981), Reconciliatio et paenitentia (1984), Christifideles laici (1988), Pastores dabo vobis (1992), Vita consecrata (1996) y Pastores gregis (2003) parecían las etapas de un camino triunfal de la Iglesia que, bajo una guía fuerte, iba recuperando seguridad y confianza en sí misma después del período de la contestación.
Junto a las asambleas generales hay que mencionar las asambleas especiales de carácter continental: Líbano (1995), América (1997), Asia (1998), Oceanía (1998), Europa (1999), y, sobre todo, el Sínodo extraordinario, a veinte años del Concilio, que influyó mucho en la vida y también en la reflexión sobre la Iglesia, oscureciendo la eclesiología del pueblo de Dios y las contestaciones que la acompañaron en favor de la eclesiología de comunión. El Sínodo parecía el instrumento escogido por Juan Pablo II para acompañar los grandes cambios y las situaciones de crisis en la Iglesia, por medio de una participación de todos en la misma tarea, bajo la guía fuerte de Roma, que entre tanto iba realizando un proceso de poderosa centralización de la Iglesia. El Código de derecho canónico enmarca el Sínodo como un organismo directamente puesto bajo la autoridad del papa, con carácter meramente consultivo 25:
El Sínodo de los obispos es una asamblea de obispos escogidos de las distintas regiones del mundo, que se reúnen en ocasiones determinadas para fomentar la unión estrecha entre el Romano Pontífice y los obispos y ayudar al papa con sus consejos para la integridad y mejora de la fe y costumbres y la conservación y fortalecimiento de la disciplina eclesiástica, y estudiar las cuestiones que se refieren a la acción de la Iglesia en el mundo 26.
3. El Sínodo, reflejo de una Iglesia
La concepción del Sínodo como organismo consultivo corresponde con toda evidencia a la Iglesia de Juan Pablo II. Si la preocupación de Pablo VI era la de poner en marcha con prudencia, pero progresivamente, las novedades del Concilio en un marco institucional existente, la voluntad manifiesta de su sucesor fue la de desarrollar un nuevo marco institucional, capaz de cortar con el convulso tiempo posconciliar para empujar a la Iglesia hacia un camino de reforma y renovación. Se entiende en este sentido la elección de la comunión como principio regulador de toda relación en la Iglesia, sobre todo entre Iglesias particulares y la Iglesia universal, entre colegialidad y primado. Se puede decir que, en la intención del papa 27, el Código de derecho canónico era el instrumento para aglutinar todos los aspectos de la vida eclesial sobre el principio de la hierarchica communio. El Sínodo extraordinario de 1985, a veinte años del Concilio, contribuyó a fortalecer esta visión de la Iglesia, afirmando que «la eclesiología de comunión es la idea central en los documentos del Vaticano II» 28. La celebración del Sínodo extraordinario fue la frontera entre un antes y un después en la vida de la Iglesia; está claro que se advirtió un cambio limpio y resuelto bajo el signo de la comunión como bandera de la unidad eclesial cum y, sobre todo, sub Petro.
Juan Pablo II hizo todos los esfuerzos posibles por reformar la Iglesia. Pero su idea era la de una reforma por encima y totalmente centralizada en la Curia romana. En esta visión, en círculos concéntricos, el Sínodo no era una excepción: aunque no pertenecía a la Curia romana, se configuró como un organismo consultivo en ayuda del primado, sin ningún progreso en la dirección colegial. Al revés, la instancia colegial perdió interés y fuerza, porque el desarrollo de la colegialidad afectiva, traducida en la unidad de intención y de acción de los obispos con el papa, vació la colegialidad efectiva. Dentro de este marco eclesiológico, cada sínodo parecía, con su cadencia regular, una etapa del camino de la reforma, rápido en su actuación bajo la acción de los dicasterios de la Curia, sobre todo de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que acompañó y justificó doctrinalmente el planteamiento de la Iglesia-comunión.
Además, las asambleas sinodales, aunque el énfasis sobre su importancia fuese marcado, perdieron progresivamente fuerza durante un pontificado tan largo, transformándose en la repetición de un rito, sin capacidad de incidir sobre la vida de la Iglesia. A juicio de muchos, el Sínodo había agotado su función y era inútil que se prolongase la repetición de un acontecimiento de pura apariencia, sobre