En camino hacia una iglesia sinodal. Varios autores
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La secuencia de las etapas determina que el proceso empieza en las Iglesias particulares, donde puede ser consultado el pueblo de Dios; sigue con las instancias intermedias de sinodalidad, como las Conferencias episcopales o, si es necesario, recuperando para la vida de la Iglesia instituciones antiguas como los concilios provinciales o regionales; termina con la Iglesia universal, donde el Sínodo de los obispos, «representando al episcopado católico, se transforma en expresión de la colegialidad episcopal dentro de una Iglesia toda sinodal». El papa sabe bien que la asamblea sinodal no es un organismo estrictamente colegial, y aclara, citando Pastores gregis 34, que se trata de colegialidad afectiva, «la cual puede volverse en algunas circunstancias “efectiva”, que une a los obispos entre sí y con el papa, en el cuidado por el pueblo de Dios». Se puede hablar de un paso pequeño hacia la transformación del Sínodo de organismo en ayuda del primado a organismo colegial. Francisco muestra no tener miedo de este desafío que implica una «conversión del papado» 35; al contrario, dice que «el papa no está, por sí mismo, por encima de la Iglesia; sino dentro de ella como bautizado entre los bautizados y dentro del colegio episcopal como obispo entre los obispos, llamado a la vez –como sucesor del apóstol Pedro– a guiar a la Iglesia de Roma, que preside en la caridad a todas las Iglesias».
El discurso del papa abrió un escenario eclesial inimaginable hasta aquel momento, que extrañó por tenor y contenido: hablar de «Iglesia sinodal» en su misma constitución era algo que nunca se había escuchado. Los críticos del papa dicen que son palabras: que él no ha hecho nunca nada verdaderamente sinodal. Pero el papa continúa con el mismo estribillo y nos obliga a todos a estar sobre el tema 36. Lo atestiguan el estudio de la Comisión Teológica Internacional sobre la sinodalidad, que el mismo papa pidió, y la Constitución apostólica Episcopalis communio, promulgada en el 53° aniversario de la institución del Sínodo.
En este documento, el papa reafirma todo lo que ya expresó en el discurso de 2015, dando valor de ley al Sínodo como proceso y no como acontecimiento. El documento fija en la parte canónica el perfil del Sínodo de los obispos, como está establecido en el can. 342 del Código de derecho canónico, la directa sumisión del organismo al papa, confirmando en gran parte las disposiciones del ordo Synodi vigente. Nueva es la parte que afecta a sus fases, que transforman el Sínodo de acontecimiento en proceso: la fase preparatoria, con la consulta al pueblo de Dios; la fase asamblearia, con la discusión del Instrumentum laboris y la elaboración del documento final, que, cuando fuera aprobado por el papa, participaría de su magisterio ordinario, y la acogida y actuación de las conclusiones del Sínodo.
Pero la parte más novedosa del documento es la premisa doctrinal. El impacto a nivel eclesiológico es relevante, aunque no cambie la naturaleza del Sínodo. El organismo permanece como consultivo, en la lógica de la participación de todos los obispos en comunión jerárquica en la solicitud por la Iglesia universal, como manifestación peculiar de la comunión episcopal con Pedro y bajo Pedro (EC 1). Pero el texto, subrayando el principio de la escucha, define que el Sínodo de los obispos es «expresión elocuente de la sinodalidad, como dimensión constitutiva de la Iglesia» (EC 6). El proceso sinodal de escuchar-discernir-actuar no es algo extrínseco a la Iglesia, una técnica participativa a semejanza de las democracias, sino manifestación de su naturaleza sinodal, basada sobre las relaciones entre el pueblo de Dios y sus pastores. La Exhortación pone en evidencia que no es el Sínodo de los obispos el que hace la Iglesia sinodal, sino al revés: es la Iglesia constitutivamente sinodal –en cuanto pueblo de Dios que peregrina hacia el Reino– la que pide instituciones que le correspondan.
Conclusión
Al final cabe preguntarse: ¿qué enseña a la Iglesia esta parábola de la sinodalidad?
1) En primer lugar, es la historia del Sínodo la que nos enseña: desde su institución, este organismo es como el papel tornasol de las dificultades de la Iglesia frente a un cambio de paradigma, tanto a nivel eclesiológico como pastoral. La insistencia sobre su dimensión consultiva y la defensa casi compulsiva del principio de autoridad son síntomas de la resistencia a dejar un modelo de Iglesia piramidal, aunque el Vaticano II propusiera una eclesiología del pueblo de Dios que pone en el fundamento de la Iglesia el principio de igualdad entre todos sus miembros antes que la diferencia de funciones y estados de vida. Se puede leer el camino del Sínodo en paralelo a la débil declinación de la colegialidad hasta hoy, y a la casi inexistente participación del pueblo de Dios, destinatario pasivo de la acción pastoral de la jerarquía, en la vida de la Iglesia.
2) De esta historia emerge además un aspecto positivo y en cierta manera providencial: llamar a este organismo con el nombre de Sínodo de los obispos –evidentemente, en analogía con el sancta Synodus–, introdujo la cuestión de la colegialidad y de la sinodalidad en la Iglesia católica. De la colegialidad, porque estaba claro para todos que el perfil que Pablo VI escogió para este organismo era prudencial; cuando él mismo o Juan Pablo II hablaron de un posible desarrollo, era evidentemente en sentido colegial. De sinodalidad, porque la falta de colegialidad en la Iglesia trasladó la atención sobre esta categoría eclesiológica, capaz de poner en marcha, a juicio de muchos, la eclesiología conciliar más que la colegialidad, en la línea evidente de la participación del pueblo de Dios en la vida de la Iglesia.
3) Esta doble atención a la colegialidad y a la sinodalidad, aunque no convergente y frecuentemente alternativa, destacó un proceso de recepción del Vaticano II complejo y original, que nos ha traído a la idea de una «Iglesia constitutivamente sinodal». Aunque el Concilio no hablara de sinodalidad, demasiado concentrado como estaba en la colegialidad, desarrolló todos los elementos –los sujetos– que iban a vertebrar la Iglesia: el pueblo de Dios, con el giro copernicano del capítulo II de Lumen gentium, que recuperó también el sensus fidei de todos los bautizados a su capacidad activa (LG 12); el colegio de los obispos, que LG 22 pone como sujeto con autoridad universal y plena sobre la Iglesia, siempre cum Petro et sub Petro; el papa, que el Vaticano II recoloca dentro de la Iglesia, como principio de unidad de todos los bautizados, de todos los obispos, de toda la Iglesia, que es «el cuerpo de las Iglesias» (LG 23).
4) La historia del Sínodo favoreció la comprensión de estos sujetos en mutua relación entre ellos. Afirma Episcopalis communio: «Gracias al Sínodo de los obispos se mostrará también de manera más clara que, en la Iglesia de Cristo, hay una profunda comunión tanto entre los pastores y los fieles, siendo cada ministro ordenado un bautizado entre los bautizados, constituido por Dios para apacentar su rebaño, como entre los obispos y el Romano Pontífice, siendo el papa un “obispo entre los obispos, llamado a la vez –como sucesor del apóstol Pedro– a guiar a la Iglesia de Roma, que preside en la caridad a todas las Iglesias”. Esto impide que ninguna realidad pueda subsistir sin la otra» (EC 10). No es el Sínodo de los obispos quien crea las relaciones entre los sujetos, sino que su relación constitutiva es la que exige la sinodalidad de la Iglesia, que no debe limitarse al Sínodo de los obispos, sino que debe atravesar y mover toda su vida.
5) En razón de esta unidad entre los sujetos –pueblo de Dios, colegio y papa como principio de unidad del uno y del otro–, las instancias que los manifiestan –sinodalidad, colegialidad y primado– están en una circularidad fecunda, donde nace el proceso sinodal. La historia demuestra la otra cara del asunto: cuando, después de la Reforma gregoriana, se cortó la praxis sinodal, la Iglesia se organizó según una lógica piramidal, que absolutizó el primado en detrimento de la función de los obispos; la doctrina de la colegialidad, afirmada por el Vaticano II, no tuvo aplicación después del Concilio, por la dificultad para resolver la tensión entre los dos sujetos, ambos con plena y suprema autoridad sobre la Iglesia. Solo el proceso sinodal protege la Iglesia de una absolutización del principio jerárquico, garantizando al mismo