Luis Buñuel o la mirada de la Medusa. Carlos Fuentes

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Luis Buñuel o la mirada de la Medusa - Carlos  Fuentes Cuadernos de Obra Fundamental

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entre lo humano y lo bestial, asociados y mezclados de distintas maneras, en las películas de Buñuel se tiende más a la última categoría a causa de su predilección por los seres deformes, mutilados, feos en el sentido más literal y horrible de la palabra. Aunque no llegan a las formas descritas por Vernant para Medusa, el inventario de criaturas monstruosas que pueblan las películas del director español es amplio y variopinto, lo que en su caso es una consecuencia lógica de su militante antiesteticismo.

      En el texto de Fuentes lo monstruoso y la monstruosidad son sinónimos de anormalidad, especie de fetiches que representan el lado oscuro que se opone a la razón y a los valores imperantes, un recurso intencionadamente buscado para fustigar las conciencias adormecidas y obligar a recordarnos que no vivimos en el mejor de los mundos y que para el escritor mexicano es inseparable de la visión creadora del cineasta, una visión que, en su opinión, se concreta a partir de Las Hurdes y se continúa en toda su filmografía, principalmente en Los olvidados, Nazarín y Viridiana (es decir, en las obras más enraizadas en la tradición cultural española).

      LOS REFERENTES INTERDISCIPLINARIOS

      La mirada de la Medusa es un ensayo que posee una doble dimensión, política y estética, en la que confluyen en una unidad llamada Buñuel la pluralidad de interpretaciones que su figura y su arte han suscitado en un escritor mexicano llamado Carlos Fuentes. Si bien el acercamiento de este está muy de acuerdo con las tendencias críticas interdisciplinares de la época, por encima de todo destacan las referencias pictóricas y literarias, pero sin olvidar las históricas, musicales, filosóficas, sociológicas y, ¿cómo no?, mitológicas.

      Mencionado ya Piero della Francesca a propósito de la mirada fuera de cuadro de Séverine en Belle de jour, también se trasluce la predilección de Fuentes por Velázquez y Las meninas en su alucinante juego de espejos, de confusión entre la realidad vista y la imaginación, estimando que el calandino parece responder más al modelo imaginado por Foucault que al de Ortega, aunque por encima de todo es el «Velázquez buñueliano cuyo realismo pictórico está en el filo de la navaja de la pura representación», porque sus figuras parecen decir más sobre los modelos que sobre los personajes: los mendigos de Viridiana, por ejemplo, en cuanto Cristo y los apóstoles, son análogos a los enanos y payasos de Velázquez, un pintor con el que el mismo Buñuel confiesa tener más puntos de contacto que con Goya, a quien considera un lugar común —por desconocimiento— de la crítica.

      Pero Buñuel es más un cineasta de referencias literarias, no sólo porque la mayoría de sus obras son adaptaciones (eso sí, muy personales) de obras de otros, sino también porque necesita de la colaboración de escritores en sus guiones y es por encima de todo y desde siempre un gran y curioso lector de obras literarias procedentes de cuatro culturas distintas (española, francesa, mexicana y norteamericana) y en tres lenguas: la española, la francesa y la inglesa. De todas esas estrechas vinculaciones, incluidos sus libros y lecturas cardinales de juventud (Fabre, Darwin, Freud y Marx), se hace eco Fuentes, con profusión de referencias y atinadas observaciones, en especial en lo que atañe a la literatura española, desde la picaresca, los heterodoxos y la mística hasta Galdós y García Lorca, pasando por una profunda y brillante reflexión sobre la trinidad hispánica —Don Quijote, Don Juan y la Celestina— y sus lazos más o menos explícitos con Nazarín y Viridiana. Respecto a la literatura hispanoamericana, ya hemos aludido a que no puede obviarse que el ensayo de Fuentes coincide cronológicamente con la eclosión del «boom» de la novelística de los países hermanos y que en cierto modo su pretensión es situar a Buñuel como guía espiritual capaz de aglutinar las visiones comunes en el espacio (europeo-americano) y el tiempo (la época surrealista). Desde ese punto de vista, Fuentes destaca a los más importantes de sus integrantes (García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Donoso, etc.), con especial hincapié en el papel crucial desempeñado por Octavio Paz.

      El otro gran pilar formativo de la educación de Buñuel lo constituye la literatura francesa, el marqués de Sade sobre todo, pero también Lautréamont, Breton y los surrealistas y en menor medida Balzac, Flaubert, Camus, Malraux, Butor, Claudel, Cocteau, Genet, Mirbeau, Sartre, Stendhal y Verlaine, que desfilan con distinto énfasis por la jugosa prosa de Fuentes. En cuanto a la literatura en lengua inglesa, adquieren protagonismo Emily Brontë y sus Cumbres borrascosas, El monje de Monk Lewis —de la que el realizador llegó a escribir el guion junto a Jean-Claude Carrière [pág. 63]—, Henry Miller, el auténtico descubridor y transmisor del arte de Buñuel en el mundo cultural norteamericano, y, por encima de todos, William Blake, con quien Fuentes encuentra muchas analogías por la lucidez y rotundidad de su poética visionaria.

      El delirio español y el refugio mexicano

      Pero si hay algo que destaca con especial realce es el esfuerzo de Fuentes por ahondar en la huella española de Buñuel, pues, aparte de las conexiones literarias apuntadas, las referencias históricas sobre nuestro apogeo y decadencia son constantes. Desde el comienzo, el autor, situado en la iglesia de la Vera Cruz de Segovia, nos anuncia que transitará por una serie de contrastes (incluso de flagrantes contradicciones) muy acentuados que estimularán su imaginación creadora, un trayecto en el que la reflexión, aguda y penetrante, de Fuentes es indisociable del deambular personal y creativo del cineasta, y aunque éste, según el ensayista, se muestra parco en palabras, su interpretador es contumaz en el análisis histórico y sigue sus razonamientos intentando desentrañar los «espejismos antagónicos» [pág. 82] que atisba en ambas trayectorias. Y es que la dialéctica de la visión no puede desgajarse de su prurito denunciador, porque la ceguera dominante es insoportable y es preciso obligar a abrir los ojos a los demás: léase Las Hurdes y Los olvidados.

      Pero lo que desvela el arte de Buñuel es la imposibilidad de una España lúcida que hubiera venido del encuentro y del acuerdo entre Don Quijote y Don Juan —la luz frente a la piedra, la locura luminosa frente al mal heroico—, que habría significado, al clausurar ambos la Edad Media «convirtiendo, el primero, sus códigos de élite en experiencias democráticas y el segundo, sus leyes místicas en burlas carnales» [pág. 79], la salud de España y su entrada definitiva y sempiterna en la modernidad europea. Tránsito en el que ambos se contaminan mutuamente, intercambian lugares y se enriquecen, pero he aquí que, en vez de propiciar dicha fusión, España, con la Contrarreforma, restablece «las jerarquías verticales de la Edad Media» asignándoles «el lugar del Comendador: un fantasma y una estatua» [pág. 82]. Y dentro de ese contexto, Ávila, «leal a los caídos […] por Dios y por España», como última expresión del regreso al pasado, donde en los campos cercanos «Francisco Franco con su brazo tullido es sentado en una caseta de caza con una escopeta bajo el brazo…» [pág. 77]. Ciertamente: jamás —acaso— como durante la época franquista se dio ese sentimiento de pérdida y de ausencia, y de huida que atrae tras de sí una visión goyesca —«España es como la vio Goya» [pág. 78]— de nuestra historia y que se manifiesta en la «revisión» de las «figuras del panteón español» que es el cine de Buñuel, en particular Viridiana, donde en su cohabitación «Don Quijote, Don Juan y la Celestina resucitan transformados» [pág. 85].

      En México inicia Buñuel su tercer exilio, y gracias a ese país y a su industria cinematográfica —refugio de republicanos españoles— pudo sobrevivir, fabricando en un primer momento un par de «churros» (en el argot valorativo del cine mexicano de la época) hasta que pudo realizar Los olvidados, gracias a la cual volvió a ser rescatado en Europa, aunque para ello reconociera que tuvo que hacer «muchas concesiones» [pág. 49]. Sin embargo, a pesar de los pesares, se afincó allí porque en su opinión México «es como una balsa de aceite» y por las afinidades que encontró con España y el surrealismo, «humor negro a triple fuego» [pág. 109], en el decir de Fuentes.

      El mundo en torno a 1968 o La edad de oro rediviva

      La vivencia cercana de los acontecimientos revolucionarios del 68 remite inevitablemente a la época surrealista, con la que Fuentes ve no pocos puntos de contacto, y el reestreno de La edad de oro en la sede de la Cinémathèque Française supone una nueva fundación por su capacidad de escándalo y transgresión:

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