El aprendiz de doma española. Francisco José Duarte Casilda
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Cogí el carro y empecé a quitar el estiércol que había en algunas cuadras. Eran espaciosas por dentro, de cuatro por cuatro metros cuadrados. Eran todas contiguas. Eran diez cuadras perfectamente ventiladas y bien orientadas para que en invierno no fuesen muy frías y en verano fuesen lo suficientemente frescas, todas bajo un mismo techo con un pasillo de tres metros de ancho. Cuando acabé de limpiarlas, me dirigí adonde estaba el Sr. Luis y le dije:
–He acabado, señor Luis. ¿Puedo hacerle una pregunta?
–Desde luego que sí,
–No quiero que se ofenda, pero ¿no está usted en edad de estar jubilado más que de estar trabajando?
Don Luis García, el señor Luis, me dijo con mirada seria y sin hacer ningún movimiento brusco, recordándome a los maestros que solía ver en las películas de artes marciales dijo:
–Mira, joven, para empezar te diré que estoy jubilado. Si sigo en esta finca es por varias razones: la primera es porque no tengo adónde ir. Me he criado en estas tierras y el estar junto con estos caballos es lo que me hace sentirme vivo y útil. Me quedo a dormir en esa casa que ves a continuación de las cuadras. Por tanto, a lo que hago no se le puede llamar trabajar. ¿He respondido a tu pregunta o tienes alguna duda más?
–Creo que me ha quedado bastante claro. Usted dirá, señor Luis, qué debo hacer.
Me indicó con su mano que le siguiese y caminando tras él nos dirigimos adonde se encontraban las yeguas, unas veinte en total.
Era un cercado donde las yeguas estaban muy confortables, con una pradera verde y mucha agua corriente en varias fuentes, unidas por pilares. Uno podía verse en ellas como si de un espejo se tratase por hallarse el agua cristalina.
Las yeguas eran de distintas capas. Abundaban las tordas, seguidas de las castañas y tres negras, pero todas tenían las mismas hechuras, alzadas y parentesco, como pude averiguar posteriormente. Todas eran familia por línea materna de una yegua fundadora que don Gregorio adquirió en una subasta de la yeguada militar hacía más de cuarenta años.
Tras revisar que se encontraban en perfecto estado y alimentadas nos encaminamos a las cuadras, donde estaban los potros y sementales de la yeguada.
–Pero estas no son las cuadras que he limpiado esta mañana –le dije viendo que se trataba de otras dependencias.
–No, aquellas eran las cuadras de las parideras, donde encerramos a las yeguas que están a punto de dar a luz cuando las inclemencias del tiempo son malas por agua, frío o viento. Además están más protegidas y al cuidado nuestro por si algún parto viene dificultoso.
Al entrar en esas nuevas cuadras quedé sorprendido por su belleza y lo bien trazadas que estaban. Los sementales estaban a un lado y los potros a otro. Bien ventiladas, sencillas para el manejo en su interior y con un espacioso pasillo donde se podía trabajar un caballo perfectamente. Contaban con idéntico trazado que las cuadras de las yeguas, siendo estas algo más pequeñas, de tres por tres metros cada una. Estaban ocupadas por tres sementales y seis potros de entre tres y cuatro años dispuestos para la venta.
Pasadas unas semanas ya conocía a todas las yeguas y sus potros, de qué sementales eran hijos y con qué semental parecía que la yegua había parido mejor a la cría en comparación a otros años. Estos detalles hicieron que don Luis se fijara en mí como un buen aficionado y me cogiera cariño. Tengo que decir que el cariño era mutuo. Era una persona muy amable conmigo, y me trataba como a un hijo. También podía ser porque al no tener familia viera en mí a ese familiar que nunca tuvo. Yo también, al estar solo en la ganadería sin más compañía que la suya, me apoyé mucho en él.
Me quedaba a dormir en una casa que había al lado de la suya, pero cenábamos todas las noches juntos; era increíble lo que sabía de caballos. Un día le dije que me perdonara y me dijese si le molestaban mis preguntas, pero él, al contrario, se sentía alegre y sin reparo me explicaba todo lo concerniente a la yeguada. Una noche le pregunté:
–Señor Luis, ¿aquí no se doman los potros que están en las cuadras? Solo los sacamos al caminador junto a los sementales.
–Juan, aquí siempre se ha domado a los potros, a los sementales y, lo que es mucho más importante, a las yeguas. Todas esas que ves en el prado están domadas y probadas para saber si son aptas como madres en la yeguada. Lo que sucede es que desde que me jubilé don Gregorio no quiere que los trabaje solo para no tener ningún percance. Tienes que comprender que son animales cerreros, es decir, que a pesar de que tú los veas mansos eso no quiere decir que se dejen hacer lo que queramos a nuestro antojo, y se necesita un proceso en el que los animales a veces se defienden de forma bruta, y a mi edad no tengo la misma agilidad que cuando era joven.
–Pero ahora me tiene a mí aquí. Yo podría realizar ese trabajo bajo su supervisión.
–No es nada fácil; tendría que enseñarte a ti a la vez que a los potros, y eso es cosa complicada. Recuerda una cosa: para domar potros se requiere personal con experiencia, y para adquirir experiencia lo ideal son caballos más viejos y muy domados –me respondió el señor Luis pensativo.
–¿En qué piensa? Parece como si no viese en mí a la persona adecuada para aprender.
–No es eso. Te seré sincero. El tiempo que llevas en la ganadería no ha sido otra cosa que una prueba. Don Gregorio te asignó a mí para saber si podrías ser la persona adecuada para sustituirme en la yeguada y ser yo quien lo aprobara.
–¿Y bien? –le dije sorprendido esperando una respuesta. Su cara pensativa me hacía ponerme más tenso y nervioso que cuando había entrado a trabajar .
–De momento has pasado la primera prueba con éxito. Te felicito. Tienes afición, eres trabajador y aprendes rápido. A partir de mañana empezaremos la segunda prueba: será la de empezar como mozo de cuadra y potrero. Ahora no se hable más y hasta mañana.
Con esas palabras me retiré a mi habitación muy contento, sin querer presionarlo con más preguntas. Deseé dormirme pronto para despertar en un nuevo día y empezar las primeras lecciones de mi aprendizaje en serio. Pero la cabeza me daba muchas vueltas. No era capaz de conciliar el sueño; a la mente me venían las imágenes de esos jinetes que tantas veces veía y leía en los libros y revistas de equitación que tenía en casa de mis padres.
2. Mozo de cuadra
Felipe Galindo, jinete aficionado.
El despertador sonó a la hora de siempre, pero me levanté más cansado que nunca por no haberme quedado dormido hasta pasadas unas horas después de acostarme. Me levanté, me vestí, me lavé la cara, me peiné y desayuné como siempre. Me dirigí a las cuadras de los sementales y don Luis no estaba, pero no tardó ni cinco minutos en aparecer.
–¿Qué tal, Juan? Buenos días. Vengo de repasar a las yeguas y todo está en perfectas condiciones. ¿Preparado para la primera clase sobre cómo ser mozo de cuadra?
–Buenos días, don Luis, preparado. Pero perdone, tengo una pregunta.
Se llevó el dedo índice de la mano derecha a los labios y me indicó que me callase para hablar él.
–Quiero