Esta es mi tierra. Juan Carlos Muñoz-Mora

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se divide en tres secciones. La primera inicia con un breve resumen de los principales aportes sobre la importancia de la definición de los derechos de propiedad en una sociedad, haciendo énfasis en la tierra, y luego se ocupa del papel del Estado como garante de los derechos de propiedad de la tierra y las principales distorsiones que generan diferentes tipos de conflictos. La segunda sección teoriza la persistencia del conflicto basada en los cambios en la función de la tierra, los actores armados y el tipo de enfrentamiento. Finalmente, la tercera sección introduce una base analítica sobre diferentes mecanismos de apropiación de tierras en medio del conflicto.

      Esta sección comienza con una definición del valor de la tierra desde tres perspectivas: la simbólica, la económica y la estratégica-militar; esto permite sentar las bases para la comprensión de los derechos de propiedad de la tierra como una institución clave en el andamiaje del Estado liberal. Luego, revisa algunos de los aportes conceptuales más relevantes para el estudio del origen de las guerras civiles desde la perspectiva de la ausencia o debilidad estatal.

      La definición del valor de la tierra ha sido un tema recurrente en la literatura de economía y de ciencia política y las diferentes aproximaciones pueden ser resumidas en tres grandes dimensiones. En primer lugar, el valor simbólico, reflejado en el sentido de pertenencia y arraigo que puede marcar las identidades individuales y grupales; se concibe la tierra como un territorio que tiene un valor intangible y puede representar derechos históricos, o tener un significado religioso o cultural que define la identidad de cada uno de los integrantes de grupos étnicos o religiosos4 (O’Lear et al., 2005). En la actualidad, este significado simbólico de la tierra se refleja en la definición de “territorio” de los Estados liberales como un bien y patrimonio común para todos los ciudadanos, por lo cual se considera uno de los componentes básicos, junto con la gente y el gobierno, que dota al Estado de una personalidad moral, soberana y universalmente reconocida por la ley y la comunidad internacional (Zartman, 2001).

      En segundo lugar, además de ser una representación de la identidad, la historia y la política de grupos humanos, la tierra también es un recurso económico valioso que representa mayor estatus social y poder político, lo cual incentiva su apropiación y transferencia (Ibáñez y Querubín, 2004; Gaviria y Muñoz-Mora, 2007). Desde el punto de vista económico, la tierra es a la vez un activo de capital y financiero, es decir, es un recurso tangible que representa un valor monetario “real” y que permite el acceso a otros recursos naturales que se pueden usar o vender por un valor monetario (Keynes, 1986; O’Lear et al., 2005).

      Finalmente, en tercer lugar, la tierra (más comúnmente llamada territorio o terreno cuando se hace alusión a esta última dimensión) tiene un valor estratégico y militar que sale a relucir en contextos de conflictos armados: corredores de movilización y aprovisionamiento, posiciones ventajosas (para defensa o ataque), fronteras y retaguardias, son elementos que se ven influenciados directamente por las características y la posesión del terreno, lo cual hace que sea un recurso valioso en tiempos de guerra y de paz. Estas tres dimensiones se conjugan para hacer de la tierra un recurso de alto valor y, de los derechos que protegen su propiedad, una institución clave en las sociedades modernas. Estas dimensiones del valor de la tierra se resumen en el siguiente gráfico:

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      Fuente: elaboración propia.

      En el Informe Nacional de Desarrollo Humano para Colombia, el PNUD se hace eco de estas dimensiones:

      La tierra no es solo un factor de producción o un activo de inversión; también sigue siendo una fuente de riqueza, poder y prestigio […] es un factor de producción y un modo de vida; desempeña un papel rentístico y de especulación; también se ha convertido en un instrumento de la guerra […] del lavado de activos del narcotráfico, y además genera poder político ligado a la violencia ejercida por grupos armados ilegales (2011, p. 181).

      En los Estados liberales, el acceso a la tierra está institucionalizado en la forma de un derecho. Si las instituciones se definen como las reglas de juego (formales e informales, creadas y evolucionadas) que determinan la estructura de incentivos en una sociedad y la distribución de los recursos políticos, económicos, culturales, entre otros (North, 1993), los derechos de propiedad pueden definirse como “una institución económica que determina la asignación de los recursos disponibles y establece quiénes serán los dueños de los beneficios de dichos recursos y su distribución” (Food and Agriculture Organization, 2002). Así, solamente son las autoridades quienes pueden usar la coerción para la protección y definición de los derechos de propiedad, excluyendo a terceros que no los poseen legalmente (Gallo, 2010).5

      En este sentido, una débil definición de los derechos de propiedad introduce distorsiones en los mercados incrementando los costos de transacción y la ineficiencia productiva (Coase, 1994). En contraste, una definición precisa y respaldada por el poder del Estado puede ser eludida por actores racionales que, tras un proceso de aprendizaje, aprovechan las “selectividades estratégicas” de las instituciones para su propio beneficio.6 De acuerdo a lo anterior, Acemoglu, Johnson y Robinson (2004) señalan que la promoción del crecimiento económico a largo plazo depende, en parte, de la construcción de instituciones políticas que dan el poder a élites interesadas en salvaguardar los derechos de propiedad de la sociedad en general. Así, el papel del Estado como garante de la definición de los derechos de propiedad se torna de vital importancia para el buen funcionamiento de los mercados de tierra, pues crea incentivos (positivos o negativos) y selectividades estratégicas para distintos mecanismos de apropiación y protección de tierras (legales o ilegales, formales o informales).

      Esta apreciación no es muy diferente de la propuesta por la teoría contractualista moderna, en la cual se concibe al Estado como una organización creada por un contrato social con la función salvaguardar la propiedad individual, principalmente la vida, aunque también la tierra o la propiedad inmueble (Hobbes, 1940; Locke, 1995). Con el paso al Estado de derecho, la propiedad privada sobre la tierra se convierte en un derecho civil (primera generación) y los derechos de propiedad uno de los pilares del liberalismo político y económico, a la vez que su protección se entiende como una de las funciones “mínimas” del Estado contemporáneo (Fukuyama, 2004, p. 23).

      Un Estado débil o en crisis se convierte en una oportunidad para el surgimiento de grupos que buscan financiación por medio de actividades ilegales, entre ellas, la apropiación de activos. A pesar de que la tesis que intenta explicar las guerras civiles contemporáneas a partir de los motivos tipo codicia y agravio (greed versus grievance) es unilateral e insuficiente, tiene sentido como punto de partida cuando se intenta ubicar el papel de la tierra en un conflicto como el colombiano. En primer lugar, porque la tierra fue recurrente como parte del programa político de las insurgencias guerrilleras y, en segundo, porque está demostrado que el conflicto armado podría agravar los problemas de concentración de la propiedad rural.

      La tesis de los agravios como fuente de los conflictos armados señala que habría un conjunto de “condiciones objetivas” (desigualdad socioeconómica, opresión política, discriminación, distribución inequitativa de la tierra, entre otras) que explicarían la demanda para reparar dichas condiciones, sea por

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