Mabinogion. Relatos galeses medievales. Varios autores
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–Él lo acepta de buen grado –dijo el hombre desde la bolsa.
–Yo también, bajo consejo de Hyfaidd y Rhiannon –contestó Pwyll.
–Estamos de acuerdo –dijeron ellos.
–Muy bien –dijo Pwyll–. Búscate garantes54.
–Nosotros responderemos por él –dijo Hyfaidd–, hasta que sus hombres estén libres para hacerlo.
Enseguida liberaron a Gwawl y a sus mejores hombres.
–Solicítale ahora los garantes a Gwawl –dijo Hyfaidd–. Sabemos a quiénes tenemos derecho a aceptar.
Hyfaidd sopesó a los garantes.
–Redacta tus condiciones –dijo Gwawl.
–Lo que estableció Rhiannon es suficiente para mí –replicó Pwyll.
Los garantes actuaron bajo esas condiciones.
–Bueno, señor –dijo Gwawl–, estoy lastimado, recibí una gran herida y necesito un baño. Con tu permiso partiré. Dejaré nobles aquí para que le respondan a todo aquel que te solicite algo.
–Hazlo de buen grado –dijo Pwyll– y Gwawl partió hacia su reino.
Entonces la sala fue dispuesta para Pwyll, para sus seguidores y también para los hombres de la corte. Se fueron a sentar a las mesas y, así como se habían ubicado un año antes, del mismo modo lo hicieron esa noche. Comieron y se divirtieron, y llegó la hora de irse a dormir. Pwyll y Rhiannon se dirigieron al dormitorio y pasaron esa noche en paz y felicidad55.
Al día siguiente, al despuntar el alba, Rhiannon le dijo a Pwyll:
–Señor, levántate y comienza a calmar a los músicos, y no rechaces hoy a nadie que te solicite un presente.
–Así lo haré, de buen grado –dijo Pwyll–, hoy y todos los días mientras dure este festín.
Pwyll se levantó, pidió que hicieran silencio y requirió a todos los demandantes y músicos que se presentaran, diciéndoles que cada uno de ellos sería satisfecho de acuerdo con su deseo y antojo, y así se hizo. Se acabó el banquete y nadie fue rechazado mientras duró. Cuando se terminó el festín, Pwyll le dijo a Hyfaidd:
–Señor, con tu permiso partiré mañana rumbo a Dyfed.
–Bueno –dijo Hyfaidd–, que Dios te allane el camino. Arregla una fecha y hora para que Rhiannon te siga.
–Por Dios –dijo Pwyll–, partiremos juntos de aquí.
–¿Es ese tu deseo, señor? –preguntó Hyfaidd.
–Lo es, por Dios –respondió Pwyll.
Al día siguiente viajaron a Dyfed y se dirigieron a la corte en Arberth, donde se había preparado un banquete para ellos. Los mejores hombres y mujeres del país y del reino se congregaron frente a ellos. Nadie se alejaba de Rhiannon sin haber recibido un regalo extraordinario, ya sea un broche, un anillo o una piedra preciosa. Gobernaron el reino exitosamente ese año y el siguiente. Al tercer año, los nobles del país comenzaron a preocuparse porque veían a un hombre a quien amaban mucho, como señor y hermano de crianza, sin heredero, y lo convocaron56. El lugar donde se juntaron fue Preseli en Dyfed.
–Señor –dijeron ellos–, sabemos que no eres tan viejo como algunos de los hombres de este reino, pero nuestro temor es que no tengas descendencia con tu mujer. Por esta razón, búscate otra con la que puedas tener un heredero. No vivirás para siempre –continuaron–, y aunque desees permanecer así, no te lo permitiremos.
–Bueno –dijo Pwyll–, todavía no hemos estado juntos durante tanto tiempo y mucho puede ocurrir. Posterguen el asunto hasta fin de año; luego arreglaremos un encuentro y obraré de acuerdo con su consejo.
Organizaron la reunión, mas antes de que transcurriera el plazo le nació un hijo en Arberth. La noche del nacimiento llamaron a mujeres del reino para cuidar al niño y a su madre, pero se quedaron dormidas, como el bebé y Rhiannon. Seis era el número de señoras que habían sido convocadas y que habían montado guardia durante gran parte de la velada. Sin embargo, antes de la medianoche todas se durmieron y se despertaron con la aurora. Cuando abrieron los ojos miraron hacia donde habían dejado al niño, pero no había señales de él.
–¡Ay! –dijo una de las mujeres–. ¡El niño ha desaparecido!
–Sí –dijo otra–, pequeño castigo sería que por esto nos quemaran o mataran.
–¿Tienen algún plan? –preguntó una de las mujeres.
–Sí –dijo otra–, yo tengo una buena sugerencia.
–¿Cuál? –preguntaron.
–Hay una perra de caza que acaba de tener cría –respondió ella–. Matemos a algunos de los cachorros, untemos el rostro y las manos de Rhiannon con la sangre, coloquemos los huesos a su lado y juremos que ella asesinó a su propio hijo. La vehemencia de nosotras seis contrarrestará la de ella.
Se pusieron de acuerdo en esto. Cerca del amanecer se despertó Rhiannon y dijo:
–Mujeres mías, ¿dónde está el niño?
–Señora –dijeron ellas–, no nos preguntes a nosotras por él. No tenemos más que moretones y golpes de tanto luchar contra ti; jamás habíamos visto a una mujer pelear tanto, pero fue inútil hacerlo. Tú misma has destruido a tu hijo; no nos pidas a nosotras por él57.
–Pobrecitas –dijo Rhiannon–. Por Dios, nuestro señor que sabe todo, no digan mentiras sobre mí. Dios, que todo lo conoce, sabe que eso no es verdad. Si tienen miedo, a fe mía, las protegeré.
–Dios sabe –dijeron ellas– que no dejaremos que nos ocurra algo malo por absolutamente nadie.
–Pobrecitas –respondió ella–, nada malo les sucederá si dicen la verdad.
No obstante, dijera lo que dijese, por bondad o compasión, recibía siempre la misma respuesta de parte de las mujeres. Entonces se levantaron Pwyll Penn Annwfn, su banda de guerreros y sus seguidores, y no se pudo esconder este incidente. La noticia se extendió por todo el reino y todos los nobles la escucharon. Se juntaron para elegir representantes ante Pwyll y solicitarle que se divorcie de su mujer por haber cometido ella un crimen tan terrible. Pero Pwyll les contestó:
–No tienen ningún fundamento para pedirme que me divorcie de mi mujer, salvo que no tenga hijos. Pero yo sé que tiene uno y por lo tanto no me separaré de ella. Si me ha insultado, que sea castigada.
Rhiannon convocó a maestros y sabios. Cuando le pareció mejor aceptar su castigo que discutir con las mujeres, se sometió a la pena. Ésta consistía en permanecer en la corte de Arberth durante siete años sentada sobre un apeadero que había afuera, en la entrada, desde donde debía contarle la historia completa a todo aquel que no la conociera y, si se