David Copperfield. Charles Dickens
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Míster Mell me dejó solo mientras subía sus botas irreparables.
Yo avanzaba despacio por la habitación observándolo todo. De pronto, encima de un pupitre me encontré con un cartel escrito en letra grande y que decía: «¡Cuidado con él! ¡Muerde! ».
Me encaramé inmediatamente encima del pupitre, convencido de que por lo menos había un perro debajo. Pero por más que miraba con ojos asustados en todas direcciones, no veía ni rastro. Estaba todavía así, cuando volvió míster Mell y me preguntó qué hacía allí subido.
-Dispénseme; es que estaba buscando al perro.
-¿Al perro? —dijo él- ¿A qué perro?
-¿No es un perro?
-¿Que si no es un perro?
-Del que hay que tener cuidado porque muerde.
-No, Copperfield -me dijo gravemente-. No es un perro; es un niño. Tengo órdenes, Copperfield, de poner ese cartel en su espalda. Siento mucho tener que empezar con usted de este modo; pero no tengo otro remedio.
Me hizo bajar al suelo y me colgó el cartel (que estaba hecho a propósito para ello) en la espalda como una mochila, y desde entonces tuve el consuelo de llevarlo a todas partes conmigo.
Lo que yo sufrí con aquel letrero nadie lo puede imaginar. Tanto si era posible vérmelo como si no, yo siempre creía que lo estaban leyendo, y no me tranquilizaba el volverme a mirar, pues siempre seguía pareciéndome que alguien lo estaba viendo. El hombre de la pierna de palo, con su crueldad, agravaba mis males. Era una autoridad allí, y si alguna vez me veía apoyado en un árbol, o en la tapia, o en la fachada de la casa, se asomaba a su puerta y me gritaba con voz estentórea:
-¡Eh! Míster Copperfield, enseñe su letrero si no quiere que se lo haga enseñar yo.
El patio de recreo estaba abierto, por la parte de atrás, a las dependencias de la casa, y yo sabía que todas las criadas leían mi letrero, y el panadero, y el carbonero; en una palabra, todo el mundo que iba por la mañana a la hora en que yo tenía orden de pasear por allí; todos leían que había que tener cuidado conmigo, porque mordía. Y recuerdo que positivamente empecé a tener miedo de mí mismo como de un niño salvaje que mordiese.
En aquel patio había una puerta muy vieja, donde los chicos acostumbraban a grabar sus nombres, y que estaba cubierta por completo de inscripciones. En mi miedo a la llegada de los otros niños, no podía leer aquellos nombres sin pensar en el tono con que leerían: « ¡Cuidado con él! ¡Muerde! ». Había uno, un tal J. Steerforth, que grababa su nombre muy a menudo y muy profundamente y a quien me figuraba leyéndolo a gritos y después tirándome del pelo. Y había otro, un tal Tommy Traddles, de quien temía que se acercara como distraído y después hiciera como que se asustaba de encontrarse a mi lado. A otro, George Demple, me le figuraba leyéndolo cantando. Y me pasaba el tiempo mirando aquella puerta (pequeña y temblorosa criatura) hasta que todos aquellos propietarios de los nombres (eran cincuenta y cuatro, según me dijo míster Mell) quisieran enviarme a Coventry por unanimidad, y gritaran cada uno a su manera: «¡Cuidado con él! ¡Muerde!» .
Lo mismo me ocurría mirando los pupitres y los bancos; lo mismo con las camas del dormitorio desierto, a las que miraba cuando estaba acostado. Todas las noches soñaba: unas, que estaba con mi madre, como de costumbre; otras, que estaba en casa de míster Peggotty, o viajando en la diligencia, o almorzando con mi desgraciado amigo el camarero, y en todas aquellas circunstancias, la gente terminaba asustándose al darse cuenta de que sólo llevaba la ligera camisa de dormir y el letrero.
La monotonía de mi vida y la constante aprensión de la reapertura de la escuela me tenían en una insoportable aflicción. Todos los días tenía que hacer muchos deberes para míster Mell; pero lo hacía bien, pues allí no estaban los dos hermanos Murdstone. Antes y después de mi trabajo, me paseaba, vigilado, como ya he dicho, por el hombre de la pierna de palo. ¡Cómo recuerdo la humedad de la tierra alrededor de la casa, las piedras cubiertas de musgo en el patio, una fuente muy vieja y destrozada, y los descoloridos troncos de algunos árboles raquíticos, que parecía que no podía haber en el mundo otros que hubieran recibido más lluvia y menos sol! A la una comíamos míster Mell y yo en una esquina del largo comedor, lleno de mesas desnudas. Después nos poníamos a trabajar hasta la hora triste del té, que mister Mell tomaba en una taza azul y yo en una de estaño. Todo el día y hasta las siete o las ocho de la noche míster Mell permanecía en su pupitre trabajando sin descanso con plumas, tinta, papel y libros, haciendo las cuentas, según supe después, del último semestre. Cuando, ya por la noche, dejaba su trabajo, armaba la flauta y la tocaba con tanta energía, que yo tenía miedo de que de un soplido fuera a entrar por el gran agujero del instrumento y después saliera por algún agujerillo de las teclas.
Todavía me parece ver a mi pequeña personilla en la habitación apenas iluminada, sentado, con la cabeza entre las manos y escuchando la dolorosa melodía de míster Mell y estudiando. Me veo también con los libros cerrados a mi lado y oyendo a través de aquella música los ruidos habituales de mi casa, o el soplar del viento en la llanura de Yarmouth, y sintiéndome muy triste y muy solo. Me veo metiéndome en la cama, entre todos aquellos lechos solitarios, y sentándome en ella a llorar de deseo por una palabra cariñosa de Peggotty. Y luego, a la mañana, me veo bajando la escalera y mirando a través de un tragaluz, que la ilumina, la campana de la escuela, suspendida en lo alto, con la veleta encima, y pienso en cuándo sonará llamando a J. Steerforth y a todos los demás al trabajo. Y, sin embargo, este no es mas que un temor secundario, pues lo que me horroriza es el momento en que el hombre de la pierna de palo abra la puerta para dejar pasar al terrible míster Creakle.
Y aunque creo que no soy un chico malo … . como sigo llevando el cartel en la espalda…
Míster Mell nunca me hablaba mucho, pero no era malo conmigo. Creo que nos hacíamos mutuamente compañía, aunque no nos habláramos. He olvidado mencionar que él, algunas veces, hablaba solo; entonces rechinaba los dientes, apretaba los puños y se tiraba de los pelos de una manera extraña; pero debía de ser costumbre, y aunque al principio me asustaba mucho, pronto me habitué a ello.
Capítulo 6 Ensancho mi círculo de amistades
Llevaba un mes, poco más o menos, haciendo esta vida, cuando el hombre de la pierna de palo apareció, limpiándolo todo con una escoba y un cubo, lo que deduje eran preparativos para el recibimiento de míster Creakle y sus alumnos. No me había equivocado; y por fin llegó la escoba a la sala de estudio, arrojándonos a míster Mell y a mí, que tuvimos que vivir durante aquellos días donde pudimos y como pudimos, encontrándonos por todas partes con las criadas (que yo antes apenas había visto) constantemente ocupadas en hacernos tragar polvo en tal cantidad que yo no dejaba de estornudar, como si Salem House fuera una enorme tabaquera.
Un día míster Mell me anuncio que míster Creakle llegaba aquella noche. Y por la tarde, después del té, le oí decir que ya había llegado.