David Copperfield. Charles Dickens
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-Allí -dije.
-¿Y dónde es allí? -insistió el hombre.
-Cerca de Londres —dije.
-Pero este caballo -me contestó, sacudiendo las riendas para que le mirase- estaría más muerto que un cochinillo asado antes de la mitad del camino.
-¿Entonces no va usted más que a Yarmouth? -pregunté.
-Eso es -dijo Barkis-. Allí tendrás que tomar la diligencia, y la diligencia te llevará hasta… donde vas.
Como esto era mucho hablar para él, pues ya observé en un capítulo precedente que era hombre flemático y nada charlatán, le ofrecí un bizcocho en agradecimiento, y se lo zampó de un bocado, exactamente como lo hubiera hecho un elefante, y en su rostro no se observó más impresión de la que se hubiera observado en el del elefante.
-¿Es ella quien los ha hecho? -preguntó, inclinado, como siempre, hacia delante y con un brazo sobre cada rodilla.
-¿Se refiere usted a Peggotty?
-Sí —contestó Barkis.
-Sí; en casa es ella quien hace los pasteles y toda la cocina.
-Según eso, ¿lo hace ella?
Y Barkis puso la boca como si fuera a silbar, pero no silbó. Se inclinó a mirar las orejas de su caballo, como si viera en ellas algo nuevo, y así continuó durante mucho tiempo.
-¿Y amorcillos no habrá, supongo?
-¿Se refiere usted a los amorcillos de dulce, míster Barkis? -pregunté, creyendo que le apetecían.
-Novios -dijo Barkis-. Noviazgos. ¿No habla nadie con ella?
-¿Con Peggotty?
-Sí.
-¡Oh, no! Nunca ha tenido novio.
-¿Nunca lo ha tenido?
Y de nuevo Barkis puso la boca como si fuera a silbar y no silbó, y volvió a la contemplación de las orejas de su caballo.
-Según eso -dijo después de un largo rato de reflexión- ¿ella es quien hace todas las tartas de manzana y toda la cocina?
Respondí que así era.
-Bien, pues voy a decirte una cosa -me dijo Barkis-. ¿Tú piensas escribirle?
-Sí que pienso -respondí.
-¡Ah! -dijo, volviéndose a mirarme lentamente—. ¡Bien! Si le escribes, ¿te importaría decirle que Barkis está dispuesto?
-¿Que Barkis está dispuesto? -repetí con inocencia—. ¿Nada más?
-Sí —dijo lentamente-. Sí: «Barkis está dispuesto».
-Pero usted volverá mañana a Bloonderstone, míster Barkis -dije algo emocionado, al pensar que yo, en cambio, estaría muy lejos-. ¿No podría decírselo usted mismo?
Rechazó aquella sugerencia con un movimiento de cabeza a insistió en su encargo, diciendo con profunda gravedad: «Barkis está dispuesto». Ese era el mensaje. Yo estaba decidido a transmitírselo; y aquella misma tarde, mientras esperaba a la diligencia en el hotel de Yarmouth pedí papel y pluma y escribí a Peggotty:
«Mi querida Peggotty: He llegado aquí bien. "Barkis está dispuesto." Mis cariños a mamá. Tu afectuoso, DAVY.
» P. D. Dice que quiere que sepas muy particularmente que "Barkis está dispuesto".»
Cuando le prometí cumplir su sugerencia, Barkis volvió a caer en profundo silencio, y yo, sintiéndome agotado por todo lo sucedido en los últimos días, caí encima de un saco y me quedé dormido.
Duró mi sueño hasta llegar a Yarmouth, que por cierto en el hotel en que nos detuvimos me pareció un Yarmouth tan distinto al que yo recordaba, que perdí la esperanza que había acariciado de encontrarme con alguien de la familia Peggotty. ¡Quién sabe! ¡Quizá hasta con Emily!
La diligencia estaba ya en el patio, muy limpia y reluciente, pero sin los caballos, y al verla así parecía increíble que pudiera llegar nunca hasta Londres. Pensaba en esto y me preocupaba lo que sería de mi maleta (que Barkis había dejado en el suelo del patio, marchándose después con su carro), y también meditaba en mi suerte futura cuando por una ventana en la que había colgadas aves y algunos embutidos se asomó una señora y dijo:
-¿Es ese el viajero procedente de Bloonderstone?
-Sí, señora -le dije.
-¿Cómo se llama usted? -insistió la señora.
-Copperfield.
-No, no es eso -replicó la señora-; la comida está encargada a otro nombre.
-¿Será a nombre de Murdstone? -le pregunté.
-Si se llama usted Murdstone, ¿por qué ha dicho otro nombre primero? -preguntó la mujer.
Le expliqué lo que era, y ella entonces tocó una campanilla y ordenó:
-William, conduce a este caballero al comedor.
Al oír esto, un camarero que salía corriendo del lado opuesto del patio me miró y pareció muy sorprendido al ver que sólo se trataba de mí.
El comedor era una habitación enorme, rodeada de mapas. Dudo que me hubiera sentido más confuso si los mapas hubieran sido verdaderos países extranjeros donde hubiera caído de improviso. Me parecía que era un atrevimiento enorme el de sentarme allí, con la gorra en la mano, en el borde de la silla más cercana a la puerta. Y cuando el camarero extendió un mantel para mí y puso el salero encima, sentí que me ponía rojo de vergüenza.
Después trajo unas fuentes con chuletas y legumbres. Pero colocaba las cosas de un modo tan brusco, que yo estaba asustado y con temor de haberle ofendido. Me tranquilicé mucho cuando, poniendo una silla para mí delante de la mesa, me dijo cordialmente:
-Vamos, gigante, siéntate.
Le di las gracias y me senté; pero me parecía dificilísimo manejar el cuchillo y el tenedor con algo de soltura y no mancharme con la salsa mientras él continuara enfrente sin dejar de mirarme y haciéndome ruborizar de la manera más horrible cada vez que mis ojos se encontraban con los suyos. Cuando me vio empezar la segunda chuleta me dijo:
-Le traigo media pinta de cerveza; ¿la quiere usted ahora?
Le di las gracias y le dije que sí.
Entonces me la sirvió en un vaso y la acercó a la luz para enseñarme el hermoso color que tenía.
-¡Pardiez! -dijo-, es buena cantidad.
-Sí es buena cantidad -le contesté con una sonrisa, pues estaba encantado de verle tan amable. Tenía los ojos muy brillantes, las mejillas muy coloradas y los cabellos tiesos. Y en aquel momento, con un puño en la cadera y en la otra mano el vaso