David Copperfield. Charles Dickens

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David Copperfield - Charles Dickens

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bien cuando nadie se metía en ello.

      -Edward -dijo miss Murdstone-, déjame poner fin a esto. Me marcho mañana.

      -Jane —dijo su hermano-, cállate. ¿Es que no conoces mi carácter mejor de lo que tus palabras indican?

      -Puedes estar segura -dijo mi madre, que perdía terreno, deshecha en lágrimas- que no quiero que se marche nadie. Sería muy desgraciada si te fueses. No pido mucho. Soy bastante razonable. Sólo quiero que se me consulte de vez en cuando. Estoy muy agradecida a todos los que me ayudan, y sólo deseo que se me consulte, aunque no sea más que por cortesía, de vez en cuando. Yo antes creía que me querías precisamente por ser una chiquilla sin experiencia, Edward, me lo asegurabas; pero ahora parece que me odias por ello. ¡Eres tan severo!

      -Edward -dijo miss Murdstone de nuevo-, te pido que me dejes poner fin a todo esto. Me voy mañana.

      -Jane -tronó su hermano—, ¿te quieres callar? ¿Cómo te atreves?

      Miss Murdstone sacó de su prisión de acero el pañuelo y lo puso delante de sus ojos.

      -¡Clara! -continuo él mirando a mamá-. Me sorprendes, me dejas atónito. En efecto; para mí era una satisfacción el pensar que me casaba con una persona sencilla y sin experiencia, y que yo formaría su carácter infundiéndole algo de esa firmeza y decisión de la cual estaba tan necesitada. Pero cuando a Jane, que ha sido tan buena que por cariño a mí quiere ayudarme en esta empresa y para ello está casi haciendo el oficio de un ama de llaves; cuando veo que, en lugar de agradecérselo, le correspondes de una manera tan baja…

      -Edward, te lo ruego, te lo suplico -exclamó mi madre-; no me acuses de ingrata. Estoy segura de que no lo soy. Nadie ha dicho nunca que lo fuera. Tengo muchos defectos, pero ese no. ¡Oh, no! Te lo aseguro, querido.

      -Cuando Jane encuentra, como digo -prosiguió cuando mi madre dejó de hablar-, una recompensa tan baja, aquellos sentimientos míos se entibian y alteran.

      -¡No digas eso, amor mío! -imploró mi madre-. ¡Oh, no, Edward! No puedo soportar el oírtelo. A pesar de todo, soy cariñosa, sé que soy cariñosa. Si no estuviera segura de que lo soy, no lo diría. Pregúntale a Peggotty. Estoy segura que te dirá que soy muy cariñosa.

      -No hay ninguna debilidad, Clara —dijo míster Murdstone a modo de réplica—, por grande que sea, que resulte importante para mí. Tranquilízate.

      -Te lo ruego, seamos amigos -dijo mi madre- Yo no podría vivir entre la frialdad o la dureza. ¡Estoy tan triste! Tengo muchos defectos, lo sé, y es mucha tu bondad, Edward, que con tu entereza trates de corregirme. Jane, no volveré a hacer objeciones a nada, me desesperaría que quisieras dejarnos…

      Aquello era ya demasiado.

      -Jane —dijo míster Murdstone a su hermana-, es muy raro que entre nosotros se crucen palabras duras como estas, y espero que así siga siendo; y no ha sido culpa mía si por rara casualidad ha sucedido esta noche. He sido arrastrado a ello por los demás. Tampoco ha sido tu culpa, pues también has sido arrastrada por los demás. Tratemos los dos de olvidarlo. Y como esto -añadió después de aquellas magnánimas palabras- no es una escena edificante para un niño, David, vete a la cama.

      Difícilmente pude encontrar la puerta a través de las lágrimas que me cegaban. ¡Estaba tan triste por la pena de mi madre! Por fin encontré el camino y subí a mi habitación a oscuras, pues no tuve valor ni para dar las buenas noches a Peggotty al pedirle una vela. Cuando ella subió, buscándome, una hora después, me despertó y me dijo que mi madre se había acostado bastante indispuesta y que míster Murdstone y su hermana seguían sentados en el gabinete.

      A la mañana siguiente, cuando bajaba, algo más temprano que de costumbre, la voz de mi madre me detuvo en la puerta del comedor. Grave y humildemente pedía perdón a miss Murdstone, que se lo concedió, y la reconciliación fue perfecta, Desde aquel día no he visto a mi madre dar ninguna opinión sobre nada sin consultar primero con miss Murdstone, o por lo menos sin tantear por medios seguros cuál era su opinión. Y nunca he visto a miss Murdstone, cuando se encolerizaba (tenía esa debilidad), hacer ademán de sacar las llaves para devolvérselas a mi madre sin ver, al mismo tiempo, a mamá atemorizada. El matiz sombrío que había en la sangre de los Murdstone ennegrecía también su religión, que era austera y terrible. Después he pensado que aquello resumía su carácter y era una consecuencia necesaria de la firmeza de míster Murdstone, que no podía consentir que nadie se librase de los más severos castigos imaginables. Sea como sea, recuerdo muy bien los tremendos rostros con que solían ir a la iglesia y cómo había cambiado también aquello. De nuevo llega a mi memoria el terrible domingo. Yo entro el primero en nuestro antiguo banco, como un cautivo a quien condujesen al oficio de condenados. Miss Murdstone me sigue con su traje de terciopelo negro, que parece hecho de un paño mortuorio; después entra mi madre; después su marido. Ahora Peggotty no está con nosotros, como en los buenos tiempos. Miss Murdstone murmura las respuestas y acentúa todas la palabras terribles con una cruel devoción. Y cuando dice «miserables pecadores» sus ojos oscuros recorren la iglesia como si se refiriera a todos los presentes. Mi madre mueve tímidamente los labios entre los dos hermanos, cuyas oraciones suenan en sus oídos como un trueno lejano. Yo me pregunto con temor si no será posible que nuestro anciano clérigo esté equivocado y si no tendrán razón míster Murdstone y su hermana, y todos los ángeles del cielo serán ángeles destructores. Si muevo un dedo o el menor músculo de la cara, miss Murdstone me da tal golpe con su libro de oraciones, que me hace daño en el costado.

      Sí; me parece ver todo de nuevo. Nuestro regreso a casa, en que observo que algunos vecinos nos miran a mi madre y a mí cuchicheando. Y mientras ellos tres van delante, sigo aquellas miradas y pienso si será realmente verdad que el paso de mi madre es menos ligero y que la alegría de su belleza ha desaparecido. También me pregunto si los vecinos recordarán, como yo, los tiempos en que veníamos los dos juntos de la iglesia … . y pensando estúpidamente en estas cosas me paso triste todo el día.

      En varias ocasiones se había hablado de enviarme a un colegio. Míster Murdstone y su hermana lo habían propuesto y, como es natural, mi madre había estado de acuerdo. Sin embargo, no habían decidido nada todavía, y entre tanto me hacían estudiar en casa.

      ¿Llegaré a olvidar algún día aquellas lecciones? Nominalmente era mi madre quien las presidía, pero en realidad eran míster Murdstone y su hermana, quienes estaban siempre presentes y encontraban en ello ocasión favorable para dar a mi madre lecciones de aquella mal llamada firmeza, que era el tormento de nuestras existencias. Yo creo que me retenían en casa sólo con ese objeto. Antes de que vinieran ellos yo tenía bastante facilidad para aprender y me gustaba hacerlo. Recuerdo vagamente cómo aprendí a leer sentado en las rodillas de mamá. Todavía hoy, cuando miro las grandes letras negras de la cartilla, la novedad complicada de sus formas, el fácil recuerdo de la O, de la Q y de la S, parece presentarse ante mí como entonces, y ese recuerdo no suscita en mí ningún sentimiento de repugnancia ni tristeza. Por el contrario, me parece haber paseado a lo largo de un sendero de flores hasta llegar al libro del cocodrilo, y haber sido ayudado todo el camino por el cariño y la dulce voz de mi madre. Pero aquellas solemnes lecciones que siguieron las recuerdo como un golpe mortal dado a m¡ tranquilidad, como una tarea diaria, penosa y miserable. Aquellas lecciones eran muy largas, muy numerosas, muy difíciles (algunas perfectamente ininteligibles para mí), y además me tenían siempre asustado, me parece que casi tanto como a mi pobre madre.

      Voy a ver si recuerdo lo que solía suceder por las mañanas. Después del desayuno me dirijo al gabinete con mis libros, mis cuadernos y mi pizarra. Mi madre está esperándome sentada en su escritorio; sin embargo, no está tan preparada a oírme como su marido, sentado en la butaca al lado de la ventana y fingiendo que lee un libro, o como miss

      Murdstone,

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