David Copperfield. Charles Dickens

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу David Copperfield - Charles Dickens страница 18

Автор:
Серия:
Издательство:
David Copperfield - Charles Dickens

Скачать книгу

me escapan las palabras, después de que me había costado tanto trabajo metérmelas en la cabeza; se escapan todas para it no sé dónde. Me gustaría saber dónde van una a una.

      Le doy el primer libro a mi madre; quizá es una gramática, quizá una historia o una geografía. A1 ponerlo en sus manos lanzo una última y desesperada mirada a la página, y me lanzo como un alud para ver si me da tiempo a recitarlo mientras todavía lo recuerdo fresco. A1 poco rato me salto una palabra. Míster Murdstone levanta la vista de su libro. Me salto otra palabra. Miss Murdstone la levanta también. Enrojezco y me salto lo menos doce palabras; después me quedo mudo. Me doy cuenta de que mi madre querría enseñarme el libro si se atreviera; pero que no se atreve, y me dice con dulzura:

      -¡Oh Davy, Davy!

      -Ahora, Clara, hay que tener firmeza con el chico -dice míster Murdstone-. No digas "Davy, Davy" ; es una niñería. ¿Se sabe la lección o no se la sabe?

      -¡No se la sabe! -interrumpe miss Murdstone con voz terrible.

      -Realmente, me temo que no la sabe bien -dice mi madre.

      -Entonces, Clara -insiste miss Murdstone-, lo mejor que puedes hacer es obligarle a que vuelva a estudiarla.

      -Eso es lo que iba a hacer, querida Jane -dice mi madre-. Vamos, Davy; empiézala otra vez y no seas torpe.

      Obedezco a la primera cláusula del mandato y empiezo de nuevo; pero no consigo obedecer la segunda, pues estoy cada vez más torpe. Me detengo mucho antes de llegar donde la vez anterior, en un punto que sabía no hacía dos minutos, y me paro a pensar. Pero no puedo pensar en la lección. Pienso en el número de metros de tul que habrá empleado en su cofia miss Murdstone, o en lo que habrá costado el batín de su hermano, o en algún otro problema igual de ridículo, que no me importa nada y del que nada puedo sacar. Míster Murdstone hace un movimiento de impaciencia, que yo esperaba desde hacía bastante rato. Miss Murdstone lo repite. Mi madre los mira con sumisión, cierra el libro y lo deja a un lado, como tarea atrasada que habrá que repetir cuando haya terminado las demás.

      Los libros que hay que repetir van aumentando como una bola de nieve, y cuanto más aumentan más torpe me vuelvo. El caso es tan desesperado, y me parece que quieren llenarme la cabeza de tantas tonterías, que pierdo la esperanza de salir bien de ello y me dejo llevar por la suerte.

      La desesperación con que mamá y yo nos miramos a cada equivocación mía es profundamente melancólica. Pero lo más horrible de esas desgraciadas lecciones es cuando mi madre, creyendo que nadie la ve, trata de orientarme con el movimiento de sus labios. Al momento miss Murdstone, que está espiando para no dejar pasar nada, dice con voz de profunda agresividad:

      -¡Clara!

      Mi madre se estremece, se sonroja y sonríe débilmente. Míster Murdstone se levanta de su silla, coge el libro y me lo tira a la cabeza o me pega con él en las orejas; después me saca de la habitación agarrándome por los hombros.

      Si, por casualidad, las lecciones no han estado tan mal todavía me falta lo peor, bajo la forma de un problema feroz. El mismo míster Murdstone lo ha inventado para mí y lo expone oralmente. Empieza: «Si voy a una tienda de quesos y compro cinco mil quesos de Gloucester a cuatro peniques y medio cada uno … ». Entre tanto yo veo la secreta alegría de miss Murdstone y medito sobre los quesos sin el menor resultado, sin el menor rayo de luz hasta la hora de almorzar, en que ya estoy como un mulato a fuerza de restregar en la pizarra. Entonces miss Murdstone me da un pedazo de pan seco para ayudarme a resolver el problema, y se me considera castigado para toda la tarde.

      Desde la distancia que da el tiempo, me parece que mis lecciones terminaban por lo general de esta manera… Y yo habría sabido hacerlo si no hubieran estado ellos delante; pero su influencia sobre mí era como la fascinación de dos serpientes sobre un pajarillo. Y aun cuando pasara la mañana con un crédito tolerable, sólo ganaba con ello la comida; pues miss Murdstone no podía soportar el verme sin tarea y, en cuanto se percataba de que no hacía nada, llamaba la atención de su hermano sobre mí diciendo: «Clara, querida mía, no hay nada como el trabajo; pon algún ejercicio a tu hijo», lo que me proporcionaba nueva tarea. En cuanto a jugar y divertirme como los demás niños, no me lo consentían; su sombrío carácter les hacía ver a todos los chiquillos como una raza de pequeñas víboras (a pesar de que había habido un niño entre los discípulos) y decían que se corrompían unos a otros.

      El resultado natural de un tratamiento semejante y continuado durante unos seis meses o más fue el de hacerme gruñón, sombrío y taciturno. Mucho influía en ello el que cada vez trataban de separarme más y más de mi madre. Estoy seguro de que me hubiera embrutecido por completo de no ser por una circunstancia.

      Voy a contarla. En una habitación pequeña del último piso, a la que yo tenía acceso por estar justo al lado de la mía, había dejado mi padre una pequeña colección de libros de los que nadie se había preocupado. De aquella bendita habitación salieron, como gloriosa hueste, a hacerme compañía, Roderich Ramdom, Peregrine Pickle, Humphrey Clinker, Tom Jones, El vicario de Wakefield, Don Quijote, Gil Blas y Robinson Crusoe. Gracias a ellos se conservó despierta mi imaginación y mi esperanza en algo mejor que aquella vida mía. Ni ellos, ni Las mil y una noches, ni los cuentos de hadas, podían hacerme daño, pues lo que hubieran podido tener de nocivo para mí yo no lo comprendía. Ahora me sorprende cómo encontraba tiempo, en medio de mis sombrías preocupaciones, para leer aquello. Y es curioso cómo me consolaban siempre en mis pequeñas pruebas (que a mí me parecían enormes) al identificarme con los caracteres favoritos de ellas y al poner a míster Murdstone y a su hermana entre todos los personajes malos.

      Lo menos durante una semana fui Tom Jones, un infantil Tom Jones inocente o ingenuo. Durante un mes y pico estuve convencido de que era Roderich Ramdom; lo creía, por completo. También me entusiasmaron los relatos de viajes y aventuras (no recuerdo ahora cuáles) que había en aquella biblioteca, y durante días y días recuerdo haber recorrido mis regiones armado con un trozo de horma de zapatos y creyéndome la más perfecta encarnación del capitán Fulano, de la marina real inglesa, en peligro de ser atacado por los salvajes y resuelto a vender cara su vida. El capitán nunca perdía su dignidad aunque recibiera bofetones por culpa de la gramática latina. Yo sí la perdía; pero el capitán era un capitán y un héroe a pesar de todas las gramáticas y de todas las lenguas, fueran muertas o vivas.

      Este era mi único y constante consuelo. Cuando pienso en ello veo siempre ante mi espíritu una tarde de verano: los chicos jugaban en el cementerio, y yo, sentado en mi cama, leía como si en ello me fuera la vida. Todas las casas de la vecindad, todas las piedras de la iglesia y todos los rincones del cementerio, en mi espíritu se asociaban con aquellos libros y representaban alguno de los sitios hechos célebres en ellos. Yo he visto a Tom Pipes escalar al campanario de la iglesia, y he visto a Strap con su mochila al hombro descansando sentado encima de la tapia, y sabía que el comodoro Trunnion presidía un club con míster Pickle en la salita de la taberna de nuestra aldea.

      El lector sabe ahora tan bien como yo todo lo que era al llegar a este punto de mi infantil historia. Voy a reanudarla.

      Aquella mañana, cuando llegué al gabinete con mis libros, encontré a mi madre con rostro preocupado, a miss Murdstone con su aire de firmeza y a su hermano trenzando algo alrededor de la contera de su bastón, un bastón flexible de junco, que cuando yo entré empezó a cimbrear en el aire.

      -Cuando te digo, Clara, que a mí me han azotado muchas veces.

      -Es la pura verdad —dijo miss Murdstone.

      -Ciertamente, mi querida Jane -balbució con timidez mi madre-; pero ¿crees que eso le ha hecho a Edward mucho bien?

      -¿Y tú crees que

Скачать книгу