Memoria del frío. Miguel Ángel Martínez del Arco
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No hay gestos, ni siquiera una mano que avance sobre la suya en la mesa. Un silencio denso, como si la niebla que percibe en todas partes desde que tomó el tren de Madrid se hubiera también metido en esa casa pequeña, en esa cocina, entre ellas dos. Una bruma que le impide ver. Habla mirándose las manos, con la voz queda, asustada de que la puerta se abra de pronto y penetre algún desconocido. El silencio abruma. «Puede que la policía me busque, la gente del SIPM me metió en una checa, en una comisaría, me tuvieron allí, y bueno, no fueron unos buenos días. Allí cumplí diecinueve años, ahora…». La madre la mira por primera vez, con ojos muy brillantes, como si fueran a explotarle en la cara, la mira y se lleva las manos a la boca y al pelo. «El 20 de abril es tu cumpleaños, ya lo sé, acaba de pasar. Ningún año lo he olvidado, yo lo sé bien, yo lo sé. No me mires así. No me hables de usted. Aquí puedes quedarte todo el tiempo que quieras, esta es tu casa, esta es tu casa, tu casa es donde yo esté. Nos arreglaremos. Yo trabajo asistiendo, por casas, y también cocinando. Nos arreglaremos. No me mires así, todo irá bien, no tienes que preocuparte. Soy tu madre, tú eres mi hija».
Soy tu madre, tú eres mi hija.
Cada día madre e hija van a trabajar asistiendo. Alicia limpia en casas, cocina, atraviesa el barrio de Abando de un domicilio a otro y luego baja hasta la ría y compra comida para ellos, compra los posos de café de algunos bares, compra y llega y cocina, y acompaña a su hija que también va a limpiar. Para no tener problemas, Manoli limpia escaleras, barre, friega, le da brillo a los pasamanos de madera, deja los cristales lustrosos, escaleras de mármol, escaleras de baldosas, escaleras de madera. Sube y baja y luego también va al puerto con su madre. Allí la madre ve que la hija se separa y habla con algunos hombres, vuelve hacia ella y no dice nada.
Llegan a casa y la madre cocina. La hermana pequeña ya ha llegado de la escuela, es una niña de doce años y se parece a Manoli. Es una niña que está asombrada, que de repente tiene a una desconocida a la que su madre también llama hija. Es una niña que mira, que observa, y que también cocina y ordena. Su padre, Maxi, casi cada día regresa borracho, no de caerse, pero subido de tono. Grita, refunfuña, se queja de la vida. Él también ha perdido la guerra, ha estado movilizado en un batallón socialista, ahora dice que no encuentra trabajo, tampoco lo busca. Mira a su nueva hijastra, la mira con desdén, o con deseo, o con admiración, o con extrañeza. Le habla suave mientras grita a su mujer, pero se calla luego. Y se va a la calle, al bar, tras pedir alguna moneda.
—Manoli, ¿es verdad que ibas a estudiar a la universidad? —pregunta su hermana.
—Sí, estaba matriculada, pero empezó la guerra.
—Pero las mujeres no van a la universidad. Me lo ha dicho la amatxu, las mujeres no vamos a la universidad.
—Las mujeres sí vamos a la universidad, lo que pasa es que siempre nos han condenado a cuidar a los hombres, a casarnos, a tener hijos, a estar en la casa y trabajar en las casas, pero las mujeres también podemos estudiar. Tú tienes que poder estudiar también. Es una cuestión de contar con posibilidades. Las mujeres podemos, claro que podemos.
—Manoli, pero en las casas adonde va a trabajar la amatxu tampoco las mujeres ricas van a la universidad.
—Nosotras sí iremos, tú irás, verás. Precisamente porque no somos ricas.
—Yo lo que quiero es casarme bien —dice la niña.
—¿Casarte? ¿Así por las buenas? ¿Sabes qué es casar? Hilar, parir y llorar. Mira la amatxu cómo vive… Tú tienes que formarte.
—Estás loca.
Lo ha escuchado cien veces en las reuniones de Mujeres Antifascistas. Ahora lo ve en su madre. Parir y llorar. Hablando con ella se ha enterado de que parió otros dos niños con Maxi, pero no sobrevivieron. Nunca lo supo, nadie le dijo. Como un folletín trata de entender qué pasó, pero aún no pregunta. No pregunta porque quizá no haya respuesta.
Sin decir nada, ha encontrado al contacto que traía desde Madrid y se ha puesto en relación con la organización comunista. Lo ha hecho muy discretamente, callada, en los descuidos de su madre, de la casa, en el puerto. Pero ahora tiene que ir a Artxanda a ver a un camarada. Subir al monte, y su madre tiene que saberlo.
«Amatxu, ¿cómo se llega a Artxanda?». «Pues andando, es ese monte que está al otro lado de la ría, cruzando por el puente del ayuntamiento hacia arriba. ¿Para qué quieres ir a Artxanda?». «Tengo que encontrar a un amigo allí». Y la niebla vuelve. Alicia deja lo que está haciendo, un remiendo de un pantalón. «Llevas aquí solo tres meses, la cosa sigue fatal, tú lo ves, cada vez más presos, tú lo ves. No quiero que te metas en líos, quiero que mantengas el tipo, que continuemos bien, que no te pase nada, hija. Eres una huida». «No soy una huida. No huyo, estamos a la espera. Amatxu, no tengas miedo. Pero no voy a quedarme aquí viendo cómo los días pasan mientras yo limpio escaleras. Esconderse no es vivir. Hay que seguir, hay que intentar, no desistir». «Ay, hija…».
El miedo es vecino de la culpa. «No te preocupes, madre, nada va a pasar».
Vuelve de Artxanda inquieta. No por seguridad, sino porque ha percibido que el camarada al que ha visto no ha terminado de fiarse de ella. Allí refugiado, en aquel caserío, no ha terminado de darle tareas. Le ha hecho muchas preguntas y la ha dejado ir, encomendándole que regrese la próxima semana. Pero sabe que todo son suspicacias, que él se siente inseguro, que no sabe qué pensar. Él, Realinos, un alto cargo del partido en el País Vasco, quizá el más, pero está ahí oculto en medio del monte, a tres pasos de la ría. No sabe cómo asegurarle que ella es quien dice ser. Por eso, saltándose la seguridad, le ha dicho que no se llama Dolores García, que no se llama Lolitxu. Le ha dicho su nombre real para que él compruebe.
Pero está incómoda. Entra en casa, saluda a su hermana y a su padrastro y pregunta por su madre. «Ha ido a la ría, a rebuscar…». Baja de nuevo la escalera y va a su encuentro. Camina por las calles hasta la ría, la busca y no la ve. Observa a su alrededor y por primera vez se siente insegura. Se sienta en un poyete frente al cauce, mira los humos que salen por un lado, los humos de la Babcock Wilcox, las aguas rojas, anaranjadas, el color oscuro del cielo, un cielo sin nubes, azul cobalto. Un cielo casi negro. Alguien la toca en el hombro y se asusta. Su madre, que le sonríe desde detrás.
Han pasado horas frente a la ría. Su madre hablaba y ella escuchaba en silencio. Tragaba, sin digerir. Parecía una película soviética, de las que ha visto en guerra en la Gran Vía, una película sobre una mujer pobre, la madre de Gorki, pero sin épica. Una película que es su historia. La deglute sin orden para poder ordenarla luego. Se da cuenta de que es una historia como tantas, que es la historia de una pobre mujer vasca, de una campesina de Carranza, una historia corriente. Solo que es su madre la que habla. Habla para que ella escuche.
Alicia no había cumplido diecinueve