Memoria del frío. Miguel Ángel Martínez del Arco
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No se oye nada desde la casa de Santa Engracia. No hay ruido, mira por la ventana y trata de ver los movimientos de las calles. Tiene que salir a averiguar, tiene que saber qué hacer. Su amiga Mercedes ha llegado casi de noche y le ha dicho que Pepe Suárez está desaparecido. En realidad ha venido para decirle que se va, que sale para Valencia o Alicante y que se vaya con ella. «Ven conmigo, Manoli. Esto va a ser una ratonera. Ven conmigo. Dicen que están llegando barcos ingleses y franceses y que podremos salir. Y luego ya veremos. Vámonos, yo me voy de madrugada, tenemos un furgón grande que nos espera en el Puente de Vallecas. Los muchachos están todos yendo para allá. Hay que salir, niña. Vente conmigo».
—Es demasiado tarde, Mercedes. Ya están aquí, están entrando, ya están en el Clínico, mañana estará esto plagado con la guardia mora. Hay que pensar en resistir aquí. Nos cogerán como a tontas en la carretera de Valencia, antes de que lleguemos a Arganda. Yo me quedo, aquí está mi gente. No sé…
Sentada en la cama, piensa en si se arrepentirá o no. No sabe aún que se pasará la vida pensando esto. Optando y dudando. Optar será el futuro, hasta el final. Será su gran herencia, su principal patrimonio, su bagaje fundamental. Pero aún no lo sabe, le faltan unas semanas para cumplir diecinueve años, y cuando repasa los últimos días le parece que algo se ha metido en su vida como una turbina, dándole energía al mecanismo, una energía incontrolable, una fuerza que la arrastra, que no controla. Como durante toda la guerra, pero la guerra se ha acabado. Se ha acabado y la ha perdido. ¿Se ha acabado?
Es sábado. Primero de abril de 1939. La ciudad está tomada, llena de banderas monárquicas y de gente en las calles que parecen celebrar. Lo observa desde la ventana de la cocina de la casa de su prima Angelines. Cree que allí escondida va a poder pasar de largo. Arrebujada en la silla, destemplada aunque no hace frío, mira por el único espacio del piso interior que asoma a la calle, por encima del cine de verano de Luchana. Mira gente lejos, y escucha en su cabeza los distintos consejos, cada sugerencia, cada mirada muda. «Quédate aquí, nadie va a venir a buscarte aquí, irían a tu casa». «Vete de aquí, vete hacia algún pueblo, cerca de Madrid y te iremos diciendo cómo trascurre todo. No paran de coger gente desde el día 28 cuando entraron, y todo el mundo dice que los matan, que los pasean, que los desaparecen». «¿Por qué no te vas al norte, al pueblo, a Carranza? Allí podrías estar segura». «Si todos se van, ¿cómo vamos a resistir? No podemos conformarnos».
Lleva tres días encerrada, pero hoy que es sábado va a salir, va a buscar a la gente, va a confundirse entre la multitud, va a esconderse en el metro… A través de una vecina ha quedado con Feli y con Manola para ir a la calle, buscar, encontrar, hablar al menos… En un rato, estarán juntas.
Suena la puerta. Imperioso el golpe, con los nudillos. No pueden ser ellas, es temprano aún, y no llamarían así. No pueden ser ellas. Pero los golpes no paran, cada vez más fuertes. Cuando se levanta, Angelines la empuja hacia el retrete, la puerta del fondo en la cocina, el único hueco posible, mientras Justi va hacia la puerta. Nadie habla, pero su prima lo ha entendido, están llegando.
Cuando la puerta se abre, entran en tropel. ¿Cuántos? Siete, ocho, diez. Alguno vestido de militar, algún civil, otros con la camisa oscura de la Falange. Gris, caqui, azul. Azul. «¿Dónde está, dónde está?». «¿Dónde está quién?«. «Imbécil, no te hagas la imbécil, venimos buscando a esa chica, tu sobrina, tu prima, a Manolita, a Manolita del Arco. Dinos dónde está, coño. Venga ya…».
Entran por el pasillo hasta la cocina. Angelines con sus tres hijos los espera apoyada en la pila. Los mira, y reconoce en uno de ellos al jovencito Espinosa, los del paseo del Cisne, el nieto o el sobrino del nuevo gobernador militar. Lleva años sin verlos, pero ya están aquí. En realidad nunca se han ido. Siempre les hicieron la vida imposible, molestando a su tío Pedro en la carbonería, y a su tía Mariana cuando iba con Manoli niña de la mano a las manifestaciones de la izquierda. Son ellos, ya han llegado. Va a hablar para proteger a Manoli, pero no le da tiempo.
La puerta del retrete se abre y Manoli sale. Los tipos se miran y van a por ella como si fuera una persona a punto de volatilizarse, como si pudiera esfumarse. La cogen de todas partes y, entonces sí, Angelines habla.
—Pero ¿qué quieren con mi prima? ¿Para qué la buscan? ¿No ven que es una muchachita?
—Manuela del Arco. ¿Eres tú? Aquí está, esta puta roja. Ya la tenemos. Revisar los cuartos, a ver qué encontráis. Y a esta nos la llevamos.
—¿Cómo que se la llevan, adónde? ¿Qué hacen, qué quieren?
El niño pequeño entre sus piernas se pone a llorar, mientras sus hermanas se encogen junto a él. Angelines lo toma entre sus bazos y ve cómo los hombres aprietan a su prima contra la pared, y tiran, revuelven, gritan, dan golpes, todo al tiempo. Uno de ellos encuentra su pequeño joyero con su reloj de oro, la cadenita del tío Pedro, la esclava de su tía. Sin más lo vacía y se lo echa al bolsillo entre risas. Hay un ruido de tumulto, un ronquido, un vuelo de manos y de piernas. Una jauría.
Manoli observa y grita. Grita que se estén quietos, que no hagan daño a los niños, que ella va con ellos. Angelines dice que no se la pueden llevar, se desase de sus hijos y la agarra de la chaqueta.
—Pero ¿quiénes son ustedes, dónde están sus papeles, quiénes son ustedes?
—Cállate, loca. Nosotros somos la ley, nosotros somos los amos, los amos, ¿te enteras?
—No pueden llevársela.
Caminando hacia la puerta arrastran a Manoli hacia el descansillo. La escalera en penumbra, nadie se asoma. «¿Adónde van, adónde se la llevan?». «Esta puta roja se viene. Esta puta roja se viene con nosotros».
El ruido punzante de botas y risas atraviesa la escalera mientas bajan a la calle. Gritos, estallidos. Jauría.
Lee los diálogos sorprendentes de Alicia y deja fijada la mirada en la ilustración de Lola Anglada. Ve a la niña tomando en sus manos al cerdo mientras el conejo la contempla. Levanta la cabeza y mira de nuevo al falangista, sentado frente a ella. Él también la mira. Ella sonríe. No va a ser el amo esta vez. A eso se agarra. Me ha costado tanto llegar hasta hoy que es demasiado tarde para ser mañana.
—¿Es usted maestra?
—Perdón. Estaba distraída…
—Siento interrumpirla. Le preguntaba si es usted maestra.
—No, soy contable, secretaria.
—Ah. Pero me dijo que trabajaba usted, ¿verdad?
—Sí, trabajo en Jugueterías Justiniano.
—Ah, la mejor de San Sebastián. Es un buen sitio para trabajar. Un sitio serio.
—Así es, una empresa muy buena, he tenido mucha suerte