Memoria del frío. Miguel Ángel Martínez del Arco
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Memoria del frío - Miguel Ángel Martínez del Arco страница 6
De repente, él se vuelve y la descubre mirándolo. Ella no retira la mirada, algo le dice que debe fijar el campo de juego. Cuando él sonríe, ella continúa observándolo sin más. Escudriña su sonrisa y no es capaz de decidir qué hay en ella, ni en esos dientes cuidados que se intuyen. Ese hombre podría ser su padre, por edad, seguro. Más que le dobla sus veinte años. Pensando en cómo debe protegerse, en qué hacer, no escucha lo que le dice.
—Perdone… no le he oído.
—Le preguntaba si iba usted también a Madrid.
Ha sido lenta, tiene que responder ya. ¿Se baja antes, dónde, en Valladolid, en Miranda, dónde?
—Sí voy también a Madrid, a ver a mi tía.
—¿Va para muchos días?
—Apenas tres o cuatro. Luego tengo que volver. Tengo permiso en mi trabajo.
La suerte está echada. A Madrid, jugarse el todo por el todo. Tanto meditar y la pregunta ha llegado de improviso. A Madrid, a ver a su tía. A su tía que en realidad murió en el 38, en plena guerra. Ya hace casi tres años. La tía Mariana. Su anillo aún está puesto en su dedo. Lo toca con la otra mano. Como aquel día.
Se toca el anillo que no le han quitado, que pensó que desaparecería en la celda. Mira a su alrededor como si fuera una forastera. Hace un esfuerzo por recordarse, por rememorar quién es y cómo era la vida hace apenas tres semanas. Contempla de nuevo y se ve rodeada de mujeres como ella que salen todas en fila india de la cárcel de Ventas, por la calle Marqués de Mondéjar. Escrutan su camino porque les resulta otro y huelen que todo ha cambiado. Observan a sabiendas de que la ciudad está llena de quintacolumnistas. Caminan hacia Manuel Becerra para tomar el metro. Avanzan, por decir algo, lo que hacen es deambular sin saber qué está pasando. Sin creerlo. Nunca hubieran imaginado que Madrid caería en manos de las tropas franquistas, que Madrid sería capital del enemigo. Que habrían perdido la guerra.
Van tomadas del brazo, pero no pasean. Han salido en el último minuto, tras mucho presionar a Pura de la Aldea, la jefa de servicio de la cárcel de Ventas, que esperaba una orden superior para sacarlas a la calle. Pobre Pura, aún esperando que la legalidad la apoyara. Todas sabían que la junta de Casado se había rendido sin más y que las tropas franquistas avanzarían ya sobre Madrid. Avanzarían tan rápido que encontrarlas encerradas, arracimadas en la prisión, sería un gran regalo. Por eso Pura debe liberarlas, y así lo hace: para que no sea una ratonera en manos del ejército de ocupación.
Cuando llegan a la boca de metro se separan. Son un grupo grande, ¿cuántas? Cien, doscientas. Por lo menos había quinientas en la cárcel de Ventas encerradas por la gente de Casado. La mayoría comunistas, o simpatizantes, o socialistas de la tendencia de Negrín.
Hubiera querido tomar el metro en Manuel Becerra y bajarse en su estación, en Chamberí. Pero salieron de la cárcel con lo puesto, a mediodía, y mientras avanzaban torpes por la calle solo les daba para pensar que la ciudad estaba siendo ocupada. Y que tenían que empezar a escapar. Eran desde el primer momento mujeres en fuga. Tomada del brazo de Pilar Valbuena, trataba de poner en orden sus ideas, adónde ir, dónde esconderse, cómo continuar. No tiene dinero. Se toca otra vez el anillo de su tía Mariana, mira a Pilar que está a su lado y la calle abierta en ese ambiente tupido. «¿Qué día es hoy?». «27 de marzo de 1939». «Sí, pero ¿qué día?». «Yo creo que es lunes». ¿Adónde ir? Los lunes los niños no tienen escuela, debería ir a casa de su prima Angelines; su casa, la casa de sus tíos, será una encerrona. Cualquier casa es un agujero negro. Pilar va hacia Puente de Vallecas, y se separa de ella con un abrazo. Le desea suerte, les va deseando suerte a todas, ese grupo enorme de mujeres que en la plaza empiezan a diseminarse como hormigas. Hormigas sin hormiguero.
Camina por la calle Alcalá, luego por Goya hacia Colón, y sigue mirando extrañada, la ciudad vacía, sin milicianos, aunque se oyen tiros y detonaciones a lo lejos. En esa observación desordenada ve ahora algunas banderas monárquicas colgadas de las ventanas altas del barrio. Se estremece, se arrebuja en sí misma, porque de repente es consciente de que tiene frío. Que ese lunes 27 de marzo aún hace frío en esa incipiente primavera madrileña.
Al llegar a la calle Génova ya sabe que va a pasar por casa de sus amigas de la calle Orellana. De Manola y de Feli. Sigue mirando asombrada y simplemente espera pasar desapercibida. Al llegar al edificio lo encuentra apagado, silencioso. Entra decidida y sube los cinco pisos muy rápido, no quiere encontrar a nadie. Toca con los nudillos en la puerta de aquella buhardilla tan conocida, pero nadie abre. Vuelve a tocar, y le parece que escucha algún ruido dentro, algo quedo. «Feli, Feli, Manola…», sin casi alzar la voz. Y la puerta se entorna y ve detrás a la madre. «Pero niña, niña, ¿de dónde sales? Niña, niña, entra». Se mete en medio de la sala y de repente un abrazo la recoge por la espalda. «Manoli, pero ¿cuándo has salido, de dónde vienes? Manoli, ¿cómo no has avisado?».
Mira a Manola, sus ojos enormes que la miran y la besan, esos besos sonoros que la hacen reír. La besa y le tira del pelo, como si no se creyera que estaba delante de ella. «¿Pero de dónde vienes, de dónde vienes?». Manola la acoge en su cuerpo grande, su cara como de muñeca, su voz de eco.
Cuando acaba el plato de caldo frente a Manola y su madre, trata de expresarse: «No me explico por qué cuando aquel miliciano me pidió la documentación al entrar a la puerta de la oficina fui tan tonta. Ni por un momento se me ocurrió pensar que había algo detrás, todo me pareció una rutina. Saqué el primer carné que encontré a mano. El del Socorro Rojo, o el Mujeres Antifascistas, no me acuerdo. O el del partido. Cuando me dijo aquel hombre con el traje del ejército republicano que tenía que acompañarlos seguí pensando que todo era un error. Había escuchado tiros por la noche desde mi cama, pero como todas las noches». Nada le hizo sospechar. Nada le hizo sospechar por última vez. Luego, siempre sospecharía. De todo, sobre todo de cualquier uniforme.
Se la llevaron al Colegio de los Salesianos en la Ronda de Atocha. Cuando llegó, ya con la mañana avanzada, allí había un montón de gente. Vio desde el patio a muchos milicianos encerrados en la parte de arriba, en el patio circundante, entre los escalones. Desarmados y como desvalidos, solo gritaban. Rodeados de otros milicianos con fusiles y de ametralladoras dispuestas alrededor. A ella la llevaron a un sótano bajo la iglesia, donde se encontró con muchas caras conocidas. «Pero ¿qué está pasando?». «Los de Casado han dado un golpe de Estado a Negrín y quieren entregar la ciudad a Franco». Tan extraño, tan imposible le pareció el planteamiento que ni lo registró. «¿Qué ha pasado?».
No recuerda haber tenido nunca tanta sed. Y tanta hambre. Cientos de mujeres dormían en el suelo del sótano de la iglesia, tiradas, sin nada, y apenas les daban alimentos, ni explicación, ni agua. Cada vez que se ponían a gritar o a exigir algo, las señalaban las ametralladoras y las empujaban con las puntas de los fusiles. Arriba y a los lados, sus compañeros, la mayoría milicianos, se quejaban como ellas. Aún no se explica por qué entraron en ese estado de languidez, por qué no se sublevaron, por qué no hicieron algo. ¿Tenían miedo? ¿Era miedo? Todavía era algo parecido a la sorpresa, un asombro viendo los uniformes de los milicianos frente a los uniformes de los milicianos.
¿Iban a entregar Madrid? ¿Madrid, que había resistido casi tres años? Lo hablaban y lo hablaban entre ellas, atontadas, seguras de que más temprano que tarde llegaría el ejército de verdad, el ejército leal,