No te olvides de los que nos quedamos. Nélida Wisneke

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No te olvides de los que nos quedamos - Nélida Wisneke

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había ablandado con un poco de cebo y ajo, durante varias tardes, cuando la rutina le dejaba libre unos minutos. Su mano rodeó la cintura de su hija que hacía esfuerzo para no soltar una lágrima. Ni un sollozo se escuchaba. Ni un: “No quiero”, era posible ya.

      Mi abuela, luego, se me acercó. Me miró como quien mira el horizonte con ganas de alcanzarlo:

      Vista pouca roupa em cima10 E não se esqueça da água. Não coma muito na viagem, E quando a fome apertar, Busque folhas, e raízes, Que a floresta vai lhes dar. Por si acaso a água acaba; Pela manhã, bem cedinho, Lamba as folhas das plantas E busque nos trilhos da mata Nas pisadas dos cavalos, Ou de outras bicharadas. Ou se o céu lhes manda chuva E enche bem os buracos. Acalme, então, sua sede, Junte um pouco, se puder Que aguentamos qualquer coisa Mas morremos sem beber.

      Clavó sus dulces ojos en mis pies y se retiró sin darse vuelta. Hasta hoy la recuerdo así. Como aquella que nunca se detiene y se dirige a fundirse en un abrazo interminable con el futuro.

      El cansancio me venció y me recosté en un banco de madera. Estaba a punto de dormirme cuando una mano me tapó suavemente la boca y sin hablar me dijo tantas cosas.

      Súbitamente y en silencio me paré. Vi que la maleta ya estaba a mis pies. La levanté y la dejé caer sobre mi hombro. Me amarré cuidadosamente la vasija con agua alrededor de mi otro brazo. La mano de mi madre, entonces, sujetó fuertemente la mía y me dio señales de avanzar. Miré el corredor, sus bancos, la hamaca, el patio de tierra, los tizones que aún seguían dando calor.

      Caminamos unos pasos. Me di vuelta. Vi el palo que recostado al techo erguía sobre sí un trozo de tela blanca. Una fuerza se apoderó de mí. Me sentí gigante, intocable e inalcanzable. En mi cabeza solo resonaban los versos que la abuela me había enseñado desde pequeña.

      Ó, meu glorioso São Sebastião!11 Imploro o vosso divino auxílio e proteção. Guardai-me e defendei-me dos meus inimigos. Andando viajando, dormindo, acordado, trabalhando e negociando. Quebrantai-lhe as suas forças, ódio, vingança, furor. Qualquer mal que tiverem contra mim. Olhos tenham não me vejam; Mãos tenham não me peguem nem me façam mal nenhum. Pés tenham não me persigam. Bocas tenham, não fale e nem mintam contra mim. Armas, não tenham poder de me ferir. Cordas, correntes não me amarrem. As prisões para mim se abram as portas. Arrebentem-se as chaves. Que esteja eu livre de guerra. Meu corpo esteja fechado contra todo mal que houver contra mim. Fome, peste e guerra...

      Sin darme cuenta habíamos iniciado la marcha. Lo hacíamos en total silencio. Volví la espalda para ver si podía divisar a mi abuela. Solo alcancé a observar una mancha blanca en la oscuridad. Pero el calor y la fuerza con la que mi madre apretaba mi mano me hicieron contener las lágrimas y tranquilizaron mi joven corazón.

      La noche se fundía en mi cuerpo y en el de mamá. El ruido de las ramas que se rompían debajo de nuestros pies cortaba el silencio nocturno. De repente, unos destellos de luz iluminaron el sendero y alcancé a vislumbrar a mi abuelo. Él nos señalaba el camino. Pude ver su sombrero de paja y, cuando quise decírselo a mi madre, ella, con un dulce pero firme apretujón, me invitó a seguir, en silencio.

A1

      Caminamos, caminamos, caminamos.

      La preocupación de mi mamá se dejó notar cuando el día comenzó a clarear. Los pájaros cantaban alegremente, pero mis pies cansados comenzaron a dolerme. Ella, como en un susurro, me dijo:

      Aguenta um pouquinho mais.12 O dia está amanhecendo. O cansaço está apertando Mas eles, atrás, estão vindo. Temos que continuar, Deve ser forte menina. Se o santo nos acompanha, Chegaremos à Argentina.

      Me di cuenta de que los versos de la abuela estaban en la boca de mi madre. Ella venía en cada palabra que aparecía y se acomodaba en el lugar justo para que yo prestara atención y aprendiera de ellos. Estaba ahí, en ese ritmo repetitivo y cadencioso. En ellos, podía verla con los pies firmes en la tierra y una ternura inconmensurable en su rostro oscuro; con esas manos que hacían de todo para que lo poco que decían que podíamos tener, lo tuviéramos. En el susurro, en el viento, en la tierra que se desgranaba bajo nuestros pies, mi abuela se hacía leyenda.

      Seguimos, más calmadas. La mano temblorosa de mamá tomó un trozo de rapadura que llegó a mitigar la preocupación de ambas. La poca dulzura de la vida que había probado a mi corta edad se derretía en nuestras bocas y nos hacía soñar con otros posibles y alcanzables cielos. Luego de un rato me detuve para sacarle el marlo a la vasija y la escuché:

      Tranquila, não vai se afogar.13 De a pouco beba mocinha. É preciso continuar E cuidar das nossas coisas. Pronto vai o sol sair. O dia vai estar quente, Guarda um pouquinho de tudo Pra oferecer aos parentes14

      Bebí moderadamente y mi pensamiento se fusionó con tanto verde, la enorme cantidad de insectos y el canto, hasta entonces, desconocido de una multiplicidad de pájaros. Árboles de desiguales alturas nos cobijaban. Hojas de todos los tamaños y un verde de diferentes matices nos rodeaban. A unos metros, más allá de donde nos encontrábamos, un caraguatá15 nos ofrecía sus frutos. Mi mamá estaba a punto de tomar su machete para cortar el cacho amarillo del jugoso obsequio silvestre cuando se detuvo para ajustarse la correa de las sandalias que la abuela le había entregado antes de emprender el viaje. Y, entonces, las dos escuchamos, al mismo tiempo, el golpeteo del filo de un machete en las ramas más finas de los árboles y arbustos. Dio un manotazo desesperado. Me tomó del brazo y me empujó a un tupido follaje. Resbalamos. Nos abrazamos y sentí los latidos de su corazón cerca de mi cara. Me agarró fuertemente del brazo e hizo que lentamente nos acurrucáramos cerca del montículo de hojas y ramas verdes. Esperamos en silencio. Recosté mis manos en la tibieza húmeda de la tierra cubierta de hojuelas amarillas. Cerré los ojos y apreté mis dientes fuertemente. De repente empecé a escuchar pasos y susurros.

      Levanté mi cabeza y entre las ramas vi a un grupo de dos hombres, una mujer y dos niños que se movían sigilosamente. De vez en cuando se detenían, conversaban y se daban vuelta a mirar hacia atrás. Uno de los hombres, que llevaba una escopeta en sus manos, silbó como si fuera un surucuá16. Mi madre se movió velozmente, se arrodilló primero y me ayudó a levantarme. No nos habíamos puesto de pie, aún, cuando ellos nos vieron. Se detuvieron. Nuestras manos extendidas ofreciéndoles agua hicieron que la mujer y los niños corrieran hacia nosotras.

      La mujer tomó la vasija y como la prisa no le permitía abrir la cantimplora, me acerqué. Tiré del porongo17 el trozo de marlo18. Se lo pasé. Dio de beber a los niños, tomó un sorbo y rápidamente acercó la cantimplora a los hombres. Bebieron sin decir una sola palabra, solo miraban hacia los costados y para arriba como queriendo leer el mensaje que escribían el follaje de los árboles y el calor húmedo que comenzaba a sentirse.

      Mi mamá tomó de su maleta un trozo de carne seca y se la dio a la mujer. Esta cortó un pedazo para sus hijos y para ella. Lo que quedó se lo alcanzó a uno de los hombres. Miré a mi madre, vi en su semblante cansancio, sueño y preocupación.

      La marcha que continuaba con dos machetes más, pero con siete personas que necesitarían alimentarse, retomaba el rumbo. Uno de los hombres que llevaba un sombrero de cuero miró hacia la misma dirección que yo y de un solo machetazo cortó el cacho de caraguatá19, lo llevó colgando en su mano izquierda.

      Yo no podía seguir. Tenía calor, se me cerraban los ojos y mis piernas parecían estar a punto de languidecer. Pensé en el patio de tierra, el corredor y la mesa de madera con una bandeja de batatas recién hervidas, tibiecitas. Sentí cómo una se despedazaba en mis manos y mi boca comenzaba a sentir el sabor seco y dulzón del tubérculo.

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