No te olvides de los que nos quedamos. Nélida Wisneke

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No te olvides de los que nos quedamos - Nélida Wisneke

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vai ser fácil filhinha20 Mas vai ter que aguentar. A viagem vai ser longa, Vai ter que se acostumar. Não se afaste de sua mãe. Cuida dela para mim. Escuta o que lhe diz. Não embraveça jamais. Que mesmo sem dizer-lhe nada. Ela não quer é seu mal.

      Intentaba reconstruir los versos que había escuchado de la boca de la anciana más querida de mi corta vida, cuando oí a mi mamá. Hasta su voz sonaba como la de la abuela. La miré y su sonrisa era igual…

      Apure o passo menina21 Não queira me abandonar, Já caminhamos um trecho Só falta um pouquinho mais.

      Y en mi mano dejó caer, como si fuera la tierra que íbamos a buscar, un puñado de” farofa” 22. La fui comiendo de a poco, para que no se acabara muy pronto y no me diera tanta sed.

      Recuperé mis fuerzas. Me acerqué a los niños, pero enseguida nos separaron porque decían que no debíamos hablar.

      Al lado de mamá, iba descubriendo unas minúsculas flores de variados colores y el reflejo de los rayos del sol que se filtraba entre las hojas de los árboles me dejó ver el celeste cielo que nos acompañaba.

      Los hombres que iban adelante se quedaron inmóviles. El de la escopeta levantó la mano en señal de alerta. La mujer abrazó a sus niños y yo me prendí a la pollera de mamá. Sigilosamente corrimos hacia unos arbustos y nos mantuvimos sentados en cuclillas. De lejos los vimos. Un venado hembra con su cría avanzaba hacia nosotros, olía las hojas que se encontraban en el suelo. Mi corazón que se había disparado comenzó a tranquilizarse nuevamente.

      El hombre del sombrero de cuero se detuvo, tomó su cuchillo y comenzó a desgranar los frutos del caraguatá. Contó hasta 5 y nos hizo una señal para que nos acercáramos. Yo llegué primero, pero él no comenzó a repartir las frutas hasta que no estuvimos los tres23. Mi boca se llenó de saliva cuando vi los frutos en mis manos. Las dos, llenas de jugosos y dulces frutos amarillos. El reflejo del sol los alumbró, justo cuando los miraba encantada. Parecían un puñado de bolas de oro. Mi mamá se acercó, tomó dos y los guardó en la maleta junto con las bananas. Agarré rápidamente los tres que quedaron y los devoré con muchas ansias, aunque el último me produjo un poco de picazón en la boca.

      Tenía ganas de cantar, pero no podíamos emitir sonido.

A1

      Los reflejos de los rayos del sol comenzaron a retirarse y mi mamá empezó a bostezar muy seguido. El hombre de la escopeta llamó a las mujeres y nosotros, los niños, nos intercambiamos florcitas de trébol y otras maravillas diminutas.

      Uno de los chicos tenía en sus manos un escarabajo negro con un par de cuernos. Uno a cada lado de sus ojos. Cada vez que quería erguirse, el niño lo volteaba colocándolo patas arriba. El insecto intentaba desplegar las alas que estaban escondidas debajo de un capuchón duro y no lo conseguía. Movía sus seis patas como si estuviera bailando. Para nosotros era muy divertido verlo. De repente, sentí la respiración de mamá cerca de mi oreja y en su voz, que dejó de ser un susurro, nos dijo:

      Deixem já esse besouro!24 Ele também quer viver. Trabalhou durante o dia, Rolando bosta no ninho Para seus filhos comer. E agora, vocês, meninos Vêm a ele atrapalhar? Deixem-no em liberdade. Não esqueçam que pra humanidade, Existe um só mandamento: Que em quanto estejamos vivos, Tudo o que seja vivente, Animais, plantas selvagens, Devem receber o mesmo Respeito e atendimento.

      El escarabajo se fue volando hasta las hojas de una “pariparoba” 25 que había logrado enredarse entre las ramas de una ortiga gigante. En ese instante se escuchó: tu, tu, tu, tu, tu, tu, tu26. El surucuá visitante estaba cerca. Nos quedamos en silencio.

      Los hombres se adelantaron. Nosotros nos juntamos y comenzamos a medir nuestros pasos. Las mujeres buscaban un lugar para escondernos. Ya allí, esperamos. Tirados en el suelo, con el corazón palpitando y nuestros pechos rozando las hojas secas que comenzaron a humedecerse con la caída del sol y la llegada de una nueva noche. La primera, juntos, en la selva.

A1

      Los hombres volvieron y nos hicieron señales para que avanzáramos sin cuidado. Nos levantamos y retomamos la marcha. Mamá tomó la cantimplora, nos miró y la volvió a guardar. Desamarré la mía y, cuando quise pasársela, me tomó la mano y me obligó a ponerla en su lugar.

      Oscurecía. Los adultos se miraban entre ellos. A nosotros el silencio nos daba miedo. Restregué mis ojos. Las imágenes del patio, de la abuela, del banquito de tres maderas que mi abuelo había construido, luego de una dura lucha con el machete, y me lo había regalado cuando solo tenía 3 años, me invadieron. Pensaba en eso cuando tropecé con un tronco. Quise llorar. Pero el sacudón en el brazo que recibí de mamá hizo que mirara hacia adelante.

      Cuatro velas (antorchas) encendidas, rodeaban a unas hojas de banana que hacían, a su vez, de bandeja. Sobre ellas un pedazo de cerdo asado, una gallina, unos huevos duros y en pequeños segmentos del mismo vegetal, pororó. Mucho pororó bañado con miel de caña. Mi mamá elevó sus manos al cielo y se inclinó hacia la tierra en agradecimiento. Alcancé a oír lo que decía y mi cuerpo se estremeció completamente.

      Ó, meu glorioso São Sebastião...27

      Mi abuela se hizo presente en mi memoria cuando recordé los versos que escuché de su boca, en una de esas tardes que acostumbraba a contarme historias:

      Você ainda era pequena28 E estava muito doente, Achamos que ia morrer E chamamos aos parentes. Todo mundo veio a vê-la E com eles, minha mãe, Trouxe essa bandeira branca Que até aos mais bravos espanta, E você eu entreguei A ele, São Sebastião. Senhor de povos aflitos, Daqueles que sem ser ricos Lutam pela liberdade, Recebendo caridade E única satisfação; Dar-lhe a libertação Para quem fora cativo, Conflitado e esquecido, Tratado qual foragido Bandido e ainda pior.

      Las dos mujeres comenzaron a mover sus cuerpos en señal de agradecimiento. Me acerqué y vi que los cirios (tacuaras) tenían unas cintas y en ellos habían grabado unos símbolos que yo no entendía, pero parecía que el hombre de la escopeta, sí; porque señalaba hacia una dirección y volvía a mirarlas. Conversaba con el otro. Deliberaban, ambos, en voz baja.

      Nos sentamos y esperamos los suculentos bocados. Los hombres se acercaron, tomaron una de las vasijas, bebieron e intercalaron los sorbos de aquel líquido con generosos mordiscos a las porciones de cerdo que aún quedaban. Las devoraban con hambre rapaz. La madre de los niños nos acercó un poco de pororó. Lo comimos con entusiasmo. Al rato las mujeres comenzaron a guardar algo de lo que quedaba. Mamá tomó uno de los porongos, lo olió, lo volvió a tapar y se lo pasó a la mujer. Uno de los chicos quiso beber de él. Pero, ambas, le sugirieron que ingiriera el agua de la otra cantimplora para satisfacer su sed. El hombre de la escopeta se acercó a la ofrenda, tomó una parte de la gallina, la envolvió en una fracción de tela y la ató a su cintura. Le cedió lugar al otro que hizo lo mismo con el cerdo. Mamá les alcanzó agua. Primero bebió el que estaba armado y más tarde el hombre simpático, el que usaba sombrero de cuero. Después de haber saciado su sed, se agachó, nuevamente, y apretó fuerte el porongo del que, inicialmente, los dos habían bebido, lo destapó y tragó un largo sorbo acompañándolo con un sonido gutural que nos causó gracia. Nos tapamos la boca y no nos podíamos mirar porque explotábamos de la risa.

      Un trozo de tela blanca se deslizaba entre las manos de mamá que intentaba atarlo a una vara de “canela, preta” 29. La clavó en el suelo y se inclinó ante él. Los hombres guardaron los cirios apagados dentro de las maletas y en señal de avance todos nos pusimos de pie para seguir. Atrás quedó la bandera como señal de que el santo nos había permitido llegar

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