No te olvides de los que nos quedamos. Nélida Wisneke
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Me desperté con el trinar de los pájaros. Miré a mí alrededor y la vi. Estaba sentada. Se ataba un pañuelo en la cabeza. Me hizo señal de silencio y me ofreció los dos frutos de caraguatá que había guardado en la maleta. Los tomé, me levanté y quise usar el agua para lavarme la cara. Ella me lo impidió. Hizo gestos señalándome los frutos. Los comí muy rápidamente. Me di cuenta, en ese momento, de que el sabor agridulce impregnaba toda mi boca y le proporcionaba una cierta felicidad a mi cerebro. Me volvía más amable, segura y hasta me daban ganas de cantar. Recordé que cuando estábamos en la casa cantábamos. Todo lo que sucedía en el lugar se volvía canción. Escuchando atentamente las melodías tristes y los versos alegres, entre los mayores, era como los niños aprendíamos.
Estaba pensando en eso cuando me di vuelta y la vi sentada, apoyando todo el peso de su cuerpo sobre sus tobillos. Una puntilla blanca sobresalía del bies de su pollera que había sido amontonado, desprolijamente, entre sus piernas para poder organizar las cosas que traíamos en la maleta. Alcancé a ver la bolsa de “farofa” 32, la rapadura y las bananas. Tomó la penca de plátanos, la sacó de la bolsa, apretó cada uno de los dedos que conformaban el racimo, hizo un gesto de desaprobación y la volvió a guardar. Sacudió la cantimplora. Por el ruido deduje que quedaba poco líquido.
Apresuradamente fui hasta mi maleta. Sabía que allí habían puesto algunas cosas para el viaje y que mi cantimplora, que yacía recostada en ella, estaba aún llena. No sé cómo tropecé y fui a parar con parte de mi hombro derecho, arriba de las ramas secas de un arbusto espinoso que se erguía firme muy cerca de donde nos habíamos echado a descansar. Vi estrellas en pleno amanecer. Apreté mis dientes para no gritar de dolor.
Viu!33 Isso é por que você faz, Sempre aquilo que não deve Precisava levantar? Só para fazer bagunça. Ooó! Que menina danada! Acorda sempre quem não presta. Despontando a madrugada.
La sangre que enseguida manchó la espalda de mi vestido, supongo, que me salvó de todo castigo. Lo cierto es que todavía no se habían secado mis lágrimas cuando me di cuenta de que la mujer que venía con los niños estaba a mi lado con la vasija que habíamos traído de la ofrenda en la encrucijada. Mi mamá hizo que me acostara sobre su falda, me ayudó a descubrir la herida y puso mi boca sobre una de sus manos. La enfermera recién recibida embebió una parte de su pollera con el líquido de la vasija y lo recostó con fuerza sobre mi piel rasgada. En ese momento sentí una mano de mi madre apretándome la boca, con ímpetu y, con la otra, sujetaba mi cabeza. Pensé que moriría de dolor. Me quemaba el hombro como si me hubieran puesto una braza en la herida. Cuando me calmé, con un movimiento brusco salí de entre esas “pinzas asesinas” que me mantuvieron sujeta y permitieron tanta tortura. Entonces vi a los chicos que estaban paraditos, tapándose la boca para no soltar una carcajada. Me miraban y se descostillaban de la risa34.
Con el hombro ya no con dolor, sino también con ardor, intenté calzarme la maleta en el otro brazo y la cantimplora me la amarré a la cintura.
Los hombres aparecieron de repente, no sé de dónde. Un solo gesto bastó para que emprendiéramos el viaje nuevamente.
Me iba lejos de mamá. Sola, con mis rebeldes silencios. Hasta que entre mis manos sentí las suyas y el enojo desapareció.
El miedo y la esperanza se habían hecho carne en nosotros. Todo lo que ya habíamos caminado, los sustos, el cansancio, las piernas que a veces no respondían y el hambre que comenzaba a apretar iban de la mano con el deseo de llegar al lugar donde seríamos libres. Sabíamos que había gente que nos esperaba. Que tendríamos un lugar donde descansar, sembrar y cosechar.
Recordé que mi abuela decía que, si se enterraba el cordón umbilical de un recién nacido, en una maceta, parte de él, luego de un tiempo, pasaba a fundirse con la tierra, y como miembro de la comunidad, jamás se olvidaría de su lugar, de su historia y de su gente. Siempre estaría intentando volver. Parte de mí quedó abonando esa perfumada hierba buena35 que adornaba el rancho donde descansábamos y daba la bienvenida a los que estaban de paso, cansados, agobiados, o habían sido castigados. Yo también quería volver. Ya no aguantaba el cansancio, el hambre y a la mañana, cuando vi a mi mamá lamiendo las hojas de los arbustos, supe que comenzaríamos a tener sed.
Ya no quedaba prácticamente nada de comer en la maleta. La mujer que venía con nosotros tenía los ojos cada vez más hundidos y a los niños se les había borrado la sonrisa burlona, ya no dejaban asomar, tan seguido, sus dientes blancos de entre sus gruesos y negros labios. Los había comenzado a vencer el calor húmedo, el hambre y la sed. Busqué disimuladamente un cubito de rapadura y sentí los ojos censuradores de mamá.
Me acordé de cómo sabían los caldos de verduras que mi mamá solía preparar cada vez que en la casa grande comían pollo. Las patitas y las vísceras, muy limpitas, formaban parte del suculento manjar y como postre el “mingau”36_. Quería comer. Cerré los ojos y busqué en mi memoria el refugio más seguro y la sabia experiencia que me fuera entregada en forma de verso, días antes de emprender el viaje:
Não façam fogo nem busquem lenha37 Nem nada para se alumiar. Não percam tempo em coisas Pelas que os podem matar. As comidas só vão ser As que as deixem no caminho. Guardem tudo o que sobrar E agradeçam aos parentes, Nessa tarefa há muita gente Que estão nos ajudando. E hoje o que vocês recebem A outro pode estar faltando. Por isso nunca se esqueçam De agradecer os serviços, Pois é muito bom pra isso Cuidar tudo o que se tem. Não tirar fora a comida, Nunca jogar fora a água. São coisas muito essenciais E sem elas morrerão. Sempre ao fechar seus olhos Peçam para o criador: Na viagem força e consolo Até chegar a esse solo, E obter a liberdade. Porque se antes de chegar, Eles encontram vocês; Poderão ser devolvidos. Espancados, contundidos, E o que é pior ainda, Morrer como foragidos.
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