Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys

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Historia del pensamiento político del siglo XIX - Gregory  Claeys Universitaria

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en políticos profesionales de la oposición.

      El auge de los movimientos nacionalistas subordinados tuvo repercusiones significativas a largo plazo para el nacionalismo dominante. Los nacionalistas polacos empezaron a hacer énfasis en el catolicismo y en el pueblo, lo que debilitó su capacidad para concitar apoyos, por motivos históricos, en aquellas zonas donde no había una cultura popular polaca. La política se centró en tareas de corte social en diferentes territorios, y la contrarrevolución marginó al nacionalismo programático durante décadas. El auge de 1863 únicamente se apreció en la Polonia rusa, y a los nacionalistas les costó coordinar sus acciones en los territorios fragmentados. Sólo el colapso del poder imperial tras la Primera Guerra Mundial dio alas a un nuevo programa para la independencia polaca (Davies, 1962).

      En Hungría, radicales como Kossuth aprendieron en 1848 la lección de que había que construir un programa federalista y multicultural que atrajera a los no magiares. Pero Kossuth estaba en el exilio, y el nacionalismo populista sólo ganó puntos en Hungría tras su muerte. En cambio, la estrategia de la elite, tras la derrota de Austria a manos de Prusia, fue buscar la autonomía interna. Los húngaros procuraron una asimilación forzosa de los no magiares manteniéndolos a su vez en posiciones subordinadas.

      Hungría pudo permitírselo gracias a los golpes contra la autoridad de los Habsburgo, en 1859 y 1866, que acabaron con su expulsión de Italia y Alemania. El imperio se fraccionó en sus partes constituyentes nacionales, tal y como habían vaticinado que ocurriría los defensores de la nacionalidad histórica en 1848, aunque no fue como ellos habían predicho.

      Los movimientos separatistas obviaron las dificultades de formular un programa y cubrieron el expediente exigiendo independencia y libertad a un extranjero opresor. Sin embargo, los movimientos nacionalistas más exitosos de la década de 1860 fueron los movimientos de unificación de Alemania e Italia. La unificación es más compleja que la secesión, pues requiere algo más que el colapso de un Estado o una victoria militar. La unificación implica cooperación entre un Estado existente (Piamonte, Prusia) y un movimiento que ha hecho suyo el principio de nacionalidad. Para mejorar esta cooperación, era esencial redactar una constitución que extendiera el principio monárquico del Estado dominante a todo el territorio nacional al tiempo que daba expresión al principio de nacionalidad. La constitución ordenaba la creación de un parlamento electo, lo que convertía a la «política nacional» en algo rutinario. Este modelo fue utilizado por otros movimientos nacionalistas, que apelaban a estados-nación existentes para que los ayudaran a establecer estados-nación similares (Breuilly, 1993, cap. 4).

      LA DIFUSIÓN DEL DISCURSO NACIONALISTA

      He descrito el auge del principio de nacionalidad: de las proclamas civilizatorias de Francia y Gran Bretaña a los argumentos sobre la nacionalidad histórica de alemanes, italianos, magiares y polacos, así como a los grupos culturales subordinados que utilizaban nociones como la cultura vernácula, la religión popular y la etnia. La función, cada vez más populista, del lenguaje político empujaba al discurso en dirección etno-cultural, incluso allí donde existía una tradición previa de formular la nacionalidad en términos elitistas. El éxito de la unificación italiana y alemana volvió atractivo el principio de nacionalidad y lo convirtió en un modelo programático para otros. Los opositores políticos también se apropiaron de él para justificar sus exigencias, aunque fueran básicamente de carácter religioso o social. Los autodenominados estados nacionales recurrieron a argumentos nacionalistas para justificar la implementación de políticas a nivel interno y externo.

      Tradición y nacionalismo

      El auge del principio de nacionalidad obligó a los conservadores no nacionalistas a subirse al carro. El principio de nacionalidad siempre se había asociado a valores liberal-democráticos y radical-populistas que no gustaban a los conservadores. El zar era el padre del pueblo, el emperador Habsburgo estaba por encima de los orígenes nacionales. Los imperios empezaron a pensar en la estrategia de dar alas a las nacionalidades para que se neutralizaran entre sí, pero los disuadió la posibilidad de que fuera una amenaza para su ideal de orden. Los Habsburgo no emanciparon a los campesinos de Galitzia en 1846 tras haber acabado con el nacionalismo de los terratenientes polacos. Tampoco lo hicieron en Lombardía-Venecia después de 1848 (Sked, 1979). Los británicos sostuvieron a la clase anglo-irlandesa propietaria de la tierra hasta bien mediado el siglo. Los Romanov no tenían intención de destruir a la elite nacionalista polaca como clase propietaria tras el levantamiento de 1830-1831.

      Era más fácil dar los primeros pasos conservadores en territorios nacionalmente homogéneos. Conservadores inconformistas, como Disraeli o Bismarck, se dieron cuenta de que había apoyo popular para las políticas antiliberales en casa y fuera. De forma más radical, aunque autoritaria, el imperio plebiscitario de Luis Napoleón minó el liberalismo y la democracia a nivel interno y utilizó el principio de nacionalidad en sus relaciones exteriores.

      Los conservadores de principios de siglo intentaron construir una tradición nacional basada en la monarquía, la fe y la jerarquía. En Gran Bretaña se recuperaron los argumentos de Burke. En Francia y España, los monárquicos difundían la idea de que el auténtico espíritu del país residía en la monarquía, la diversidad provincial y una poderosa Iglesia católica. En el último tercio del siglo XIX, los conservadores se habían apropiado de este tipo de argumentos junto a otros, como el antisemitismo, y los utilizaron contra los principios liberal-democráticos de la nacionalidad (cfr. el estudio de Rogger y Weber, 1966).

      Sin embargo, el ascenso imparable de la política popular quebró a los sistemas imperiales, que hubieron de abandonar su política de dinastías neutrales para defender a los grupos culturalmente dominantes. El gobierno británico de Gladstone se embarcó en una reforma agraria en Irlanda que acabó con la propiedad exclusiva de la tierra en manos de los anglo-irlandeses y permitió que surgiera el nacionalismo popular irlandés. El gobierno zarista emancipó a los siervos en 1861, situación que explotó a su favor contra los terratenientes polacos durante la insurrección de 1863. También emprendió una política de «rusificación» de los eslavos no rusos. En el Imperio Habsburgo iba creciendo el antagonismo entre checos y alemanes, lo que obligó al gobierno a reconocer explícitamente las diferencias nacionales (Berend, 2003, cap. 6). La Alemania imperial emprendió políticas de germanización de los polacos (Hagen, 1980).

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