Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys

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Historia del pensamiento político del siglo XIX - Gregory  Claeys Universitaria

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española contra Napoleón, contribuyó al proceso. Pero las ideas más conservadoras sobre la independencia, defendidas por las elites políticas aliadas con los líderes militares, acabaron triunfando sobre las basadas en los ideales franceses de libertad, igualdad y fraternidad, a pesar de las aspiraciones más revolucionarias de Francisco de Miranda y otros (Rodríguez, 1997, p. 122). Había poca gente que pensara como Bernardo OʼHiggins, que proclamó: «Detesto la aristocracia […] la amada igualdad es mi ídolo» (citado en Lynch, 1986, p. 142). El absolutismo borbónico no era muy atractivo, pero la participación política seguía siendo cosa de la elite, pues se exigían muchas propiedades para poder votar. Las ideas políticas más liberales tendían a aparecer tras las rebeliones, no a precederlas, y a menudo eran rechazadas tanto por parte de las elites blancas como por las criollas, que temían que dieran lugar a revueltas étnicas de los esclavos de piel más oscura, los nativos y los campesinos. La diversidad étnica, el bandolerismo social y las revueltas de esclavos inhibieron, en general, la creación de identidades nacionales en los nuevos estados; las elites criollas nacidas en América solían cerrar filas con los españoles (Macfarlane y Posada-Carbó, 1999, pp. 1-12). Pero surgió asimismo una identidad «americana» y antiespañola (Lynch, 1986, pp. 1-2). No hubo tendencia al laicismo. La idea de una intervención estatal para promocionar la educación y la prosperidad, al estilo de las propuestas de OʼHiggins y del proteccionismo económico, obtuvieron mayor apoyo que las del laissez faire. El republicanismo era la norma. Pero hasta liberales como Bolívar, el primer presidente de Colombia, que defendía la revisión judicial, la limitación de los poderes del presidente y la abolición de la esclavitud, exigían un ejecutivo fuerte y limitaron el sufragio atendiendo a la riqueza y al nivel educativo (Lynch, 2006, pp. 144-145). Tras las guerras revolucionarias era frecuente que hiciera su aparición el caudillismo, o que tomaran el poder señores de la guerra regionales hostiles a la autoridad central. México apostó por un emperador y era evidente que líderes como José de San Martín eran monárquicos de corazón. La insurrección tomó forma en Caracas, Buenos Aires y Santiago. Ciudad de México en principio defendió el gobierno de los españoles, y Cuba no logró la independencia hasta finales de siglo. De manera que hablamos de un proceso de independencia nacional muy desigual, en el que las elites modernizadoras desempeñaron un papel crucial a la hora de decidir si iba a haber o no guerras de independencia y qué tipo de gobierno se iba a instaurar después (Domínguez, 1980, p. 3).

      En el norte se creó rápidamente un precedente anticolonial de enorme influencia: el derrocamiento de los gobernantes franceses en la isla de Santo Domingo, en 1791, tras la rebelión de 500.000 esclavos (en 1804 una tercera parte de ellos había muerto) inspirados en los nuevos principios revolucionarios y liderados por el «Espartaco negro», Toussaint L’Ouverture. «La única revuelta de esclavos exitosa de la historia» (James, 1963, p. ix) llevó, tras la derrota de ejércitos españoles, franceses e ingleses, a la fundación de la primera república de esclavos emancipados de la historia, Haití, en 1804 (cfr. Geggus, 2001). También hubo revueltas en Jamaica, Surinam y otros lugares (en general, cfr. Genovese, 1979). En Brasil se registraron revueltas milenaristas entre 1807 y 1835, casi siempre de inspiración religiosa, en un caso islámica (Reis, 1993). Los rebeldes querían convertirse en propietarios de las tierras. En las Indias Occidentales, Jamaica vivió una revuelta de esclavos en 1831 en la que estuvieron implicados misioneros baptistas. Allí se reprimió brutalmente un levantamiento de antiguos esclavos en 1865, al que se denomina la «Insurrección jamaicana». El gobernador Eyre la aplastó provocando 2.000 muertes, y el asunto se convirtió en una cause célèbre (Semmel, 1962). También hubo oposición al gobierno francés en África del Norte y Occidental, así como en Indochina (Argelia en, por ejemplo, Laremont, 1999; África Occidental en Crowder, 1978; Vietnam en Marr, 1971 y Trung, 1967). La política de aniquilación de los nativos del gobierno alemán provocó un levantamiento en el sudoeste de África, entre 1904 y 1907, que fue brutalmente reprimido. Hubo cientos o miles de muertos, según contabilicemos o no los fallecidos a causa de la hambruna posterior provocada por una táctica de tierra quemada (Stoecker, 1987). Cabe decir lo mismo del gobierno holandés en Java, donde hubo una guerra entre 1825 y 1830, que se saldó con la muerte de unos 200.000 nativos (cfr. Kuitenbrouwer, 1991). Se desataron asimismo revueltas en colonias portuguesas (el contexto, en Boxer, 1963). Las potencias no europeas tampoco se ahorraron las luchas de resistencia, sobre todo Rusia en Asia Central, y Japón en Corea (el caso de Japón, en Beasley, 1987; Kim, 1967 y Yeol, 1985. El caso de Rusia, en Geyer, 1987). En Estados Unidos fueron sucesivamente sometiendo a los nativos, diezmando sus filas mediante enfermedad y guerra, y confinándolos en reservas (Bonham, 1970; Silva, 2004). Normalmente estas rebeliones empezaban debido al descontento existente por la introducción de nuevos métodos de comercio y nuevas tecnologías, por la privación relativa, por la quiebra de la vida en los poblados y el desplazamiento padecido por las elites nativas. En muchas regiones hubo «movimientos de revitalización» de las tradiciones propias como reacción a la conquista, y sus artífices adoptaron cierto profetismo, mesianismo y milenarismo. El pasado precolonial pasó a describirse como una edad de oro. Estas reacciones no se definían tanto por la conciencia de clase como por el antagonismo hacia la elite colonial, formada por los europeos y por nativos asimilados. No era nacionalismo sino más bien regionalismo o lealtad hacia la propia tribu y apego hacia un líder carismático y, por lo general, profético (Adas, 1987; Thrupp, 1970).

      En el mayor imperio europeo, el rechazo al gobierno británico por parte de las poblaciones nativas fue incesante durante todo este periodo. En Australia hubo resistencia aborigen desde los años de la primera ocupación en 1788. Entre 1790 y 1802 la lideró Pemulwuy, pero se mantuvo durante todo el siglo XIX. Las revueltas se reprimían con brutalidad y las tierras de los aborígenes se declaraban terra nullius, tierras desocupadas, y se apoderaban de ellas sin ofrecer a cambio compensación alguna (Reynolds, 1982). Los pueblos nativos carecían de una lengua común y estaban divididos por el antagonismo entre tribus. Como carecían de una estructura autoritaria en el ámbito político o militar, rara vez pudieron organizar revueltas concertadas, pero sí había cierto nivel de organización y las tribus participaban juntas en la instrucción militar. A veces hasta los nativos «domesticados» organizaban ataques contra los colonos (Robinson y York, 1977, pp. 5, 11). Hubo convictos fugados, como George Clarke, que se pintó el cuerpo como los nativos y colaboró en las razias contra los colonos (Robinson y York, 1977, p. 120). A veces se justificaban las rebeliones armadas apelando a la ley tribal, pero las masacres y las reubicaciones forzosas fueron acabando poco a poco con la resistencia (Newbury, 1999). En Tasmania la lucha se prolongó de 1804 a 1834 y acabó en genocidio. El conflicto se intensificó durante la Guerra Negra de 1827-1830 y la hostilidad racial alcanzó nuevas cotas. Probablemente murieran de forma violenta entre 20.000 y 50.000 nativos en Australia a lo largo de todo el siglo (Reynolds, 1982, pp. 122-123).

      La resistencia maorí en Nueva Zelanda (1843-1872), aunque también se vio lastrada por las enemistades intertribales, estuvo mejor organizada y fue más prolongada. Terminó con la obtención de valiosos derechos sobre la tierra y tuvo mucho más éxito (Ryan y Parham, 2002). En la década de 1860, la resistencia la lideró un movimiento religioso sincrético cristiano-maorí, Hau Hau, bajo la guía del profeta Te Ua Huamene. Los zulúes eran adversarios igual de formidables y causaron muchas bajas a los británicos en la batalla de Isandlwana, en 1879 (Chikeka, 2004; Crais, 1991; Jaffe, 1994). En Canadá los británicos se enfrentaron tanto a la población nativa como a los desafectos habitants franceses, que protagonizaron una rebelión –junto a los radicales anglocanadienses liderados por William Lyon Mackenzie– con Louis Papineau, en 1837, para lograr la secesión y fundar una república independiente (Read, 1896). También hubo resistencia en África Occidental (Pawlikova-Vilhanova, 1988), Malasia (Nonini, 1992), Birmania y otros lugares. La victoria simbólicamente más memorable y antiimperialista de la época fue la derrota del general Charles Gordon en Jartum en 1885. En aquella batalla predicadores itinerantes musulmanes libraron una jihad o guerra santa liderados por el Mahdi. Arrollaron a las fuerzas británicas y fundaron una república islámica que pervivió hasta 1898 (Holt, 1970; Nicoll, 2004; Wingate, 1968).

      El mayor ejemplo de rebelión a gran escala en el Imperio británico tuvo lugar en la India durante el denominado Motín de los Cipayos (1857-1858), también conocido como la Primera Guerra India de Independencia. Los

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