Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys

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Historia del pensamiento político del siglo XIX - Gregory  Claeys Universitaria

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Bazard, que posteriormente se convertiría en un destacado saint-simoniano.

      Para los revolucionarios decimonónicos el prototipo de esta forma de conjuración insurreccional fue la abortada conspiración de 1796 liderada por François-Noël (o «Gracchus») Babeuf, el arquetipo de revolucionario profesional, desinteresado y dedicado en cuerpo y alma a la incandescente renovación de la virtud social por medio de la violencia. La historia fue inmortalizada en History of Babeufʼs Conspiracy (1828) de Philippe-Michel Buonarroti. Pretendían derrocar al Directorio, volver a la constitución de 1793, más democrática, y establecer la propiedad agraria colectiva en una generación, aboliendo la posibilidad de heredarla y creando una comunidad de bienes tras el reparto igualitario de la tierra (unas cinco hectáreas y media por familia). Las autoridades comunales supervisarían a los administradores electos en cada ramo, regulando así el sistema de producción y distribución. Pensaban abolir el empleo privado y el comercio así como encargar al gobierno nacional la tarea de rectificar posibles desigualdades entre regiones (Bax 1911, pp. 125-134; Lehning, 1956; Rose, 1978; Thomson, 1947). Babeuf (1760-1797) pensaba asesinar a los cinco miembros del Directorio y, como es sabido, exclamó en su juicio: «¡Todo medio es legítimo para derrocar a los tiranos!». Buonarroti, el amigo de Robespierre, estaba de acuerdo cuando proclamó: «Ningún medio constituye delito siempre que se trate de cumplir un fin sagrado» (Laqueur, 1977, p. 23). (Sus críticos los acusaron de «derramar mucha sangre para lograr una gran igualdad»; Southey, 1856, IV, p. 180.) Se ha afirmado que Babeuf pretendía convertirse en dictador para crear el prototipo de una dictadura revolucionaria permanente en la estela de Robespierre. Hay quien ha añadido que «la ausencia de rasgos específicamente populares del movimiento lo convirtió en terrorismo» (Laqueur, 1977, p. 23). Sin embargo, en estudios más detallados se hace hincapié en el carácter meramente provisional de la dictadura, que no duraría más de tres meses y habría de ser sustituida por una democracia de masas, que admitiría la participación de las mujeres y sería responsable ante el pueblo. De manera que no es ya que fuera diferente a los modelos posteriores de Lenin y Blanqui, en realidad fue una reacción contra la dictadura jacobina, incluso «uno de los mayores logros de la teoría de la democracia durante la época revolucionaria en Europa» (Birchall, 1997, p. 155; Rose, 1978, pp. 218, 342). Pero también cabía la posibilidad de que esa dictadura de hommes sages, de sabios «qui sont embrasés de l’amour de l’égalité et ont le courage de se dévouer pour en assurer lʼétablissement» (Lehning, 1956, pp. 115-116), se convirtiera en algo permanente, una idea que Buonarroti defendería toda su vida (Lehning, 1956, p. 114). Quienes no eran partidarios de estos proyectos decían que encarnaban la idea de la «democracia totalitaria», en la que la búsqueda del orden social perfecto y la implementación de un único y verdadero modelo político justificaban prácticamente cualquier medio (Talmon, 1960, pp. 1-3, 167-248).

      No cabe duda de que Babeuf y Buonarroti inventaron un modelo de organización secreta revolucionaria más que un partido proletario al estilo de los marxistas posteriores. Había una dirección en lo más alto de la jerarquía, pero la organización estaba compuesta por muchos grupúsculos que no solían conocerse entre sí. Este modelo fue el utilizado por la Sociedad de las Familias, fundada en julio de 1834, que constaba de unidades básicas de seis miembros, a las que denominaban «familia». Cinco o seis de estos grupos formaban una sección, y dos o tres secciones un distrito, cuyo jefe recibía las órdenes directamente del comité de dirección. Su sucesora, la Sociedad de las Estaciones (1836), estaba formada por cohortes divididas en Semanas (el rango más bajo) y Meses (compuestos por cuatro Semanas). Tres Meses formaban una Estación (88 miembros) y cuatro Estaciones un Año, con un triunvirato de líderes en la cumbre. No pretendían sólo derrocar a la monarquía, también pensaban «exterminar» a los ricos, «que constituyen una aristocracia tan depredadora como la original», la nobleza hereditaria abolida en 1830 (Hodde, 1864, p. 255) (aunque Hodde era un espía de la policía cuya sinceridad ha sido muy cuestionada).

      Armand Barbès, Martin Bernard y el más famoso sucesor de Babeuf, Auguste Blanqui (1805-1881) –líder de un movimiento denominado blanquismo y proclamado a menudo fundador de la teoría posrevolucionaria de la dictadura del proletariado atribuida a Marx y al bolchevismo posterior–, lideraban este movimiento, que contaba con unos 900 afiliados en 1839 (Postgate, 1926, p. 35). (Spitzer [1957, p. 176] niega que Blanqui usara la expresión «dictadura del proletariado» y considera que su concepto de dictadura es más jacobino que marxista. Detalles sobre la fase más blanquista de Marx, en Marx y Engels [1978a, pp. 277-287]. El tema se trata en Lattek [2006, cap. 3].) Blanqui empezó su carrera como carbonario antiborbónico, pero adquirió fama trasladando las tácticas del republicanismo revolucionario al socialismo, que, antes de 1840, solía ser apolítico y explícitamente antirrevolucionario. Al principio, los blanquistas eran una sociedad de estudiantes del Segundo Imperio, se convirtieron en una facción política en la época de la Comuna, languidecieron en el exilio en Gran Bretaña y se reagruparon para oponerse al republicanismo de clase media liderado por Gambetta en la década de 1880 (Hutton, 1981; Spitzer, 1957). Tenían un concepto de revolución esencialmente jacobino y su ideario era fervientemente patriótico-nacionalista, anticlerical, democrático y republicano. Hay quien considera que se basaba en una forma rudimentaria de la teoría de la lucha de clases, en la que los «trabajadores», no los pobres ni el «pueblo», desempeñarían un papel fundamental. Otros han señalado, sin embargo, que debía dirigir a las masas un selecto grupo de conspiradores desinteresados formado por elementos alienados de la sociedad urbana moderna, es decir, sobre todo por los parisinos que constituían el «pueblo» del mito jacobino, y no por el proletariado industrial (Spitzer, 1957, pp. 162-166). Tras la revolución pensaban expulsar del país a los curas, los aristócratas y otros enemigos; el ejército sería sustituido por una milicia nacional, así como la magistratura lo sería por jurados en todos los juicios. No pensaban atentar contra la propiedad privada en principio, pero Blanqui esperaba que, tras la implementación de la educación universal, fuera suplantada por el comunismo. Los blanquistas protagonizaron una insurrección frustrada en mayo de 1839, y desplegaron su actividad en 1848 y en 1870.

      Italia

      En Italia, España, el Piamonte y Francia, se asistió a principios del siglo XIX al rápido crecimiento de una organización revolucionaria clandestina, los Carbonarios, que surge en Nápoles en 1807 (cfr. Mariel, 1971, y, para el caso de Francia, Spitzer, 1971). Quisieron acabar con el gobierno napoleónico primero y con la restauración borbónica después. Los carbonarios contribuyeron a desarrollar la idea del tipo revolucionario moralmente puro, unido a sus iguales por juramentos secretos (algunos juraban, con los ojos vendados y una daga en la mano, bañarse en sangre de reyes). Había rituales de iniciación y otros más elaborados, similares a los utilizados por los masones y los Illuminati, aunque en este caso no manifestaban su oposición al cristianismo (Bertoldi, 1821, p. 22; Hobsbawm, 1959, pp. 150-174). Las doctrinas, rituales y organización de los carbonarios adoptaron las formas más diversas, pero, por lo general, en el seno de la sociedad existían dos grados: aprendices y maestros. Asesinaban a los traidores de entre sus propias filas, aunque no necesariamente a enemigos suyos por otros motivos. Todos los miembros debían defender los principios de libertad, igualdad y progreso y comprometerse a derrocar a los gobernantes de Italia. Tenían su propia moral interna: rechazaban el juego, la vida disoluta, la infidelidad marital y el alcoholismo. Cualquier sospechoso de alguno de estos delitos era juzgado por el jurado de los «primos buenos» y probablemente expulsado. Los carbonarios contribuyeron a gestar revoluciones en 1820-1821, cuando 20.000 hombres invadieron Nápoles, y en 1831, cuando establecieron contacto con conspiradores de Alemania y de otros lugares manteniendo viva la idea de revolución en sus días más oscuros. Sus objetivos eran republicanos, pero aceptaban la monarquía constitucional o limitada, que podía ser centralista, saint-simoniana o federal (Spitzer, 1971, p. 275). En el ámbito teórico propusieron la República de Ausonia. Creían que había que dividir a Italia en veintiuna provincias, cada una con su propia asamblea local. Gobernarían dos reyes elegidos por un periodo de veintiún años (Heckethorn, 1875, II, pp. 107-108).

      La mayoría de los más destacados revolucionarios del momento pertenecían a este movimiento que se difundió por Francia en torno a 1820. El insurgente nacionalista más importante de los primeros

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