Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys

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Historia del pensamiento político del siglo XIX - Gregory  Claeys Universitaria

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1969, pp. 3-83).

      DEL TIRANICIDIO AL TERRORISMO

      El asesinato político y la violencia individual

      Los terroristas decimonónicos solían recurrir a la historia para justificar el asesinato de tiranos por parte de individuos aislados en nombre del bien común. Esta doctrina tiene un rancio pedigrí que se remonta al mundo antiguo (Laqueur, 1979, pp. 10-46). En la Grecia clásica, Jenofonte compuso un diálogo sobre la tiranía en el que honraba al asesino de déspotas. En Roma, Cicerón y Séneca alabaron el asesinato de los usurpadores. Un movimiento profundamente contrario a los romanos, el de los Zelotas, se dedicaba al asesinato y la destrucción para ejercer la resistencia judía. César fue en la Antigüedad una de las víctimas más famosas de un tiranicidio justificable, y Enrique IV, asesinado por Ravaillac en 1610, la baja más destacada en época moderna. En la Edad Media se sostuvo la teoría de que se podía asesinar a los tiranos que carecieran de título legítimo, aunque los gobernantes legítimos que se volvían déspotas constituían un caso mucho más complicado (Jaszi y Le­wis, 1957). Durante el Renacimiento y el Barroco, este tipo doctrinas se consignaron en obras como De Iure Regni apud Scotos (ca. 1568-1569) de George Buchanan, en el Vindiciae contra Tyrannos (ca. 1574-1576) y en De Rege et Regis Institutione (1599) de Juan de Mariana. En todas ellas se insiste en que, de violarse el contrato establecido entre el rey y el pueblo del que depende el gobierno legítimo, se podía destronar al rey. Las obras británicas de este tipo más famosas del siglo XVII son El título de reyes y magistrados (escrita en 1649) y Killing No Murder (1657) de John Milton. Durante la Revolución francesa se asistió al asesinato de Jean-Paul Marat por parte de Charlotte Corday, probablemente el primer ejemplo moderno del uso del «terrorismo» individual como reacción frente al terrorismo de Estado. Los partidarios de Babeuf insistían en que «quienes usurpan la soberanía deben ser ejecutados por los hombres libres […] el pueblo no descansará hasta haber acabado con el gobierno tiránico» (Jaszi y Lewis, 1957, p. 128). Este fue el momento en el que teorías del regicidio más antiguas dejaron paso a ideales más modernos del terror individual, aunque seguiría habiendo muchos atentados contra soberanos europeos (por ejemplo, el del corso Fieschi contra Luis Felipe en 1835) hasta las revoluciones de 1848.

      Estas amenazas palidecían junto a las tesis de otro revolucionario alemán. Me refiero a Karl Heinzen (1809-1880), que formuló lo que se ha denominado la primera «doctrina de pleno derecho del terrorismo moderno» (Laqueur, 1977, p. 26). La defendió en un tratado titulado Der Mord [El asesinato], publicado en 1849, que no trataba sólo del tiranicidio como uno de «los principales medios del progreso humano» (Wittke, 1945, p. 73), sino asimismo del asesinato de cientos y hasta de miles, en cualquier momento y lugar, en nombre del interés superior de la humanidad. Aunque «la destrucción de la vida de otro» siempre era «injusta y bárbara», Heinzen afirmaba que «si se permite matar a un hombre, hay que permitírselo a todos». No se podía trazar distinción alguna entre la guerra, la insurrección, el magnicidio y el asesinato. Heinzen aludía al «catálogo de asesinatos de la historia» y llegaba a la conclusión de que las matanzas más inmorales se habían perpetrado en nombre del cristianismo. En números redondos habían muerto unos dos mil millones de personas en nombre de la religión. En cambio, el número de asesinatos cometidos por individuos a lo largo de la historia era mucho menor. Los mayores asesinos de su época eran los tres grandes emperadores de Prusia, Austria-Hungría y Rusia –y el papa–, cuyo mensaje compartido, a juicio de Heinzen, era: «Asesinamos para gobernar, como debéis hacer vosotros para ser libres». Heinzen continuaba: «El asesinato de dimensiones colosales sigue siendo el principal medio de evolución histórica». Asesinar déspotas nunca podía ser delito porque se trataba de legítima defensa (Heinzen, 1881, pp. 1-2, 5, 8, 10, 15, 24). Consideraba que «la seguridad del déspota se basa exclusivamente en que ostenta los medios de destrucción». Según Heinzen, «el mayor benefactor de la humanidad es quien hace posible que unos pocos hombres acaben con miles» (Heinzen, 1881, p. 24; Laqueur, 1979, p. 59). Cualquier nuevo medio técnico que contribuyera a esos fines, incluidos el uso de cohetes, minas y gas venenoso, capaces de destruir ciudades enteras, era bienvenido. Heinzen alabó a Felice Orsini superlativamente en 1858, y reeditó Der Mord para la ocasión.

      Ha

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