Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Historia del pensamiento político del siglo XIX - Gregory Claeys страница 77
DEL TIRANICIDIO AL TERRORISMO
El asesinato político y la violencia individual
Los historiadores no consiguen dar una definición consensuada de «terrorismo». Con la palabra «terrorista» se suele aludir a alguien que pelea por las libertades de los demás, recurriendo al uso (y a la amenaza) de la violencia sistemática, al margen de guerras declaradas, para lograr sus metas revolucionarias[6]. Pero, en general, se tiende a pensar que el terrorismo del siglo XX es de un tipo muy diferente al de los siglos anteriores en términos de métodos y de objetivos (algunas descripciones generales en Ford, 1985; Hyams, 1974; Parry, 1976; Paul, 1951 y Wilkinson, 1974). La mayoría de los movimientos del siglo XIX que promovían actos de violencia individual eran parte de movimientos revolucionarios o insurrecciones más amplias, que querían destronar a déspotas como el zar ruso o a usurpadores como Luis Napoleón. Su carácter antiimperialista –esencial en el siglo XX– no cobró excesiva importancia hasta finales del periodo con las notables excepciones de Irlanda y de la India (los movimientos revolucionarios de América Latina rara vez recurrieron a este tipo de táctica). No podemos entrar a considerar aquí el asesinato de adversarios políticos sancionado por el Estado, tan común como la tortura, que también cabe considerar «terrorismo». Tampoco analizaremos el terrorismo de Estado, a veces denominado «terrorismo policial» o «represivo», que constituye la otra cara del terrorismo «de agitación» o «revolucionario». El mejor ejemplo es el del Comité de Salud Pública de Robespierre en los años del «reinado del Terror» (1793-1794), en los que miles de personas (de 17.000 a 40.000) fueron ejecutadas, entre otros 1.158 nobles, aunque miles más murieron por enfermedad y abandono. Esta situación introdujo el vocablo «terrorismo» en el lenguaje político (primero lo usaron los jacobinos con connotaciones positivas y luego como término peyorativo, en torno a 1795) y se extendió luego su aplicación a otros regímenes, como el del dictador Francia en Paraguay (Robertson y Robertson, 1839). No tenemos espacio para hablar del funcionamiento «normal» de las autocracias, en las que miles perdían sus vidas a causa de la represión política (en la Rusia zarista, se podía azotar a las mujeres hasta la muerte con un látigo por «sedición»), ni del maltrato «normal» que se dispensaba a las poblaciones nativas. No podemos abordar aquí la idea de que el gobierno imperial era protototalitario porque institucionalizaba la brutalidad a escala masiva, mantenía aterrorizadas a poblaciones enteras –lo que evitaba tener que enviar tropas para controlarlas– e imponía penas draconianas a quien pronunciara críticas menores, pero «sediciosas», contra el gobierno. (Dicho lo cual, el «Código Negro» de la Francia de finales del siglo XVII, que aprobaba palizas, mutilaciones y torturas infligidas a prácticamente toda la población sometida, y las políticas belgas, increíblemente crueles, impuestas en el Estado esclavista del Congo por el rey Leopoldo a finales del siglo XIX [cfr. Morel, 1906], encarnan indudablemente el «terrorismo» y deben ocupar su lugar en todo relato sobre la prehistoria del totalitarismo del siglo XX.) Debemos distinguir además entre el asesinato político para forzar un cambio de régimen, algo bastante común a lo largo de la historia (de Cómodo a Constantino el Grande, veintisiete de treinta y seis emperadores romanos murieron asesinados), y la justificación del derrocamiento de tiranos en nombre del bien común, o tiranicidio.
Los terroristas decimonónicos solían recurrir a la historia para justificar el asesinato de tiranos por parte de individuos aislados en nombre del bien común. Esta doctrina tiene un rancio pedigrí que se remonta al mundo antiguo (Laqueur, 1979, pp. 10-46). En la Grecia clásica, Jenofonte compuso un diálogo sobre la tiranía en el que honraba al asesino de déspotas. En Roma, Cicerón y Séneca alabaron el asesinato de los usurpadores. Un movimiento profundamente contrario a los romanos, el de los Zelotas, se dedicaba al asesinato y la destrucción para ejercer la resistencia judía. César fue en la Antigüedad una de las víctimas más famosas de un tiranicidio justificable, y Enrique IV, asesinado por Ravaillac en 1610, la baja más destacada en época moderna. En la Edad Media se sostuvo la teoría de que se podía asesinar a los tiranos que carecieran de título legítimo, aunque los gobernantes legítimos que se volvían déspotas constituían un caso mucho más complicado (Jaszi y Lewis, 1957). Durante el Renacimiento y el Barroco, este tipo doctrinas se consignaron en obras como De Iure Regni apud Scotos (ca. 1568-1569) de George Buchanan, en el Vindiciae contra Tyrannos (ca. 1574-1576) y en De Rege et Regis Institutione (1599) de Juan de Mariana. En todas ellas se insiste en que, de violarse el contrato establecido entre el rey y el pueblo del que depende el gobierno legítimo, se podía destronar al rey. Las obras británicas de este tipo más famosas del siglo XVII son El título de reyes y magistrados (escrita en 1649) y Killing No Murder (1657) de John Milton. Durante la Revolución francesa se asistió al asesinato de Jean-Paul Marat por parte de Charlotte Corday, probablemente el primer ejemplo moderno del uso del «terrorismo» individual como reacción frente al terrorismo de Estado. Los partidarios de Babeuf insistían en que «quienes usurpan la soberanía deben ser ejecutados por los hombres libres […] el pueblo no descansará hasta haber acabado con el gobierno tiránico» (Jaszi y Lewis, 1957, p. 128). Este fue el momento en el que teorías del regicidio más antiguas dejaron paso a ideales más modernos del terror individual, aunque seguiría habiendo muchos atentados contra soberanos europeos (por ejemplo, el del corso Fieschi contra Luis Felipe en 1835) hasta las revoluciones de 1848.
Se dice que en Alemania la justificación filosófica del terrorismo ya existía en 1842, cuando Edgar Bauer extendió el método de la crítica hegeliana para proponer el derrocamiento revolucionario del orden social y el sistema político existentes[7]. Las justificaciones románticas del asesinato político surgieron tras la muerte violenta del supuesto espía ruso August von Kotzebue en Jena, en 1819, a manos de Karl Ludwig Sand. La Liga de los Justos, que más tarde se convertiría en la Liga Comunista y estuvo implicada en el levantamiento de 1838 de Blanqui en París, contempló asimismo el uso del terror como instrumento de insurrección. Examinó formalmente la propuesta de que el terrorismo individual podía ser una buena táctica. Wilhelm Weitling sugirió que 20.000 ladrones y asesinos podrían formar una vanguardia revolucionaria útil, pero la idea fue rechazada.
Estas amenazas palidecían junto a las tesis de otro revolucionario alemán. Me refiero a Karl Heinzen (1809-1880), que formuló lo que se ha denominado la primera «doctrina de pleno derecho del terrorismo moderno» (Laqueur, 1977, p. 26). La defendió en un tratado titulado Der Mord [El asesinato], publicado en 1849, que no trataba sólo del tiranicidio como uno de «los principales medios del progreso humano» (Wittke, 1945, p. 73), sino asimismo del asesinato de cientos y hasta de miles, en cualquier momento y lugar, en nombre del interés superior de la humanidad. Aunque «la destrucción de la vida de otro» siempre era «injusta y bárbara», Heinzen afirmaba que «si se permite matar a un hombre, hay que permitírselo a todos». No se podía trazar distinción alguna entre la guerra, la insurrección, el magnicidio y el asesinato. Heinzen aludía al «catálogo de asesinatos de la historia» y llegaba a la conclusión de que las matanzas más inmorales se habían perpetrado en nombre del cristianismo. En números redondos habían muerto unos dos mil millones de personas en nombre de la religión. En cambio, el número de asesinatos cometidos por individuos a lo largo de la historia era mucho menor. Los mayores asesinos de su época eran los tres grandes emperadores de Prusia, Austria-Hungría y Rusia –y el papa–, cuyo mensaje compartido, a juicio de Heinzen, era: «Asesinamos para gobernar, como debéis hacer vosotros para ser libres». Heinzen continuaba: «El asesinato de dimensiones colosales sigue siendo el principal medio de evolución histórica». Asesinar déspotas nunca podía ser delito porque se trataba de legítima defensa (Heinzen, 1881, pp. 1-2, 5, 8, 10, 15, 24). Consideraba que «la seguridad del déspota se basa exclusivamente en que ostenta los medios de destrucción». Según Heinzen, «el mayor benefactor de la humanidad es quien hace posible que unos pocos hombres acaben con miles» (Heinzen, 1881, p. 24; Laqueur, 1979, p. 59). Cualquier nuevo medio técnico que contribuyera a esos fines, incluidos el uso de cohetes, minas y gas venenoso, capaces de destruir ciudades enteras, era bienvenido. Heinzen alabó a Felice Orsini superlativamente en 1858, y reeditó Der Mord para la ocasión.