Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Historia del pensamiento político del siglo XIX - Gregory Claeys страница 80

Historia del pensamiento político del siglo XIX - Gregory  Claeys Universitaria

Скачать книгу

Vinculada a la Liga Gaélica (fundada en 1893), que apoyó mucho el separatismo cultural, promovía asimismo el nacionalismo cultural irlandés, la desanglización lingüística y cultural, y la autosuficiencia económica (Henry, 1920, p. 64; O’Hegarty, 1919, pp. 14-15). Como grupo político, el Sinn Féin apareció definitivamente en 1905; no era tanto un movimiento republicano como uno «estrictamente constitucionalista», (Henry, 1920, p. 51) que aspiraba a restaurar la constitución de 1782. Bajo el liderazgo de Griffith defendieron (remedando a Deak) una «política húngara» de abstención de toda actividad parlamentaria como sustituto del conflicto armado: la bautizaron como «política del Sinn Féin» (Griffith, 1918; O’Hegarty, 1919, p. 18). Empezó a languidecer en seguida, pero el Sinn Féin revivió cuando su predecesora, la Hermandad Republicana Irlandesa –lo que quedaba del movimiento feniano–, lo llevó a utilizar métodos violentos y a reforzar el sentir republicano (Brady, 1925, p. 9; Henry, 1920, p. 88; O’Hegarty, 1924, p. 17). Después desempeñaría un papel destacado en el Alzamiento de Pascua de 1916, flanqueado por el Partido Republicano Socialista Irlandés (fundado en 1896) de James Connolly. El ala más separatista del Sinn Féin, que abogaba por el uso de la violencia, creó el núcleo de lo que más tarde se denominaría el Ejército Republicano Irlandés o IRA. Sin embargo, se ha sostenido que, antes de 1916, la idea de emplear la violencia física ocupaba apenas un «lugar subordinado en la filosofía separatista. Era una línea de acción, pero no la única ni la principal. Era, más bien un último recurso […] El uso de las armas y el derecho a la insurrección se afirmaban por una cuestión de principios, pero más como medio para enardecer al alma de la nación que como política» (O’Hegarty, 1924, pp. 164-165).

      Evolución en la Europa continental y más allá

      Hubo otros activistas y apologetas europeos del terrorismo a los que habría que mencionar. Por ejemplo, Johann Most (1846-1906), quien a principios de 1879 editó en Londres la revista Freiheit bajo el lema: «Toda medida es legítima contra un tirano». Most era un socialdemócrata alemán, encarcelado en Londres por alabar el asesinato de Alejandro II, pero logró trasladar su revista, Freiheit, a Estados Unidos, donde se convirtió en la publicación anarquista más influyente del momento. Rechazaba la vía parlamentaria hacia el socialismo y abogaba por formar grupos selectos cuyas conspiraciones para asesinar a los explotadores (incluidos policías y espías) despertarían el rencor latente de las masas.

      Una de las derivas más esenciales de la tradición anarquista en el continente europeo tras la Comuna fue la teoría de la «propaganda por los hechos». La expresión había sido acuñada en 1877 por un médico francés, Paul Brousse (1844-1912) (Stafford, 1971; Vizetelly, 1911), y a finales de la década de 1870 se lo utilizó para aludir a una rebelión campesina italiana causada por una subida de impuestos y liderada por Errico Malatesta (cfr. Richards, 1965), Carlo Cafiero y el ruso Piotr Kro­pot­kin, entre otros. Su gran objetivo era difundir «coraje, devoción y espíritu de sacrificio» (Kropotkin, 1970, p. 38). La idea era denunciar la propaganda intelectual. También en este caso se ampliaron los objetivos de los defensores de la violencia, que pasaron de considerar justo el terrorismo contra un régimen y sus representantes a admitirlo contra toda una clase, no contra un pequeño grupo hereditario sino contra todos los propietarios o burgueses en potencia. Todo acto de violencia contra el orden establecido empezó a considerarse progresista. Para algunos, como el zapatero francés Léon-Jules Léautheir, cualquier burgués era un objetivo válido (porque era moralmente culpable). En el momento de ser guillotinado, el anarquista Auguste Vaillant gritó: «¡Muerte a la sociedad burguesa! ¡Viva el anarquismo!» (Vizetelly, 1911, p. 153). La clase podría, potencialmente, justificar el derramamiento de sangre a una escala tan grande como la raza; Pol Pot tomaría buena nota de ello en el siglo XX.

      La aceptación de una vasta categoría de objetivos «legítimos» fue un paso extremadamente importante para la transformación del tiranicidio en el terrorismo moderno (Fleming, 1982, pp. 8-28). En un contexto imperialista se podía ampliar hasta abarcar a todos los miembros del grupo étnico o nación ocupante. Una de las luchas antiimperialistas de la época con un componente «terrorista» fue la de la India. Hubo casos aislados de asesinatos ya en 1853, cuando el coronel Mackinson, inspector de Peshawar, fue apuñalado por un «fanático» de la región de Swat que pretendía evitar la invasión de sus tierras ancestrales por parte de los británicos (Hodson, 1859, p. 139). En junio de 1897 fueron asesinados dos oficiales británicos por miembros de una sociedad militar hindú, lo que desató una nueva campaña de violencia (MacMann, 1935, p. 43; Steevens, 1899, pp. 269-278). A finales del periodo, el asesinato político era algo bastante corriente. Los nacionalistas estaban muy influidos por Mazzini, y los extremistas bengalíes recibieron ayuda de los fenianos irlando-estadounidenses (Argov, 1967, p. 3; Bakshi, 1988). En 1908 se publicó un libro titulado The Indian War of Independence, 1857, con una sobrecubierta en la que ponía «Papeles al azar del Club Pickwick», en el que se justificaba el asesinato de mujeres y niños. Los bomb-parasts, que consagraban sus bombas en el altar de Kali, también aumentaron en número. El 30 de abril de 1908 un joven bengalí, Khudiram Bose, mató al señor y a la señorita Kennedy en Muzafferpur, con una bomba que iba destinada al señor magistrado Kingsford. El líder nacionalista Bal Gangadhar Tilak, quien citaba a Krishna como autoridad cuando en el Bhagavad-gita dice respetar la legitimidad del asesinato, fue arrestado por elogiar el uso de bombas como una especie de «brujería, un encantamiento o un amuleto», y encarcelado por sedición (Chirol, 1910, p. 55). (Las tradiciones religiosas indígenas empezaron a entreverarse con las protestas violentas; cfr. Macdonald, 1910, p. 189.) La batalla se llevó a las calles de Londres en 1909, cuando fueron asesinados el secretario político de Lord Morley, Sir W. Curzon Wyllie, y el Dr. Lalcaca. Hubo muchos más incidentes en la India poco después y se enviaron refuerzos a ultramar. También se registró algo de violencia política en Egipto, incluido el asesinato del primer ministro en 1910. En este caso, el nacionalismo y el sentimiento antibritánico, que estallaron por sucesos como el incidente de Dinshiway de 1864 (en el que fueron ejecutados cuatro campesinos tras la muerte accidental de un oficial británico), se vinculó a la justificación islámica del asesinato de tiranos e «infieles» por igual (Badrawi, 2000).

      A finales del siglo XIX hubo una drástica escalada de la violencia en el mundo entero. La «era dorada» del asesinato político empezó en Madrid en 1870 con la muerte de Juan Prim, a la sazón presidente del Consejo de Ministros, a manos de sus adversarios de derechas. Tras la celebración en Londres del Congreso Internacional Anarquista de 1881, la justificación de los actos de violencia individual se difundió enormemente y se empezó a identificar al anarquista afiliado con el dynamitard que ponía bombas. Esta imagen, que seguimos conservando, se debió a la invención de la dinamita en 1866. Se convirtió en el arma de moda para acabar con destacados políticos europeos. Entre las víctimas más famosas de la ère des attentats cabe mencionar al presidente de Ecuador, Gabriel Moreno (1875); al primer ministro japonés en 1878, y al presidente francés liberal Sadi Carnot (1894), asesinado por un anarquista no por sus culpas, sino por ser un símbolo del poder político. El Shah de Persia, Nasr-ed-Din, fue asesinado por un místico chií (1896) y la misma suerte corrieron, víctimas de atentados anarquistas, otro presidente del Consejo de Ministros –el malagueño Antonio Cánovas del Castillo (1897)–, la emperatriz Isabel (Sisi) de Austria (1898) y el rey de Italia, el cada vez más absolutista Umberto I (1900). También el presidente de Estados Unidos, McKinley, cayó en 1901 por obra de un anarquista; el rey de Serbia fue asesinado en 1903; los primeros ministros de Grecia y Bulgaria, en 1907; el rey de Portugal, en 1908; el primer ministro egipcio, en 1910; el primer ministro dominicano, en 1911; nuevamente un presidente del Consejo de Ministros, José Canalejas, en 1912; el presidente de México, en 1913, y el archiduque Francisco Fernando de Austria, en 1914. Esta lista podría doblarse fácilmente (cfr. Hyams, 1969). Los actos individuales de violencia también empezaron a caracterizar a las disputas laborales en Francia y España. En Estados Unidos, Alexander Berkman intentó asesinar al presidente de la Carnegie Steel Company, tras una dura huelga, en 1892, alegando que «Cuanto más radical el tratamiento… más rápida la cura» (Berkman, 1912, p. 7). Pero también hubo terroristas capaces de justificar el poner bombas en una cafetería al azar, como Émile Henry. No pensaba en ninguna víctima en concreto, porque la sociedad en su conjunto amparaba la injusticia (Meredith,

Скачать книгу