Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys

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Historia del pensamiento político del siglo XIX - Gregory  Claeys Universitaria

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Marx en su correspondencia: «Las conspiraciones secretas melodramáticas de este tipo suelen estar condenadas al fracaso». Engels replicó: «Todas estas conspiraciones comparten la desgracia de conducir a semejantes actos de locura» (Marx y Engels, 1987, pp. 501, 505). (En 1882, sin embargo, Engels sí concedió a Eduard Bernstein que, aunque un levantamiento irlandés no tuviera ni la «más remota posibilidad de prosperar», «la presencia acechante de conspiradores fenianos armados» podría contribuir al «único recurso que les queda a los irlandeses... el método constitucional de conquista gradual»; Marx y Engels, 1993a, pp. 287-288.) El único caso que consideraban una excepción era el de Rusia, sobre la que Engels llegó a decir, en una carta enviada a Vera Zasúlich en 1885, que «es uno de esos casos especiales en los que es posible que un puñado de hombres lleven a cabo una revolución… Si el blanquismo, la fantasía de subvertir a la sociedad entera por medio de una pequeña banda de conspiradores, tiene algún viso de racionalidad, en todo caso sería en San Petersburgo» (Marx y Engels, 1993b, p. 280). El terror nunca fue un aspecto central de la estrategia marxista pese a las ejecuciones masivas (unos dos millones en torno a 1925) de la Revolución bolchevique, que ya presagiaban un derramamiento de sangre mucho mayor bien entrado el siglo XX.

      En la década de 1850 esta controversia cristalizó en Gran Bretaña en torno al tema de la naturaleza ilegítima del gobierno de Luis Napoleón tras su golpe de Estado de 1851 y, más concretamente, tras el intento de asesinato de Napoleón III protagonizado por Orsini el 14 de enero de 1858. A medida que tomaba forma el debate sobre la justificación del tiranicidio, el secularista George Jacob Holyoake (que había ayudado a Orsini a probar sus bombas) reeditó una serie de tratados del siglo XVII al respecto. Un destacado abogado radical, Thomas Allsop, ofreció en privado cien libras esterlinas a cualquier asesino que ayudara a Orsini con su equipo rudimentario de explosivos (Holyoake, 1905, p. 41). La defensa británica más conocida de Orsini –cuya propia inspiración nacía Tácito (Orsini, 1857, p. 23; Packe, 1957)– fue la obra de W. E. Adams titulada Tyrannicide: Is It Justifiable? (1858), en la que se afirmaba:

      Todo momento de opresión es un estado de guerra; cada negación de un derecho, un casus belli. La guerra se impone allí donde reina un déspota o está esclavizado el pueblo. Las hostilidades pueden desatarse en cualquier momento, en cuanto el pueblo adquiere la fuerza y esperanzas de éxito. No se rompen treguas ni tratados. La revolución es la emboscada del pueblo (Adams, 1858, p. 6).

      A la Joven Italia también la acusaron de asesinatos, como el del conde Pellegrino Rossi, aunque luego fue exculpada (Frost, 1876, II, p. 180). Mazzini, acusado de haber tramado el asesinato del emperador austríaco en 1825 y de otro asesinato en 1833 (Mazzini, 1864, I, p. 224), se replanteó entonces la «teoría de la daga» en una carta abierta a Orsini (miembro de la Joven Italia) en la que rechazaba la idea.

      Terrorismo sistémico

      El terrorismo sistémico o estratégico es un producto de la segunda mitad del siglo XIX. En muchos países había pequeños grupos activos, como el Ku Klux Klan de Norteamérica, los Molly Maguires en el seno del movimiento laborista, polacos, españoles y armenios, aunque los grupos principales que operaban en la época lo hacían en Rusia e Irlanda.

      Rusia

      El terrorismo ruso estaba íntimamente relacionado con la doctrina anarquista, aunque esto no explique su carácter. Gran parte de la actividad terrorista de esta época estaba directamente vinculada a movimientos revolucionarios pero, como el destacado anarquista Sergius Stepniak señaló, fue a raíz de concebir la revolución en Rusia como algo «absolutamente imposible» por lo que el terrorismo se convirtió en la estrategia (Zenker, 1898, p. 121). Era lo que defendían los intelectuales, pero no era algo obvio en los movimientos campesinos, sobre todo teniendo en cuenta la dureza de la represión (Hardy, 1987, p. 161). De manera que, como bien señala un historiador actual, «la filosofía terrorista, en sentido moderno, nació tras la rebaja de las expectativas revolucionarias después de 1860, cuando el distanciamiento de las masas fue más agudo» (Rubinstein, 1987, p. 145).

      El grupo ruso más famoso que defendió este tipo de estrategia fue Naródnaya Volia, una escisión del partido populista Tierra y Libertad (Set, 1966). No les preocupaba la centralización o no del gobierno, lo que querían era revitalizar el mir, la comuna campesina, para implementar la justicia y la libertad en Rusia. Entre enero de 1878 y marzo de 1881, Vera Zasúlich disparó al gobernador general en San Petersburgo, asesinaron al jefe de la policía secreta zarista y al general Mezentsev (en agosto de 1878), e incluso mataron al zar Alejandro II el 1 de marzo de 1881. Pero, además, justificaron los asesinatos de

      las figuras más peligrosas del Gobierno […] castigando […] los casos más notorios de opresión y arbitrariedad por parte de la administración, etcétera […] El objetivo es acabar con la ilusión de la omnipotencia del Gobierno, ofrecer ininterrumpidamente pruebas de que se puede luchar contra el Gobierno, de forma que se eleve el espíritu revolucionario del pueblo (Naimark, 1983, p. 13).

      A finales de la década de 1880, Naródnaya Volia y el pensamiento socialdemócrata empezaron a fusionarse, y el terrorismo se fue vinculando, cada vez más, a la organización de la clase trabajadora con fines socialistas (Venturi, 1960, pp. 700-702). Algunos naródniki de este periodo, como Abram Bakh, desecharon el terror por considerarlo ineficaz e incompatible con principios realmente revolucionarios (Naimark, 1983, p. 230), pero no era el punto de vista predominante.

      Una segunda oleada de terrorismo ruso siguió a la fundación del Partido Social Revolucionario (los eseristas), empezando por el asesinato del ministro del Interior, Dmitri S. Sipiaguin, en 1902, pero hubo cincuenta y cuatro attentats en 1905, ochenta y dos en 1906 y setenta y uno en 1907, antes de que descendiera el número. Este grupo ofrecía una elaborada justificación del terrorismo mezclada con la teoría marxista. El objetivo de los actos terroristas no era la glorificación del acto individual o de la voluntad, sino revolucionar a las masas (Geifman, 1993, p. 46). De manera que los muchos intentos de matar a sucesivos zares encajaban en la práctica clásica del tiranicidio, que más tarde se extendió a otros miembros del régimen, hasta que el terrorismo acabó permeando a toda la izquierda anarquista y socialista en Rusia. La primera persona en defender la violencia conspirativa para enardecer y educar a las masas, más que para hacerse con el poder, fue Serguéi Necháyev (1848-1882), considerado el «fundador» práctico del terrorismo moderno (cfr. Rapoport y Alexander, 1989, p. 70). Se suele citar su afirmación de que «el revolucionario sólo conoce una ciencia, la destrucción […] noche y día sólo tiene un único pensamiento, un propósito único: la destrucción sin piedad» (Jaszi y Lewis, 1957, p. 136). «Para él sólo existe un único placer, un consuelo, una satisfacción; la recompensa de la revolución» (Zenker, 1898, p. 137). En opinión de Necháyev, cualquier cosa que «ayude al triunfo de la revolución» puede considerarse «moral […] Hay que sustituir todo sentimiento suave y enervante de relación, amistad, amor, gratitud, e incluso honor por una fría pasión hacia la causa revolucionaria» (citado en Carr, 1961, p. 395). Raskólnikov, el protagonista de Crimen y castigo de Dostoievski, se basa en estas premisas.

      La idea de que «el anhelo de destrucción es también un anhelo creativo» fue desarrollada por el principal líder anarquista de la época, Mijaíl Bakunin, que compartía con Marx su sentido de la inevitabilidad histórica. Más adelante, Georges Sorel (1847-1922) desarrollaría su expresión filosófica. En 1912 publicó sus Reflexiones sobre la violencia bajo el influjo del filósofo Henri Bergson (cfr. Arendt, 1969). En la década de 1890 surgió lo que hoy denominaríamos un perfil psicológico del «terrorista»; una especie de criminal desviado o de personalidad «antiautoritaria», que, según la psicología política aparentemente científica de la época, conjugaba el gusto por el poder con conductas sexuales impropias y con el antisemitismo (Kreml, 1977; Lombroso, 1896). Todo esto iba acompañado de la glorificación del ladrón tipo Robin Hood, como el ruso Stenka Razin, una encarnación de lo que Eric Hobsbawm ha denominado un «rebelde primitivo» o un «bandido social» y en el que las fronteras entre el delicuente, el forajido y el revolucionario, como lo entendía Necháyev,

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