Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys

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Historia del pensamiento político del siglo XIX - Gregory  Claeys Universitaria

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una sanción (las piedras que arrojaban contra las ventanas iban envueltas en papel para minimizar los daños). No glorificaban la violencia en sí y, además, parecían carecer de toda inspiración ideológica (Harrison, 1982; Pankhurst, s.f.; Raeburn, 1973) La era clásica del asesinato político moderno por motivos como la religión, la oposición al liberalismo, a las reformas democráticas o al radicalismo, terminó en 1914.

      Hubo importantes excepciones a esta tendencia. Muchos anarquistas norteamericanos, como Benjamin Tucker, afirmaban que los reformadores sólo podían justificar la violencia legítimamente cuando «han logrado reprimir sin esperanza todo método pacífico de agitación» (Eltzbacher, 1908, p. 211). Algunos destacados anarquistas, como Tolstói y Gandhi, e individualistas como Josiah Warren y Lysander Spooner (Rocker, 1949, p. 161) también rechazaron enérgicamente la violencia. En la década de 1890, Kropotkin llegó a deplorar la pérdida de vidas inocentes y negó que las revoluciones se hicieran a base de actos heroicos, pero no quiso condenar a los perpetradores. Otros anarquistas, como Elisée Reclus (1830-1905), insistían sin vacilaciones en que los fines justificaban los medios y en que todo acto de violencia contra el orden existente era justo y bueno (Fleming, 1979). (Pero ya se ha dicho que Reclus «no tenía nada en común con la locura de los dynamitards»; Zenker, 1898, p. 161.) Se podría defender que la sed de sangre, incrementada por la violencia política y las conquistas imperiales, allanó el camino para los grandes baños de sangre del siglo XX, cuando tanto el fascismo como el comunismo aceptaron, justificaron y promovieron la violencia para obtener y mantener el poder de Estado. Anudaron la filosofía del terror individual para obtener el poder con la del terrorismo de estado para conservarlo.

      El terrorismo y su justificación: teoría y problemas

      Merece la pena considerar brevemente qué luz arrojan estos acontecimientos sobre la teoría del terrorismo, sobre todo en la medida en que la disección de algunos puntos morales clave facilita el hallazgo de una definición útil del término en sí. La relación entre la doctrina clásica del tiranicidio y el «terrorismo» moderno es compleja y está repleta de ambigüedades definicionales. La tendencia a calificar de «terrorista» a cualquier lucha armada cuando no se ha declarado una guerra formalmente, oscurece las definiciones y obstaculiza la clarificación del asunto. Pero, según la definición clásica, ni el magnicidio en sí ni los intentos por derrocar un régimen despótico o el desalojo de fuerzas de ocupación del propio país (o de otro) serían necesariamente actos «terroristas».

      Sin embargo, el tema está lleno de paradojas, contradicciones y ambigüedad moral. A finales del siglo XIX, la violencia política en Rusia se dirigía contra el zar, un autócrata reconocido, la «auténtica encarnación del autócrata» en palabras de Victor Hugo, y no una mera «máscara» como Luis Bonaparte (Hugo, 1854, p. 4). Los liberales solían considerar «justificada» este tipo de resistencia e incluso «legítima»; John Stuart Mill llegaría a exclamar en relación con el intento de asesinato de Napoleón III en 1858: «¡Qué pena que las bombas de Orsini fallaran dejando con vida al usurpador manchado de sangre!» (citado en Morley, 1917, I, p. 55). Algo similar ocurrió cuando asesinaron al conde V. Plehve, ministro ruso del Interior, en 1904: muchos liberales aplaudieron la acción (Seth, 1966, p. 216). Pero el reinado de Luis Napoleón, descrito en ocasiones como «el primer dictador moderno, que basaba su autoridad en la expresión controlada de la voluntad del pueblo» (Packe, 1957, p. 253), fue fruto de un plebiscito. John Wilkes Booth, famoso por gritar sic semper tyrannis cuando disparó mortalmente a Abraham Lincoln, también consideraba un tirano al emancipador de los esclavos norteamericanos. (Los terratenientes sureños habían ofrecido 100.000 dólares a quien lo matara dos años antes.) El duque de Wellington, en cambio, se negó a admitir que le asistiera el derecho a asesinar a Napoleón Bonaparte (Browne, 1888, p. 135). Las «guerras de liberación», que pretenden liberar a naciones o pueblos, tampoco pueden calificarse de «terroristas», pues están en la estela de la «guerra justa» (Dugard, 1989, pp. 77-98). Se ha señalado, asimismo, que la mayoría de las guerrillas se adhieren a las reglas básicas de la guerra y procuran que sus víctimas pertenezcan a las fuerzas armadas de sus enemigos.

      Los principales problemas teóricos planteados por el auge de la táctica de la violencia individual como parte de las estrategias revolucionarias del siglo XIX (posteriormente modificadas y adaptadas en el siglo XX) son los siguientes:

      2) El contexto político en el que se utiliza el terrorismo cuando no existe una «tiranía»: ¿puede justificarse el «terrorismo» contra un gobierno democráticamente elegido? La «tiranía de la mayoría» puede asumir formas muy distintas y opresivas (étnica, religiosa). Todas estas distinciones son de la época que nos ocupa. Cuando fue asesinado el presidente Garfield en 1881 por alguien que se oponía al trato que los liberales dieron al Sur derrotado, el Comité Ejecutivo de Naródnaya Volia condenó el acto, afirmando que la voluntad del pueblo era ley en Estados Unidos y que el uso de la fuerza no estaba justificado (Jaszi y Lewis, 1957, p. 138). Sin embargo, el asesinato del presidente McKinley en 1901 fue de inspiración anarquista (Vizetelly, 1911, p. 251).

      3) El tema de la naturaleza del método adoptado: la cuestión clave es la justificación de la violencia cuando existe un riesgo significativo de que se hiera a «inocentes». Más de ciento cincuenta personas resultaron heridas, por ejemplo, en las explosiones provocadas por Orsini en 1858. A menudo se recurría a más de un método a la vez. El éxito de la trama contra Alejandro II, asesinado el 1 de marzo de 1881, se debió al uso simultáneo de bombas, granadas y dagas. Aquí, una vez más, la cuestión clave es si, de justificarse el fin, se justifican los medios.

      4) La justificación del atentado suicida: Holyoake dijo de Orsini que «quien se implica en un asesinato político no debería vacilar en sacrificarse a sí mismo» (Holyoake, 1893, II, p. 27).

      5) El problema de la relación entre terrorismo, insurrección e internacionalismo sigue candente. Suscita la cuestión del alcance legítimo en el ejercicio de este tipo de violencia y está relacionado con el tema de los simpatizantes de una lucha y las víctimas reales de un régimen opresivo. La voluntad de luchar por el bien de otros, desde los franceses en Irlanda a Byron en Grecia, procedía de una idea de lealtad internacional y de devoción a principios que trascendían las fronteras locales y nacionales, dividían las lealtades y producían una identidad política fragmentada y contradictoria. Hubo muchos irlandeses luchando en ambos bandos de la Guerra Civil norteamericana. Convictos fugados ayudaron a los aborígenes australianos en su resistencia contra la violencia blanca. Algunos europeos apostaron explícitamente por los cipayos amotinados en la India en 1857-1858 (Forbes-Mitchell, 1893, pp. 278-285). Dos brigadas irlandesas y un cuerpo de irlando-americanos (junto a voluntarios italianos, escandinavos, rusos,

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