Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys

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Historia del pensamiento político del siglo XIX - Gregory  Claeys Universitaria

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seguida una dirección reformista.

      Alemania

      En Alemania, las «ideas francesas» se aceptaron tras 1789 con cierta desazón por haber sido impuestas por un conquistador durante las guerras revolucionarias. Pero habían dejado un legado de laicismo y de nacionalismo antilocalista y el atractivo de la idea de soberanía popular no se esfumó fácilmente (Blanning, 1983; Gooch, 1927). El movimiento democrático moderno surgió en el periodo denominado Vormärz y alcanzó su apogeo en la época del Parlamento de Fráncfort en los años de las revoluciones de 1848 (cfr. Sperber, 1991). En teoría, el radicalismo alemán también obtuvo un gran impulso gracias a la «izquierda» hegeliana o «Jóvenes Hegelianos», a los que pertenecían Marx, Ludwig Feuerbach y Arnold Ruge (Breckman, 1999; Moggach, 2006). Algunos miembros de este grupo se hicieron anarquistas, como Bakunin. Otros, como Ruge, nunca dejaron de ser demócratas radicales y republicanos. Marx derivó hacia el comunismo, defendiendo la necesidad de una revolución violenta a partir de mediados de la década de 1840. También el joven Engels proclamaba los efectos terapéuticos de la violencia revolucionaria proletaria. Sin embargo, más adelante, ambos aceptaron la posibilidad de que pudiera haber una transición pacífica al socialismo allí donde los procesos democráticos lo permitieran, aunque no fuera un enfoque aceptado por todos los marxistas posteriormente. A principios del siglo XX, el término «radical» empezó a usarse cada vez más para designar a los movimientos de derechas, una connotación que se aprecia hoy en términos como Rechtsradikal, por ejemplo.

      En las décadas finales del siglo, el término empezó a asociarse en algunos círculos con un movimiento de reforma moral y cultural, cuyo núcleo era la idea de sobrepasar o trascender las normas del presente, «burguesas» o de otro tipo, pero sobre todo las restricciones morales impuestas a la expresión y a la creatividad individuales. Algunos de estos conceptos eran herederos de modelos más individualistas del anarquismo de principios del siglo XIX. Es el caso en Alemania de Max Stirner, cuya obra El Único y su propiedad, se publicó en 1845. Se ha vinculado a Stirner con Friedrich Nietzsche; de hecho, se ha descrito su obra como una «increíble anticipación […] de la doctrina del superhombre de Nietzsche y su exigencia de la “transvaloración de todos los valores”, más allá de los estándares vigentes del bien y del mal» (Muirhead, 1915, p. 68). Es discutible hasta qué punto Nietzsche mismo consideraba «radical» el ideal de superhombre. Sí hablaba del anhelo de una cura «radical» para el malestar social, o de buscar un cambio «radical» (p. ej. Nietzsche, 1903, párrafo 534), pero no usaba el término de forma positiva en un sentido político. Algunos intérpretes recientes han sugerido que, de haber sido Nietzsche un pensador «político», habría que concebir sus ideas en términos de «política radical aristocrática» (Detwiler, 1990). En su caso el ideal de superhombre funcionaría de forma «radical» para subvertir la democracia e imponer a la «masa» o «rebaño» un ideal ético más elevado, basado, en parte, en una concepción social-darwinista de tipo evolutivo (aunque esto último es controvertido). Esto se lograría recreando lo que Nietzsche denominaba la «ecuación aristocrática (bien = aristocrático = bello = feliz = amado por los dioses)» (Nietzsche, 1910, p. 30). El ideal se basaba en la concepción que tenía Nietzsche de la polis griega y de su forma de valorar el bien, la verdad y la belleza. De manera que aquí «radicalismo» alude al retorno a un tipo moral originario o más puro –en el caso de Nietzsche, anterior a la «transvaloración» judeocristiana de los valores– que evitara el punto final «nihilista» una vez proclamada la muerte de Dios y la subversión del resto de los mitos. Había que imponer al individuo y a la sociedad una nueva escala de valores. El individuo se regiría por el dominio de sí; la sociedad, por la «voluntad de poder», uno de los conceptos centrales de Nietzsche más contestados. Resulte valiosa o no esta descripción de los propósitos de Nietzsche, el hecho cierto es que algunos de sus seguidores asumieron que cabía adaptarlos para reforzar el orden patricio existente (p. ej. Ludovici, 1915).

      En Alemania el republicanismo, liderado por hombres como Friedrich Hecker, Carl Schurz y Gustav von Struve, surgió como alternativa durante las revoluciones de 1848, aunque muchos radicales preferían el imperio a la república. Los republicanos, derrotados en el Parlamento de Fráncfort de abril de 1848, eran fuertes en el suroeste, pero fueron derrotados en el campo de batalla por Prusia principios de 1849.

      El republicanismo gozó de un apoyo intermitente en otros países europeos a finales del siglo XIX. En España se proclamó una república en 1873, pero hubo cuatro golpes de Estado y gobernaron cinco presidentes hasta que colapsó a finales de 1874.

      Estados Unidos

      Todo el pensamiento político norteamericano es republicano en el sentido de que niega la eficacia de la monarquía, pero la extensión del sufragio fue gradual a lo largo del periodo que nos ocupa. El radicalismo norteamericano del siglo XIX había nacido de la interpretación más populista de los principios de 1776, a menudo asociada a Thomas Jefferson y vinculada a la creciente desigualdad económica, hasta el punto de que un crítico de mediados de la década de 1830 denunció que lo que «llamamos un gobierno republicano» es «mera aristocracia» (Brown, 1834, p. 43). Recibió un gran impulso por parte de generaciones de emigrados radicales extranjeros, desde demócratas británicos que huían de la represión en la década de 1790 (Twomey, 1989) a alemanes tras 1848 (Pozzetta, 1981; Wittke, 1952; Zucker, 1950) y polacos, rusos y judíos en décadas posteriores (Johnpoll, 1981; Pope, 2001). En el ámbito interno evolucionó debido a la industrialización, la creciente desigualdad social y a cuestiones como la banca una oferta monetaria expansionista –características de los movimientos Free Silver y Greenbank–, al crecimiento de grandes trusts o monopolios económicos (sobre todo en el ámbito del ferrocarril) y a la actividad antisindical. Hubo muchos movimientos distintos, del radicalismo jacksoniano de la década de 1830, a la democracia radical del locofocoísmo y la Democracia Libre de las décadas de 1850 y 1860, pasando por el abolicionismo, diversas formas de populismo agrario (como el movimiento The Grange), cooperativas de consumidores y productores, y socialismo, tanto de inspiración nacional como extranjera. Hubo hasta propuestas para una reforma agraria (p. ej. Camp­bell, 1848, pp. 110-118). A finales de siglo surgieron una serie de líderes destacados, sobre todo Henry Demarest Lloyd (cfr. Lloyd, 1984) y Henry George, cuya teoría del impuesto único fue muy bien recibida a nivel mundial (cfr. George, 1879). Siguiendo el ejemplo del experimento británico de Freetown, los esclavos liberados crearon una serie de movimientos separatistas y panafricanos, lo que condujo, entre otras cosas, a la fundación de la colonia –más adelante, Estado– de Liberia en 1822 (Hall, 1978; McAdoo, 1983; Ro­binson, 2001).

      MOVIMIENTOS REVOLUCIONARIOS DE RESISTENCIA NO EUROPEOS Y ANTIIMPERIALISTAS

      El siglo XIX fue el periodo de la mayor expansión imperial de la historia europea, norteamericana y rusa. Murieron al menos treinta millones de personas y, contando las hambrunas y las guerras civiles exacerbadas por la intervención extranjera, probablemente cien millones. Algunas de estas conquistas albergaban una vocación casi que abiertamente genocida; es decir, el cuasi exterminio de las poblaciones nativas –a menudo enmascarado por un discurso darwinista de razas «inferiores»– era algo esperado, aceptado y deseado tras las conquistas. La expansión solía describirse en términos de la necesidad de expandir territorios, de hallar materias primas y nuevos mercados (cfr. Claeys, 2010). Pero todos se resistían a la conquista, y en las colonias los ideales europeos de revolución, libertad, igualdad y justicia se mezclaban con el deseo de renovar las formas tradicionales de la comunidad política y las organizaciones sociales y religiosas (Wesseling, 1978 y Bayly, en este volumen).

      A principios del siglo XIX, la evolución revolucionaria extraeuropea más notable se dio en Hispanoamérica (cfr. Anderson, 1991, pp. 47-82; Schroeder, 1998; y, en general, Gurr, 1970). Tras la invasión de España por Napoleón en 1808, Venezuela se proclamó república independiente en 1811 y Chile aprobó una constitución provisional en 1812, pero ambos fueron derrotados por las fuerzas realistas. En 1821 se derrocó el dominio español en México y, tras 1825, cuando Simón Bolívar se hizo con el control del Alto Perú, España perdió el Nuevo Mundo: únicamente pudo conservar Puerto Rico y Cuba. Brasil se independizó

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