El Maestro y Margarita. Mijaíl Bulgákov
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Читать онлайн книгу El Maestro y Margarita - Mijaíl Bulgákov страница 18
Mientras los camareros amarraban al poeta con toallas, en el guardarropa tenía lugar una conversación entre el comandante del bergantín y el portero.
—¿Viste que él estaba en calzones? —preguntó el pirata.
—Sí, Archibald Archibáldovich —dijo con miedo el portero—, pero cómo podía impedirle el paso si es miembro de Massolit. —¿Viste que estaba en calzones? —repitió el pirata.
—Perdone Archibald Archibáldovich —contestó el portero ruborizado—, ¿qué puedo hacer yo? Yo entiendo que en la terraza las damas se sientan...
—Las damas no tienen nada que ver aquí. A las damas esto les da igual —dijo el pirata, quemando, literalmente, al portero con los ojos— pero a la Milicia sí le importa. Un hombre en ropa interior sólo puede ir por las calles de Moscú, en el caso de que vaya en compañía de la Milicia, a un solo lugar, el cuartel de la Milicia. Y si tú eres un portero debes de saber que al ver a un hombre así, tu deber es, sin dejar pasar un segundo, comenzar a tocar el silbato. ¿Me oyes? ¿Oyes lo que sucede en la terraza?
Aquí el aturdido portero escuchó, procedente de la terraza, el estrépito de la vajilla rota y los gritos de las mujeres.
—Entonces, ¿qué hacer contigo por esto? —preguntó el filibustero.
La piel del rostro del portero adquirió el color de un enfermo de tifus y sus ojos parecían los de un cadáver. Tuvo la impresión de que los negros cabellos, peinados ahora con raya, se cubrían con una seda roja y desaparecían el frac y la pechera y del cinturón de cuero surgía el mango de una pistola. El portero se vio a sí mismo colgado de una verga, con la lengua afuera, la cabeza sin vida caída sobre el pecho e, incluso, escuchó el sonido de las olas contra la borda. Las piernas se le doblaron. Pero el filibustero se compadeció de él y apagó su mirada de niego.
—Mira, Nikolái. Está es la última vez. En el restaurante no necesitamos, ni regalados, porteros así. Vete de guardián a una iglesia —luego de decir esto, el comandante dio órdenes rápidas, claras, precisas—: Llamas a Pantaleón del bufe. A la Milicia. El protocolo. El coche. Al psiquiatra —y agregó—: Toca el silbato.
Quince minutos más tarde, el asombrado público, no sólo en el restaurante, sino también en la avenida y en las ventanas de las casas que daban al jardín del restaurante, vio cómo, por la puerta de Griboiédov, el portero, Pantaleón, un miliciano, un camarero y el poeta Riujin, sacaban a. un hombre joven, envuelto como un muñeco, bañado en lágrimas, que trataba de escupir precisamente a Riujin y gritaba en toda la avenida:
—Canalla, canalla.
Con cara agria el chofer de un coche de carga ponía en marcha el motor. Junto a él, un, valiente excitaba a un caballo pegándole por la grupa con unas riendas color lila y gritaba:
—Así que a pasear. Yo lo llevaba al manicomio.
En los alrededores, zumbaba el gentío comentando el increíble suceso. En una palabra, había un escándalo repugnante, sucio, infame y atrayente que sólo concluyó cuando el camión partió de las puertas de Griboiédov con el infeliz Iván Nikoláievich, el miliciano, Pantaleón y Riujin.
Capítulo 6
Como fue dicho, esquizofrenia
Cuando en la recepción de una conocida clínica psiquiátrica, construida poco tiempo atrás en las afueras de Moscú junto a un río, entró un hombre de barba puntiaguda y vestido con una bata blanca, era la una y treinta de la madrugada. Tres enfermeros no perdían de vista a Iván Nikoláievich que estaba sentado en un sofá. También se hallaba allí, en el máximo de excitación, el poeta Riujin. En el mismo sofá, estaban amontonadas las toallas con las cuales fue amarrado Iván que tenía las piernas libres.
Al ver al recién llegado, Riujin palideció, tosió y dijo con timidez:
—Buenas, doctor.
El médico saludó a Riujin y se inclinó, pero no lo miró a él, sino a Iván Nikoláievich que sentado, completamente inmóvil, con rostro colérico y el ceño fruncido, no se inmutó al llegar el doctor. —Mire, Doctor —por alguna causa, Riujin habló en un susurro, con voz misteriosa y mirando asustado a Iván—,el conocido poeta Iván Desamparado... Verá usted..., tememos que tenga delirium tremens.
—¿Bebió mucho? —preguntó el médico entre dientes.
—Bebió, pero no al punto de que...
—¿No cazó cucarachas, ratas, diablitos o perros corriendo? —No —contestó Riujin temblando—. Lo vi ayer y hoy por la mañana y estaba completamente saludable.
—¿Por qué se encuentra en calzones? ¿Lo sacaron de la cama? —Oh, doctor, en ese estado llegó al restaurante.
—Ah, ah —dijo el doctor muy satisfecho—, ¿y por qué los rasguños? ¿Peleó con alguien?
—Se cayó de una verja y luego en el restaurante golpeó a uno y con alguien más...
—Bien, bien, bien —dijo el doctor y, volviéndose hacia Iván agregó—: Hola.
—Hola, parásito —contestó Iván furioso, en voz alta.
Hasta tal punto estaba Riujin turbado que no se atrevía a mirar al cortés doctor, pero éste no se ofendió. Se quitó los lentes con un movimiento ágil y acostumbrado y, alzándose la bata, se los guardó en el bolsillo posterior de los pantalones. Después le preguntó a Iván: —¿Qué edad tiene?
—Váyanse todos al diablo —respondió groseramente y se volteó—¿Por qué se disgusta? ¿Es que le he dicho algo desagradable? —Tengo veintitrés años —respondió Iván excitado—y formularé una queja contra todos ustedes. Sobre todo contra ti, piojo —dijo, dirigiéndose a Riujin.
—¿Y por qué se quiere quejar?
—Porque a mí, un hombre sano, me agarraron y por la fuerza me han traído a un manicomio —respondió Iván encolerizado. Aquí Riujin miró a Iván y se quedó perplejo porque, decididamente, en sus ojos no había nada de locura. Eran sus ojos claros de siempre y no los turbios que tenía en Griboiédov.
"Santo Dios" pensó Riujin asustado, "si está completamente normal. Qué absurdo. ¿Para qué lo hemos traído aquí? Normal, normal, sólo los rasguños en la jeta".
—Usted se encuentra —dijo tranquilamente el médico sentándose en un taburete blanco de brillantes patas— no en un manicomio, sino en una clínica donde nadie le detendrá si no hay necesidad. Desconfiado, Iván Nikoláievich lo miró de reojo y murmuró: —Gracias a Dios. Al fin encontré a alguien normal entre idiotas, el primero de los cuales es el haragán y mediocre Sashka.(23) —¿Quién es ese mediocre Sashka? —preguntó el médico.
—El, Riujin —contestó Iván y con un dedo sucio señaló a Riujin que se sonrojó por el desagrado.
"Eso