El Maestro y Margarita. Mijaíl Bulgákov
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Читать онлайн книгу El Maestro y Margarita - Mijaíl Bulgákov страница 19
Riujin respiró con dificultad, enrojeció y sólo pensó una cosa; que había criado un cuervo que había resultado ser un malvado enemigo. Pero lo más importante era que no se podía hacer nada y resultaba imposible pelearse con un loco.
—¿Y por qué a usted, precisamente, lo han traído aquí? —preguntó el médico que había escuchado con mucha atención la acusación de Iván.
—El diablo se lleve a los imbéciles. Me agarraron, me amarraron con algunos trapos y me montaron en un camión.
—Permítame preguntarle, ¿por qué usted llegó al restaurante en ropa interior?
—No hay nada asombroso —respondió Iván—. Fui a bañarme al rio Moscú, me robaron la ropa y me dejaron esta porquería. No iba a andar desnudo por Moscú. Me puse lo que tenía porque tenía prisa por llegar al restaurante en Griboiédov.
El médico interrogó a Riujin coa la mirada.
—Así se llama el restaurante —dijo éste de mala gana.
—¡Ah! —dijo el médico—. ¿Por qué tenía prisa? ¿Una cita oficial? —Estoy cazando al consultante —respondió Iván y con cautela miró a su alrededor.
—¿Qué consultante?
—¿Usted conoce a Berlioz? —preguntó Iván con tono de suficiencia.
—¿El... compositor?(25)
Iván se desalentó.
¿Qué compositor es ese? Ah, sí... No. No el compositor.
Tienen el mismo apellido. Mijail Berlioz.
Riujin no quería intervenir, pero no tuvo más remedio que explicar.
—Al Secretario del Massolit, Berlioz, lo aplastó, hoy al atardecer, un tranvía en los Estanques del Patriarca.
—No mientas, de eso no sabes nada —Iván se disgustó con Riujin—. Yo, y no tú, estaba allí cuando sucedió. A propósito, él lo puso debajo del tranvía.
—¿Lo empujó?
—¿Qué tiene que ver aquí empujar? —gritó Iván, irritado por la incomprensión general—. A ese no le es necesario empujar. Tales cosas él las puede preparar... pero aguántate. De antemano, él supo que Berlioz iba a caer bajo el tranvía.
—¿Y alguien más aparte de usted vio a ese consultante?
—He ahí la desgracia. Sólo yo y Berlioz.
—Bien. ¿Qué medidas tomó usted para capturar a ese asesino? —el médico se volvió y miró a la enfermera sentada detrás de una silla, en una esquina.
—Estas fueron las medidas. Tomé una vela en la cocina...
—¿Esta? —preguntó el médico, señalando la vela rota que se encontraba junto al icono sobre la mesa y delante de la enfermera. —Esa misma y...
—¿Y para qué el icono?
—Sí, el icono —Iván enrojeció—, lo que más les asustaba a ellos era el icono —de nuevo apuntó con el dedo a Riujin—, el asunto es que él, el consultante, él... hablaré claramente... tiene tratos con el demonio... y no es tan sencillo atraparle.
Sin apartar los ojos de Iván los enfermeros extendieron las manos.
—Sí —continuó Iván— tiene tratos. Ese es un hecho indiscutible. Personalmente conversó con Poncio Pilato. No tienen por qué mirarme así. Digo la verdad. Lo vio todo, el balcón, las palmas. Estuvo con Poncio Pilato, eso lo garantizo.
—Bien, bien.
—Bueno, ocurrió que el icono me lo prendí en el pecho y huí.. . Entonces, de repente, los relojes dieron las dos de la madrugada. —Oh, oh —exclamó Iván y se levantó del sofá—. Son las dos y estoy perdiendo el tiempo con ustedes. Discúlpenme, ¿dónde hay un teléfono?
—Denle el teléfono —ordenó el médico a los enfermeros.
Iván levantó el auricular y mientras tanto la enfermera le preguntó en voz baja a Riujin:
—¿Él es casado?
—Soltero —respondió Riujin asustado.
—¿Miembro del sindicato?
—Sí.
—¿Es la Milicia? —gritó Iván por el auricular—. ¿La Milicia? Camarada de guardia, ordene ahora mismo que envíen cinco motocicletas con ametralladoras para capturar al consultante extranjero. ¿Qué? Vengan por mí y yo iré con ustedes. Habla el poeta Desamparado desde el manicomio... ¿Qué dirección es esta? —preguntó Iván en un susurro al doctor, cubriendo el auricular con la mano, y después volvió a gritar a través del auricular—: ¿Me oye? Aló. Qué descaro —vociferó Iván de repente y lanzó el teléfono contra la pared. Después se volvió hacia el doctor, le tendió la mano, con sequedad le dijo adiós y se dispuso a marcharse. —Perdóneme, ¿a dónde quiere ir usted? —preguntó el médico mirando a los ojos de Iván—. Tarde en la noche, en ropa interior... Usted se siente mal, quédese aquí.
—Déjenme pasar —dijo Iván a los enfermeros que se interponían fíente a la puerta—. ¿Me dejan o no? —gritó con voz terrible el poeta.
Riujin tembló y la enfermera apretó un botón en la mesita y en su superficie de cristal apareció una brillante cajita con una ampolleta.
—¿Ah, así, eh? —dijo Iván mirando a los lados, como una fiera salvaje acorralada—. Está bien. Adiós —y se lanzó de cabeza contra la cortina de la ventana.
Hubo un estruendo, pero el vidrio tras la cortina ni siquiera se rajo y en un instante Iván se hallaba en las manos de los enfermeros. Trató de morder y enronquecido gritó:
—Así que esos son los cristalitos que tienen. Déjenme. Déjenme...
Una jeringa brilló en las manos del médico y la enfermera con un movimiento alzó la manga del camisón y sujetó el brazo de Iván con fuerza nada femenina. Olía a éter. Sujetado por cuatro hombres, Iván flaqueó y ese momento le sirvió al hábil médico para clavarle la aguja en el brazo.
Por unos instantes más, sujetaron a Iván y luego lo pusieron en el sofá.
—Bandidos —gritó Iván y saltó del sofá, pero de nuevo lo sentaron. Apenas lo habían soltado cuando saltó otra vez, pero él mismo se sentó después. Murmuró algo, miró con rabia y de repente bostezó y sonrió con amargura.
—De todas maneras, me han encerrado —dijo, bostezó de nuevo y de repente se acostó, la cabeza sobre la almohada, las manos bajo la mejilla, como los niños. Con voz soñolienta murmuró algo, ya sin furia:
—Está bien... ustedes