Las leyes del pasado. Horacio Vazquez-Rial

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Las leyes del pasado - Horacio  Vazquez-Rial Biblioteca Horacio Vázquez-Rial

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el verdadero tormento, que duraría hasta el final, se inició a bordo.

      El Marseille era un vapor de carga, con espacio para media docena de pasajeros —sólo varones—, que hacía el trayecto desde Le Havre hasta Valparaíso. Ganitz tenía un camarote y había arreglado con el contramaestre el viaje clandestino de Hannah y Myriam en un estrechísimo compartimiento anejo a la sentina, una cámara húmeda, maloliente e invadida por el ruido perpetuo de las bombas que arrojaban las aguas servidas de la nave al mar, una cámara en que no había más lugar en que dormir que dos atados de lonas viejas, ásperos y manchados. Las muchachas recibían cada noche, muy tarde, un plato con restos del rancho de la marinería, ya fríos. Los viajeros comían con la tripulación.

      El rufián, como de costumbre, había comprado un billete hasta Montevideo, que solía alcanzarse en algo más de un mes de navegación: allí bajaría, con sus pupilas, para emprender el último tramo del camino a Buenos Aires con los documentos en regla: en Montevideo, los dieciséis años de Hannah y de Myriam se convertirían en veinte. Todos los demás continuarían hacia Chile.

      Las cosas fueron de acuerdo con lo convenido hasta el duodécimo día de viaje, cuando el capitán invitó a Ganitz a tomar una copa de ron. Se habían quedado solos, uno a cada lado de la mesa, después del almuerzo.

      —Yo sé perfectamente a qué se dedica usted —dijo el capitán.

      —¿Sí? —fingió asombrarse Ganitz.

      —No lo niegue. Lo sé todo. No pretendería que dos personas, en un espacio tan reducido como el del Marseille, me pasaran desapercibidas. Ni que ignorase que mi contramaestre hiciera negocios por su cuenta… Hasta he visto a las mujeres… a decir verdad, son niñas… muy, muy jovencitas. Anoche les llevé yo la comida. Algo caliente, para variar.

      —Ahora me dirá que le gustaron mucho.

      —Desde luego —confirmó el capitán, con una sonrisa—. A los navegantes nos gustan mucho las mujeres. Todas, de todos los tipos y categorías. No hacemos ascos a ninguna porque vemos pocas y tocamos menos. Pasamos meses en el mar, y apenas días en los puertos, y en esos días hay una enormidad de trabajo. Por eso yo sólo acepto hombres en el pasaje. Una dama representa un peligro. Para ella misma, porque mi gente no es lo que se dice considerada… vamos, que llevo aquí un hatajo de bestias, capaces de cualquier cosa si huelen a hembra. Y un peligro para mí, por la posibilidad de un motín si pretendo defender alguna virtud…

      —En este caso, no hay nada que defender —argumentó Ganitz.

      —Se equivoca. Y quien tiene que defenderlo es usted. Se trata de su dinero. Porque se arriesga a llevarlas de contrabando para que trabajen y le enriquezcan, ¿no es así?

      —Hmmm…

      —Para que pongan el cuerpo. Las necesita enteras. Y puedo asegurarle que, si la tripulación las descubre por sí misma, no se servirá de ellas en forma medida.

      —Las violarán —Ganitz se encogió de hombros.

      —Las harán pedazos. Créame: si las ofrezco yo, y organizo el servicio, le estaré haciendo un favor…

      —¿Organizar el servicio? ¿Cómo?

      —Como en cualquier burdel, sólo que gratis. Aunque tendrán que esforzarse un poco más, porque no hay más que dos botellas de alcohol en este barco y las tengo yo, de modo que los hombres no habrán bebido, estarán más fuertes, no se quedarán dormidos y querrán repetir.

      —¿Y si me niego?

      —Ni ellas ni usted llegarán a América. Haga cuentas. Yo ya las he hecho. Tengo contratados veinte hombres, y hay cinco pasajeros que tal vez quieran participar. Si visitan a sus chicas dos veces por día, harán el equivalente de cincuenta clientes. Como son nuevas, las pondrá usted a sudar en tierra a cuatro o cinco pesos argentinos por barba. Digamos cinco. Doscientos cincuenta pesos por jornada, y no veremos costa hasta dentro de veinte, poco más o menos. Cinco mil pesos.

      —Es una cifra importante.

      —Es el precio de su vida, y de la de ellas. ¿Le parece mucho?

      —Siendo eso lo que compro, no.

      —Pues voy a avisar.

      —Espere… Déme un par de horas. Quiero prepararlas. Para que no se resistan.

      —Bien que hace. Dentro de dos horas, las subiré a un camarote.

      7

      El viaje de Ganitz con sus dos esclavas duró aún veinticuatro días. La iniciación de Hannah y de Myriam corrió a cargo de su dueño quien, en las dos horas concedidas por el capitán y valiéndose de un objeto de caucho con las formas de un pene de considerable tamaño, hizo lo que en otros casos hacen, sin dolor ni violencia, la pasión, la ternura o el deseo. Lo único que le movía era la ira por el despojo del que se sentía víctima: las cuentas del marino no incluían el precio de dos virginidades en el mercado del sur, bocados cardenalicios para los que había buenos y conocidos clientes, y Ganitz no quería hacer regalos a nadie: si su vida era estimada en cinco mil pesos, no iba a pagar por ella el doble, lo supieran o no quienes le cobraban: le parecía preferible desperdiciar el mayor de los méritos de su mercancía, dañándola por propia mano, a entregarla intacta sin recibir nada a cambio.

      Después, empezaron a pasar los hombres. En su mayoría, eran de apetencias simples y actuaciones breves, de modo que, aunque los olores y, en ocasiones, los dolores, resultaban a menudo escandalosos, lo efímero de los contactos acababa por hacerlos tolerables. Pero el capitán había visto en la forzosa sumisión de las hembras la oportunidad de hacer alguna ganancia, y ofreció a sus clientes, ya que nada iba a sacar de la tripulación, servicios especiales. Así que Hannah y Myriam volvieron a ser azotadas, aunque ya no por Ganitz y fueron obligadas a ceder todas las entradas de su cuerpo y hasta se vieron empapadas en orines y otras miserias. Durante veinticuatro días. Hannah lo resistió mejor.

      Al amanecer del día veinticinco, cuando casi todos los marineros dormían, el capitán, empleando la menor cantidad posible de hombres, hizo detener los motores y echar el ancla. Después, fue a buscar a Ganitz.

      —Hemos llegado —le dijo—. Vístase, busque a sus putas y suba a cubierta con el equipaje.

      Ganitz obedeció. Subió a cubierta con sus dos pequeñas maletas, seguido por las muchachas, que no llevaban más que lo puesto. Se sorprendió al comprobar que no había ninguna ciudad a la vista: sólo una costa pelada, de arenas extensas y escasas hierbas, barrida por el viento helado.

      —No estamos en Montevideo —se limitó a constatar.

      —No —le confirmó el capitán—. Estamos al sur de Buenos Aires. —No precisó a qué distancia—. Usted se baja aquí. Y ellas —señaló—. Nosotros vamos a Chile.

      El contramaestre traidor fue el encargado de bajarles en un bote y dejarles en la playa. Nadie pronunció palabra en el curso de la operación. Cuando Hannah, Myriam y Ganitz pisaron tierra, el marino, sin abandonar el bote, que inmediatamente después haría girar para regresar al Marseille, señaló al norte, una dirección obvia si se daba por sentado que habían dejado atrás el Río de la Plata.

      —Buenos Aires está allá —dijo.

      —La

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