Las leyes del pasado. Horacio Vazquez-Rial

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Las leyes del pasado - Horacio  Vazquez-Rial Biblioteca Horacio Vázquez-Rial

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hizo chasquear en el aire y miró a las mujeres.

      —También aquí hace frío —murmuró Hannah, acomodándose la poca ropa que llevaba.

      —Vamos —dijo Ganitz—. En marcha.

      Echaron a andar hacia el norte. Era el comienzo de un camino de varios cientos de kilómetros.

      Sanofevich aún no había entrado en el destino de Hannah.

      2. La Bestia

      ¡Pobrecilla! Lleva las faldas muy arremangadas. En vida, se hubiese ruborizado.

      Raymond Queneau, Siempre somos demasiado buenos con las mujeres

      Ammazzavano… mai erano buoni, coragiossi. Non uccidevano per cattiveria. Ammazzavano perché sapevano che sarebbero morti, che erano destinati a morire. Quei ragazzi erano nati sotto una cattiva stella e infatti sono finiti ammazzati tutti quanti.

      Antonino Calderone, mafioso

      1

      El de Sanofevich era un nombre adquirido en un bar de marineros, en el puerto de Santos, en Brasil. Acababa de llegar de Europa y no tenía ni siquiera nombre. O tenía uno y lo había olvidado. O prefería olvidarlo. O aspiraba a que quien lo hubiese conocido, lo olvidara.

      Entró en el Marabú como había bajado del barco: con lo puesto. Iba a beber. Alguien pagaría. Seguramente, alguna de las mujeres que aguardaban junto a la barra el advenimiento de un destino. O un borracho sentimental.

      Pidió un ron y siguió hacia el fondo del local. Los servicios —una pared mohosa con una canaleta en declive al pie y una suerte de choza diminuta con una turca, ambas cosas agresivamente malolientes— estaban al otro lado de un patio en el que se apilaban cajas con botellas vacías y cubos de basura antigua. Si no había nadie dispuesto a pagar, siempre se podía salir por allí, saltar la verja de madera que cerraba el lugar y perderse en la oscuridad. Orinó conteniendo la respiración para que el amoníaco no le lastimara la garganta.

      Cuando regresó al interior, su copa estaba servida. La vació de un trago y pidió otra, acodándose en aquel punto de la barra. Una negra cuarentona, rolliza y con el pelo alisado y teñido de platino, se instaló a su izquierda. A su derecha había un marinero rubio que hablaba con el camarero en inglés, una lengua que él no comprendía.

      La negra le habló en portugués.

      —¿Buscas mujer? —preguntó.

      —No entiendo —contestó él, en ruso.

      El marinero rubio le oyó.

      —Yo hablo ruso —declaró, girando a medias la cabeza—. ¿Necesita ayuda?

      —Habla ruso pero no es ruso —afirmó el recién llegado—. Y no puedo pagar por su ayuda.

      —No le he pedido nada a cambio —protestó el marinero.

      —Nadie hace nada sin esperar algo —terminó él, volviéndose y dando la espalda al rubio.

      La negra musitó su reflexión de solitaria.

      —No le interesa la gente —concluyó.

      El marinero apoyó el comentario.

      —Déjalo estar —dijo, ignorando al ruso.

      La negra intentó ahondar el vínculo así establecido.

      —¿Tú buscas mujer? —preguntó, inclinándose sobre la barra para seguir el diálogo, como si aquel al que primero había abordado ya no existiese.

      Pero existía. Y estaba alerta. Y, aunque no sabía de qué se estaba hablando, daba por sentado que le involucraba. Se sintió molesto, casi ofendido por el aislamiento al que le sometían su propia ignorancia y su propio egoísmo, los motores verdaderos de sus actos: llevó la mano al interior de la chaqueta y sujetó el mango de la daga, corta y filosa, que llevaba, envainada, en el cinturón.

      El marinero no quería comprometerse sin haber visto bien a la negra. Le gustaba su cara, pero sólo apartándola de la barra podría contemplarla entera y decidir si le interesaba.

      —Busco a alguien —generalizó—. ¿Quieres fumar? —acompañó la oferta con un gesto, empujando su paquete de cigarrillos por encima de la barra, por delante del ruso, hacia ella, rozando la copa de su vecino con el antebrazo.

      Llegó exactamente hasta ese punto. La entrada de la daga, por veloz, no le provocó dolor, pero se puso pálido al ver cómo la mano le había quedado clavada a la madera de la barra.

      —Son of a bitch —dijo, mirando al ruso, que fijó los ojos en los suyos sin soltar el arma.

      —Sanofevich —remedó Sanofevich, sonriendo—. No sé lo que quieres decir, pero me gusta: parece un apellido ruso: me quedo con él.

      —Quiero decir que eres un hijo de puta —explicó el otro.

      —¿Sanofevich? ¿Significa eso? ¿Hijo de puta?

      Vio la confirmación en los ojos del marinero, llenos de desesperación.

      —Entonces, me gusta todavía más —dijo—. Me llamaré así desde ahora.

      Levantó la daga con la misma velocidad con que la había bajado, liberando la mano del inglés, que entonces empezó a sangrar de verdad.

      Sanofevich se volvió hacia la negra: le bastó un movimiento de la cabeza para que ella le siguiera, callada y con los ojos bajos.

      2

      Sanofevich y la negra estaban sentados en la cama, en el dormitorio de ella. Él se señaló el pecho.

      —Sanofevich —dijo.

      —Lo sé —confirmó ella—. Es cierto.

      Él negó con la cabeza. No era una respuesta así lo que esperaba. Insistió.

      —Sanofevich —se señalaba el pecho y después señaló el de ella con una interrogación en la mirada.

      —Sybila —entendió la mujer, y lo repitió, apuntándose con el índice.

      —Sybila —repitió él. Y puso un dedo sobre la mano de Sybila, apoyada sobre la sábana.

      —Mano —dijo ella.

      —Mano —rumió él. Y sacó la daga de la cintura y la mostró.

      —Cuchillo —dijo ella.

      —Cuchillo —sonrió él—. Sanofevich cuchillo, Sybila mano —concluyó. Y movió los dedos sobre su propio pecho, los dedos juntos, con golpes ligeros y reiterados.

      —Corazón —reconoció Sybila, imitando el gesto.

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