Las leyes del pasado. Horacio Vazquez-Rial

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Las leyes del pasado - Horacio  Vazquez-Rial Biblioteca Horacio Vázquez-Rial

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negó una vez más con la cabeza.

      —No —enseñó ella, remedando el gesto del hombre.

      —Sanofevich corazón no —confirmó él. Y fue hacia la ventana y señaló hacia abajo.

      Sybila comprendió y dijo: «Calle». Y siguieron con otras palabras: dinero, casa, cama, trabajo, pierna, abrir, cerrar, clavar, hombre, mujer, bebida, comida, cigarrillo, todas las que hicieran falta para expresar los requerimientos elementales del ruso y los deberes de ella para con él.

      —Sybila calle hombre dinero —resumió él al final—. Casa Sybila, casa Sanofevich. Sanofevich casa, comida, cigarrillos, bebida. Sanofevich cuchillo. Sybila corazón. Sanofevich corazón no.

      —Salir —completó Sybila, yendo hacia la puerta.

      —Callar —recordó él—. Sanofevich cuchillo, Sybila lengua.

      Sybila dejó la casa y Sanofevich, desde la ventana, la vio andar hacia la esquina y girar, perderse de vista, escapar al control.

      —Ésta me quiere joder —concluyó él, en ruso.

      3

      Sanofevich aguardó de pie, detrás de la puerta, a la izquierda, con la daga en la mano izquierda. Se había metido en la cintura todos los cuchillos que Sybila tenía en su pequeña e inútil cocina. Estaba acostumbrado a las esperas largas, a la inmovilidad, a los tiempos muertos. No pensaba: por su oído desfilaba la lista de palabras en portugués que le había enseñado Sybila. Por no pensar, aprendía con facilidad lo que necesitaba y no lo olvidaba nunca. La razón es una carga para quien tiene las cosas claras y sabe hacer algo con eficacia: Sanofevich quería dinero y sabía matar, escapar, imponer, dominar. Conocía el placer, es cierto: había disfrutado en los pogroms de Odessa, en su ya casi lejana adolescencia, y en las incursiones del ejército blanco sobre los shtetl de Ucrania y de Polonia: los dominios de la muerte eran los suyos. Y jamás había sentido debilidad alguna por un cuerpo ajeno, de hembra o de varón. Él no perdía el tiempo como sus compañeros, forzando a las mujeres antes de acabar con ellas. Le repelía el contacto carnal y hasta le irritaban los roces fugaces en los bares y en las calles muy concurridas.

      Oyó los pasos antes de que empezaran a subir por las escaleras procurando no hacer ruidos que llamaran la atención. Tres personas, y una de ellas era Sybila. La última, por supuesto. Les oyó en el corredor. Les oyó detenerse al otro lado de la pared.

      La puerta, sin llave, se abrió de pronto. El primero de los intrusos, al no ver a nadie, avanzó un paso. El brazo derecho de Sanofevich le rodeó la cabeza: con el izquierdo pegó el tajo, y la sangre de la carótida cortada de su víctima manchó el suelo y la pared frontera. El cadáver y la puerta, arrojados hacia la derecha por el ruso, golpearon al segundo visitante, impulsado hacia el interior por la ansiedad de Sybila quien, abdicando de toda discreción, había empezado a gritar al ver sangre: caído y desesperado por salvar su vida, el hombre intentó ponerse en pie. El cuchillo de Sanofevich entró un poco por debajo del cráneo, partiéndole la médula.

      El ruso se lanzó hacia afuera. Oyó cerrarse una puerta. Sybila, al verle delante, calló. Él la empujó hacia la pared sin esfuerzo, sin dejar de mirarla a los ojos, sin ira. Ella le dejaba hacer. Cuando Sanofevich le clavó la mano derecha a la pared, se imaginó crucificada. Cuando otra hoja fijó al muro su mano izquierda, pensó que a la crucifixión, si era breve, se sobrevivía: Cristo había durado horas, y ella, además, tenía los pies en el suelo, su sufrimiento era menor. Empezó a dudar cuando su enemigo entró en el piso y salió con un taburete en la mano: los dos golpes que le partieron las piernas cambiaron su idea del mundo. La daga pequeña, la misma que había traspasado la mano del marinero inglés, fue lo último que vio. El roce del metal en las órbitas le hizo desear la muerte. Supo que había llegado cuando oyó decir:

      —Sybila corazón. Sanofevich corazón no.

      4

      Sanofevich siguió hacia el sur. Cerca de Paysandú, en el Uruguay, tuvo un encuentro.

      Había robado un caballo y un revólver muchos días atrás, antes de cruzar la frontera y olvidar el Brasil. Recorría un camino de tierra, al paso, para no cansar al animal y porque no tenía prisa, cuando vio venir de frente un automóvil. Esperó hasta tenerlo cerca, a menos de cien metros, sacó el arma y disparó un tiro al aire. Después, apuntó al parabrisas. El vehículo, un Ford, se detuvo. En su interior iban cuatro hombres. Les indicó por señas que bajaran y ellos obedecieron.

      El que conducía llevaba un arma a su lado, sobre el asiento: abrió la puerta de su lado con la izquierda y recogió la pistola con la derecha, sacó un pie e impulsó el resto de su cuerpo hacia afuera: cuando su pecho estaba a la altura de la ventanilla y él sonreía, con una mano sobre el borde del cristal abierto y la otra colgando, fuera de la vista, Sanofevich le destrozó la cabeza con un disparo. El acompañante alzó las manos, empujó la puerta con las rodillas y salió lentamente, apartándose del coche. Lo mismo hicieron los del asiento trasero. Uno de ellos era el que mandaba: iba bien vestido, con traje y sombrero de fieltro negros, y camisa blanca. Usaba corbata y tenía los zapatos lustrados.

      —Dinero —dijo Sanofevich en ruso: si no le entendían, peor para ellos.

      —Yo tengo —le respondió el jefe, también en ruso.

      —Sáquelo con cuidado —ordenó el asaltante.

      El del traje negro metió dos dedos, el índice y el anular, en el bolsillo exterior de la chaqueta y mostró un montón de billetes perfectamente doblados y sujetos con un broche metálico.

      —Hay dos mil pesos —aseguró.

      —Acérquese —dijo Sanofevich.

      El hombre se acercó a paso lento, sin bajar los ojos, sereno, con el brazo en alto, mostrando los billetes. Sanofevich intentaba sostenerle la mirada, pero por momentos observaba el dinero. Hasta que el otro estuvo a menos de dos metros.

      —Basta. Quédese donde está.

      —¿Qué va a hacer? Si los dejo en el suelo, tendrá que bajarse del caballo, y eso es peligroso. Para dárselos en la mano, yo tendría que acercarme más, y eso también es peligroso. Usted es un hombre decidido, así que lo más probable es que nos mate a todos antes de largarse. Pero no puedo dejar de decirle que, si me mata ahora, se perderá muchos fajos como éste —lo movió ligeramente en el aire—. Serían dos mil pesos por cuatro muertos y se le acabaría el negocio. Si no tiene inconveniente en hacer este tipo de trabajo, me permito ofrecerle dos mil pesos por fiambre, y le aseguro que tengo unos cuantos enemigos que quitarme de en medio.

      Sanofevich bajó el revólver y consideró la propuesta.

      —¿Cómo sé que no me engaña? —preguntó al final.

      —Usted sabe que no le engaño —contestó el otro, bajando el brazo con el dinero.

      —¿De dónde es? —quiso saber Sanofevich.

      —Bielorruso. De una aldea, a muchas verstas de Minsk. No la conocerá.

      —Conozco Minsk… Y esos trabajos… ¿hay que ir muy lejos para hacerlos?

      —No muy lejos, teniendo en cuenta lo que ya ha viajado.

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