Nosotros los anarquistas. Stuart Christie

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Nosotros los anarquistas - Stuart Christie Historia

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1872, los comunistas y federalistas libertarios celebraron su propio congreso sólo una semana más tarde, el 15 de septiembre, en Saint Imier. Ese congreso, al que la FRE se adhirió, sentó los principios básicos del anarquismo organizado, principios que debían servir de guía a las futuras generaciones de activistas anarquistas. En ellos se ve con claridad lo que ha inspirado y guiado a los militantes anarquistas hasta el día de hoy. Tuvieron una influencia especial en los sindicalistas anarquistas, que medio siglo más tarde fundarían la Federación Anarquista Ibérica.

      Las resoluciones aprobadas en el congreso de Saint Imier eran federalistas, antipolíticas y antiestatistas. No fueron el fruto de especulaciones filosóficas abstractas, sino la esencia depurada de duras experiencias revolucionarias anteriores.

      Y estamos convencidos –

      De que toda organización política no puede ser otra cosa que la organización del dominio en beneficio de una clase y en detrimento de las masas, y que el proletariado, si quisiera hacerse con el poder, se convertiría en una clase dominante y explotadora;

      El congreso, reunido en Saint Imier, declara:

      1. Que la destrucción de todo poder político es el primer deber del proletariado.

      2. Que toda organización de un poder político llamado provisional y revolucionario para llevar a esa destrucción no puede ser otra cosa que un engaño más, y sería tan peligroso para el proletariado como cualquiera de los gobiernos existentes en la actualidad.

      3. Que rechazando todo compromiso para llegar a la realización de la re volución social, los proletarios de todos los países deben establecer, al margen de toda política burguesa, una gran campaña solidaria de acción revolucionaria.

      Otra resolución aprobada decía:

      Todo Estado, es decir, todo gobierno y toda administración de las masas, impuestos desde arriba, basados necesariamente en la burocracia, los ejércitos, el espionaje y el clero, no podrán establecer jamás una sociedad organizada sobre la base del trabajo y la justicia, ya que por la propia naturaleza de su organismo están inevitablemente forzados a oprimir al trabajador y a negarle la justicia... Creemos que el obrero no podrá emanciparse nunca de esta opresión secular si no sustituye ese organismo absorbente y desmoralizador por la libre federación de todos los grupos productores; una federación basada en la solidaridad e igualdad.

      La fundación de la Confederación Nacional del Trabajo en 1910 fue, para muchos, el dato más significativo de la historia del sindicalismo en España desde 1869. Los trabajadores anarquistas, inspirándose en los principios antiautoritarios, antiestatistas y federalistas del sindicalismo resumidos en la Carta de Amiens en 1906 y, en particular, en los escritos del sindicalista francés Fernando Pelloutier, encontraron en la acción directa y en el antiparlamentarismo del sindicalismo industrial el vehículo ideal para presentar las ideas anarquistas a los trabajadores y el medio para derrocar al Estado.

      Los sindicalistas revolucionarios, en cambio, consideraron los sindicatos industriales, no un medio para un fin, sino un fin en sí mismo.

      La Carta de Amiens fue, sin embargo, un programa que afirmaba que el sindicalismo era autosuficiente. No animaba a los trabajadores anarquistas a formar sindicatos específicamente anarquistas, sino a colaborar con un sindicalismo políticamente neutral que abarcase a toda la clase trabajadora. Establecía exigencias económicas específicas e inmediatas dirigidas a la mejora de las condiciones laborales, pero a la vez, reiteraba que el principal objetivo del sindicalismo revolucionario era preparar a la clase trabajadora para su completa emancipación mediante la expropiación y la huelga general.

      Los anarquistas estaban de acuerdo en que debían desempeñar un papel activo en los sindicatos, pero diferencias considerables los alejaban de los sindicalistas revolucionarios. Su principal argumento (además de creer que había una confianza excesivamente optimista del sindicalismo en la huelga general como panacea revolucionaria y que la sociedad posrevolucionaria debía basarse en la comunidad, no sólo en los órganos de producción) era que los sindicatos eran esencialmente órganos reformistas, conservadores e interesados que ayudaban a preservar el capitalismo. Según ellos, era propio de la naturaleza de las organizaciones sindicales estimular el elitismo y fomentar una mentalidad utilitarista y jerárquica en nombre de la defensa de los intereses de la clase trabajadora.

      Cada vez que se forma un grupo, –escribió Emile Pouget en 1904 en Les bases du syndicalisme–, en que hombres concienciados se ponen en contacto, se debería ignorar la apatía de la masa... Los no concienciados, los no sindicados, no tienen ningún motivo para poner objeciones a la clase de tutela moral que los ‘concienciados’ asumen... Además, los ignorantes no están en condiciones de hacer recriminaciones, ya que se benefician de los resultados logrados por sus camaradas concienciados y activistas, y los disfrutan sin haber tenido que luchar.

      El peligro, previsto por los anarquistas, era que los «hombres concienciados» se sintieran tentados de aceptar cargos de responsabilidad en el seno del sindicato. Desde el momento en que un anarquista aceptase un cargo permanente en un sindicato o en un organismo similar, él o ella tendrían la obligación de defender los intereses económicos del colectivo, la mayoría de los cuales no serían anarquistas, e incluso irían en contra de sus propios principios morales. Ante el dilema de tener que elegir entre derrocar al capitalismo o negociar con él, perpetuando así su status quo, los «hombres concienciados» estarían obligados a ser fieles a su conciencia y a dimitir, o a abandonar el anarquismo para convertirse en cómplices del capitalismo y del estatismo.

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