El derecho colombiano y la apertura en los debates sociales contemporáneos. Álvaro Hernán Moreno Durán
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Desde la perspectiva metodológica, la respuesta a la aporía investigativa planteada, el trabajo investigativo desarrollado, se circunscribió al paradigma hermenéutico-interpretativo y a partir de esta perspectiva, se usó el enfoque cualitativo. Posteriormente, se siguió el método científico con lo analizado, la sintetización, procesos inductivos y deductivos, y se usaron sinérgicamente otros métodos determinados al observar y conceptuar. También se aplicó el estudio de caso fundamentado en el análisis, descripción, explicación, predicción y proyección de contextos singulares. En detalle, la estrategia metodológica utilizada consistió en el análisis documental, esto es, la revisión de un importante número de fuentes bibliográficas que a nivel doctrinal y jurisprudencial permitieron afrontar la problemática planteada.
Breves apartes icónicos
de la democracia en Colombia
En 1853, gracias a la posibilidad entregada por la norma superior de la Nueva Granada, promulgada en Provincia de Vélez, se emitió la Constitución que llevaría su mismo nombre. En este acuerdo, se dijo que las mujeres podían sufragar; sin embargo, algunos investigadores, como Peña Aguilera (2013), señalaron que no existía evidencia alguna de que ellas lo hayan hecho. ¿Cuáles fueron las razones?, posiblemente, y bajo la hegemonía patriarcal de la época, que ningún marido concedió el respetivo permiso para que las mujeres de su familia ejercieran un derecho que estaba reservado solo para los varones.
Colombia, luego de ser uno de los países pioneros en reconocer este derecho político en Latinoamérica, pasó a ser uno de los últimos en conferir la posibilidad de decisión a las mujeres. Cien años después del antecedente de la Constitución de Vélez, en 1957, se cristalizó este derecho, iniciado con el proceso de cedulación de las futuras sufragantes. Lo paradójico radica en que el derecho se otorgó mientras Colombia era gobernada por una dictadura militar, con el referendo de 1954.
El 9 de abril de 1948, fue asesinado uno de los candidatos presidenciales con mayores opciones de ganar las elecciones de la época. Jorge Eliécer Gaitán representaba el sentir de las mayorías y por esto se autoproclamó el candidato del pueblo. Hoy todavía es un misterio quién ordenó su muerte, pero lo incomprensible es que mientras asesinaban a Gaitán, se celebraba en Bogotá la IX Conferencia Panamericana, en la cual se dio origen a la Organización de Estados Americanos, en cuya carta fundacional se estableció que uno de los principios fundantes era la estructuración de una robusta democracia con representación fundada en la égida de la no intervención. Posterior a este episodio, se inició una guerra civil en Colombia, periodo conocido como La Violencia.
En el imaginario colectivo colombiano, se dice que entre 1953 y 1957, en Colombia se vivió una dictadura militar, encabezada por el general Rojas Pinilla. Sin embargo, tal como lo señaló Iriarte (1998), en Colombia han existido tres dictaduras:
en 1854, que, como dictadura, fue un estupendo tema para un sainete o una opereta bufa que nunca se compusieron. La segunda, según la historia oficial, fue la del general Rafael Reyes, uno de los gobernantes más conciliadores y progresistas que ha tenido este país, que abandonó el gobierno en cuanto comprobó que sus compatriotas ya no lo querían en la presidencia. Y la tercera es la dictablanda del general Rojas Pinilla. (Iriarte, 1998, p. 184)
Luego de la caída del periodo presidencial del general Rojas Pinilla y de los efectos de la rivalidad generada entre el bipartidismo del momento, en 1957, decidieron adoptar la enmienda constitucional conocida como el Frente Nacional, que prescribió la sucesión alternada de ambos partidos en la presidencia (Velásquez, 2018). Este fenómeno político, que pretendió desvanecer la violencia generada por esas dos colectividades, permitió que los liberales y los conservadores se repartieran el poder hasta 1974. Dicho proceso fue refrendado por un plebiscito, en el que el pueblo eligió afirmativamente la aplicación de esta repartición. El poder fue ejercido por los dirigentes conservadores y liberales alternadamente, quienes pactaron la forma de gobernar, sin contar con la aprobación popular. Finalmente, durante este periodo, como lo señalaría Álvaro Salom Becerra, “al pueblo nunca le tocó”.
En Colombia, se dice que las dictaduras no han existido, sin embargo, como lo sostiene el escritor Alfredo Iriarte, en el periodo comprendido entre 1914 y 1926, es necesario revisar el influjo del catolicísimo en los procesos electorales. Este autor señala que para dicho periodo, quien avalaba las candidaturas era el cardenal primado de Colombia, para lo cual, los precandidatos, normalmente todos del partido conservador, pedían cita en el centro de Bogotá para poder reunirse con el cardenal y este avalaba quién debería ser el próximo presidente. Así lo entendieron muchos candidatos, en especial, los jefes conservadores, que sabían, sin la mínima duda, que solo llegaría a la presidencia quien fuera señalado como tal por el dedo jupiterino del enviado de Dios, sumo y revelador de herejes (Iriarte, 1998). Luego, el cardenal enviaba el mensaje a las diferentes parroquias, y los curas desde los pulpitos, señalaban por quién debía votar, esto bajo la premisa de que quien votara por un liberal era un pecador.
Esta manifestación resultó no solo ser la demostración de la influencia que el partido conservador colombiano tuvo en toda América Latina en el siglo XIX (Velásquez, 2018), sino, además, la expresión del dominio que la iglesia católica ejerció, en Colombia y en toda la región, resultado de la cultura política heredada desde la época de la colonización. Una Iglesia centralizada, jerárquica y conservadora que al predicar la resignación cristiana, lograba que con conformismo se aceptaran de manera pasiva las estructuras de mando verticales (Emmerich, 2000). Y aunque si bien, hoy en día, la Iglesia ostenta un panorama del ser social, caracterizado por la intervención y participación social, las influencias sobre el electorado continúan siendo no solo de orden religioso, sino que se han ampliado las formas y los medios para intervenir en las decisiones de la ciudadanía, sobre todo cuando de elecciones se trata.
La democracia en la Constitución
Política de 1991
Desde hacía varias décadas, Colombia había estado permeada por la desazón y la falta de futuro, la violencia generalizada, la corrupción de los funcionarios públicos, la mezcla mortal de los grupos armados e ilegales con el narcotráfico, que junto a una constitución decimonónica hundieron al país en un sin salida. Para ese entonces, la democracia era una democracia clásica y representativa, en la que el ciudadano elegía, pero no era elegido, porque la elección, como lo señalaba William Ospina, era una cuestión de castas y linajes políticos, donde algunos grandes mercaderes, auspiciados y financiados por los narcotraficantes se hacían elegir.
Se trataba por supuesto del reflejo de la sociedad elitista que ha acompañado a Colombia, e incluso a América Latina, desde los tiempos de la independencia. Una concepción aristocrática de sociedad en la que los ciudadanos comunes podían ser incluso despreciados, debido a las rígidas estructuras jerárquicas heredadas de España (Emmerich, 2000; Velásquez, 2018). Fue entonces cuando surgió como un grito desesperado la Asamblea Nacional Constituyente para sacar el país de “la horrible noche”, siendo una de las consignas preponderantes, tal como lo señalaron Mejía y Jiménez (2005), la transformación del Estado en una democracia, con una propuesta plural y una ciudadanía que participa bajo la institución democrática y en paz.
Entonces, la Asamblea Nacional Constituyente se inscribe como uno de los movimientos de América Latina que, al cerrar el siglo XX, buscó la fortaleza en las instituciones bajo preceptos democráticos y de un ambiente participativo. Como se evidencia, se buscó dotar a la ciudadanía de herramientas para que tomara partido en las decisiones de trascendencia, construyendo una participación entusiasta, donde la sociedad fuera incluyente y con opinión del conglomerado social, ya que la institucionalidad se solidificará por presupuestos democráticos más participativos y capaz de satisfacer las necesidades del orbe social. Por esa razón,