Beguinas. Memoria herida. María Cristina Inogés Sanz

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Beguinas. Memoria herida - María Cristina Inogés Sanz Actualidad

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Media, en uno de los varios que hubo en la zona 1.

      Había una casita que sí sobresalía –muy poco– del resto y que era la que ocupaba la Grande Dame, que era una beguina elegida entre ellas mismas para supervisar, sobre todo, la seguridad del beaterio y de sus habitantes y el buen funcionamiento en todos los sentidos. También contaba el beaterio con una capilla y una enfermería como espacios comunes, aunque no estaban obligadas a compartirlos y, de hecho, casi no los compartían, salvo la enfermería en caso de necesidad.

      Las casitas del beaterio tenían una idéntica disposición interior y la misma decoración por una mera cuestión práctica y económica. Una cocina con chimenea y equipada con una mesa y dos o tres sillas –algunas beguinas recibían allí a los alumnos que tenían–; un armario estrecho y alto que, en la parte superior, servía para almacenar la frugal comida que guardaban y que se cerraba con una puerta con celosía; en la parte inferior guardaban la escasa vajilla que utilizaban; y entre ambas partes había una tabla que se deslizaba ayudada por un pequeño tirador y que era donde normalmente comían. Una estrecha puerta daba paso al pequeño dormitorio, sumamente austero, donde se encontraba una puerta que podía abrirse de forma independiente la mitad superior de la inferior y que daba a un jardín, no muy grande, que tenía un pozo 2. Era una vivienda austera, aunque, si la comparamos con las habituales de la época, donde la misma casa era compartida por varias familias o personas sin conexión alguna y con los animales, las casas de las beguinas eran algo extraordinario.

      Su vestimenta también era austera. Vestían con una túnica de color grisáceo o pardo –dependía del lino o de la lana– sujeta a la cintura con un simple cordón –de cuero o de cuerda– y una pequeña cofia en la cabeza, ya que era habitual en todas las mujeres medievales llevar la cabeza cubierta.

      Más tarde, cuando me dediqué a profundizar en la vida y obra de las beguinas, comprobé hasta qué punto, sin levantar la voz, sin grandes gestos que provocaran reacciones adversas, fueron capaces de situarse en el lugar que querían y del modo que querían, porque creían en lo que hacían. No dejaba de ser una forma de vida un tanto corporativa –muchas de ellas en un mismo lugar, aunque independientes, al amparo de su Grande Dame, y desarrollando diversas actividades– que no alteraba para nada la vida cotidiana de las ciudades donde se establecieron y sí proporcionaron grandes beneficios.

      Un elemento como el muro que rodeaba el beaterio –y que no dejaba de recordar el muro que protegía los monasterios y su clausura– se convirtió con ellas en el elemento revolucionario que impedía la institucionalización de su forma de vida por parte de la Iglesia; no servía para encerrarlas, sino que era la defensa de su forma de vida, de su forma de vivir y entender la fe y de su compromiso evangélico, como respuesta a la clausura como única forma de vida religiosa para las mujeres.

      La información que se proporcionaba en el beaterio de Brujas era muy interesante. Se explicaba la forma de vida de las beguinas; las actividades que realizaban estas valientes mujeres; los motivos de vivir allí reunidas y preservando a la vez su independencia; qué supuso su presencia en la Baja Edad Media, e información de la comunidad benedictina que actualmente ocupa el beaterio.

      Así descubrí a las beguinas en el mes de octubre de 1997. Las fascinantes mujeres medievales a las que tanto debemos en muchos ámbitos y que, de no ser por otras mujeres con un espíritu muy beguino, casi habríamos perdido. Nuestras protagonistas optaron por una forma de vida que, lejos de permitirles vivir en la sencillez y paz que buscaban, las condujo a una existencia turbulenta, porque obedecer a Dios –a quien sentían muy cercano– las llevó a ser transgresoras con las leyes de los hombres y, más si cabe, con las leyes de los hombres eclesiásticos, lo que les hizo descubrir que sobrepasar ciertos límites era y es muy peligroso.

      Calificadas de herejes, se las persiguió como a tales y se las considera todavía hoy, sin caer en la cuenta de que la palabra «hereje»

      etimológicamente define a una persona con criterio propio que se aparta de la opinión y las normas aborregadas de la mayoría, e históricamente han demostrado dos aspectos de su forma de ser: que son personas extraordinariamente honestas y que querían reformar la sociedad y la Iglesia de su tiempo. Hoy son modelos de conducta para tiempos y sociedades adormecidas y sin capacidad para pensar 3.

      Sin embargo, con el tiempo y para mi sorpresa, entendí que las beguinas siguen existiendo y que, sobre todo, las ha habido en el siglo XX. Es verdad que en este siglo ya no vivían en beaterios, ni siquiera algunas juntas en casitas, ni todas eran cristianas, como en la Baja Edad Media, pero la fuerza de su pensamiento, la fuerza de su presencia en la sociedad, su compromiso social y la mística nupcial de alguna de ellas –con un lenguaje no tan diferente al de las medievales– me confirmó que, mientras haya mujeres dispuestas a ser fieles a sí mismas y a la forma de vivir su compromiso bautismal –si son creyentes– o su compromiso con el hombre –si no se declaran creyentes–, las beguinas seguirán en el mundo, aunque no se las identifique ya de esa manera.

      Porque no podemos olvidar que la razón última de ser de las beguinas de todas las épocas toma sentido en la Escritura, y en ella leemos: «El más grande entre vosotros sea vuestro servidor» (Lc 22,26).

      PARTE PRIMERA

      Hay un aspecto de las místicas medievales que me parece de un interés filosófico de primer orden. Al no considerarse concernidas por la teología tan elaborada de las escuelas, se nutrían en muchas ocasiones de la experiencia cotidiana, de las pláticas, por así decir, de lavadero.

      Por eso encontramos en ellas una fenomenología de eros –no de un agape meramente angélico–, pero también del cuidado. Son María, sí, pero con toda la sabiduría sobre lo pequeño, aunque imprescindible, que hemos de suponer en Marta.

      Puede que santa Hildegarda sea uno de los ejemplos más claros de este segundo aspecto: el de una fenomenología de lo cotidiano frente a la pura metafísica de los conceptos.

      JULIO GARCÍA CAPARRÓS

      filósofo y poeta

      LA EDAD MEDIA.

      APROXIMACIÓN

      Acotar cronológicamente la Edad Media u otro período histórico no es algo que se pueda hacer con exactitud milimétrica. En el caso que nos ocupa, la referencia para su aparición coincide con la caída del Imperio romano (476 d. C.) y se alarga hasta el descubrimiento de América (1492), que da paso a la Edad Moderna, y así lo dice la historia civil. Sin embargo, por lo que se refiere a la historia de la Iglesia, los estudiosos nos dicen que la Edad Moderna comienza hacia el siglo XII 1, es decir, mucho antes, y que la presencia e influencia de la Iglesia en ese período fue muy importante.

      Esa presencia religiosa no se adoptó o permitió por capricho, afán de protagonismo o de dominación –reconociendo que hubo excesos, como en todo–, sino que había una razón muy importante en aquel momento para que lo religioso tuviera un protagonismo central que se supo ver y se reaccionó en consecuencia. La Edad Media es un concepto cultural europeo concebido en un momento en el que Europa, viéndose muy inferior en muchos aspectos, recurrió e insistió en la pureza de sus prácticas religiosas como defensa frente a la civilización islámica, que estaba muy asentada en el sur 2 y por la que se veía amenazada. La mayor amenaza era la difuminación y desaparición de la cultura cristiana, es decir, de la esencia de esa identidad europea que estaba formándose. Pues bien, «las mujeres, que fueron tan necesarias como los varones en la construcción y asentamiento de Europa, no aparecen en los libros de historia, ni hay, por lo general, voces masculinas que reclamen su presencia» 3.

      Debemos entender

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