Beguinas. Memoria herida. María Cristina Inogés Sanz

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Beguinas. Memoria herida - María Cristina Inogés Sanz Actualidad

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las influencias de las que bebe el amor cortés se encuentra la literatura artúrica, donde destaca de forma evidente la leyenda de Tristán e Isolda, y en concreto la escena –antes citada– de los amantes durmiendo en el bosque y separados por la espada clavada en el suelo como símbolo del amor inalcanzable, irrealizable, imposible.

      Los autores más destacados, dentro de la literatura del amor cortés, son Guillermo IX de Aquitania, Jaufré Rudel, Bertrand de Born, y entre ellos destaca Chrétien de Troyes, entre otros.

      El caso de Jaufré Rudel, sin ser tan conocido como el de Chrétien de Troyes, es de suma importancia, porque añade al valor del amor cortés, como elemento tomado por las beguinas para expresar su mística, otro elemento que será esencial: l’amour de loin, el «amor lejano». Un amor lejano, prácticamente imposible de alcanzar, al que las beguinas darán la vuelta e invitarán a vivirlo plenamente. Porque ese amor que no puede consumarse no dejará de ser una forma de amor plenamente entregado y vivido hasta el éxtasis.

      El mundo del amor cortés es un mundo de aventuras en el que el caballero debe vencer obstáculos más o menos verosímiles, pero siempre teniendo presente que a quien primero sirve es a su dama y, en segundo lugar, a Dios o a su rey. Es una literatura escrita en lengua vulgar –las lenguas que entendían las gentes, que no comprendían el latín– que hizo del amor su tema principal y que los trovadores contaban en las plazas de las ciudades y pueblos y en los cruces de los caminos.

      La mujer

      Para apreciar la situación de una época, de una civilización o de un país, basta en muchas ocasiones con observar cómo es el trato que da a las mujeres 32.

      En la Edad Media había varias maneras, por lo menos cuatro, mediante las cuales la mujer podía conseguir educación: por medio de la instrucción en colegios conventuales para la nobleza y para las clases superiores de la burguesía naciente; siendo enviadas al servicio de grandes damas, donde era posible que tuviesen buena crianza y, sin duda, adquiriesen algunos logros intelectuales; mediante la educación técnica y general que suponía el trabajo como aprendizas o al servicio de una casa de la naciente burguesía; a través de colegios elementales para niños y niñas de clases más pobres en la ciudad o en el campo 33.

      Esta última posibilidad era poco frecuente por diversos motivos.

      Hay que tener presente que las mujeres medievales fueron reinas, nobles y plebeyas; libres y esclavas; cortesanas y trabajadoras; casadas y solteras; madres y sin hijos; jóvenes y mayores; con formación y analfabetas; monjas y laicas... Lo que nos lleva a situarlas en las condiciones sociales y estructurales de la época medieval y a tomar en consideración las reglas y normas sociales de ese momento y sus escalas de valores.

      Todas las mujeres de la Edad Media que no eran monjas –reinas, comerciantes, artesanas o simples mujeres que sobrevivían como podían– compartieron un mismo trono. Este trono fue la silla de partos. La obligación de dar herederos o simplemente hijos las unió a todas fuera cual fuera su lugar en la sociedad. Ese fue el punto en común para las no religiosas. A partir de ahí, el mundo femenino medieval fue tan variado como su sociedad.

      Contrariamente a lo que se piensa, la mujer medieval fue mucho más libre que la que vivió en el Renacimiento –en plena Edad Media, bastantes mujeres llegaron a recorrer el Camino de Santiago bajo pretexto del cumplimiento de un voto o incluso por mandato divino 34–. El Concilio de Trento, que fue un buen concilio pastoralista y, en algunos casos, fue beneficioso para la mujer –la creación de los «libros de almas», donde se anotaban los casamientos, impidió que muchos hombres siguieran con la costumbre de abandonar a la mujer y a los hijos a su suerte e irse a formar una familia a otro sitio–, sin embargo hizo que su presencia quedara muy marginada, porque no podemos olvidar que Trento impuso la clausura definitiva para la vida religiosa –sin tener en cuenta características y carismas propios de ciertas Órdenes femeninas 35–, pero afectó también a las mujeres que no eran monjas con otro tipo de clausura. La mujer soltera dependía del padre o del tutor nombrado para controlarla y no tenía ni la más mínima libertad para salir de casa –la casa era su clausura–; lo mismo le pasaba a la casada, sometida a la voluntad del marido –también la casa era su clausura–, y a las prostitutas les estaba prohibido salir del burdel –el burdel era su clausura–. De esta forma, las actividades económicas llevadas a cabo por las mujeres medievales quedaron en el olvido.

      Muchas mujeres de esta época han llegado hasta nosotros por medio de la visión que tenían los hombres de ellas y lo que nos han transmitido 36. Mayoritariamente las consideraban inferiores y débiles, aunque dotadas de una peligrosa capacidad de seducción. La imagen de la mujer queda dibujada –más bien desdibujada– con la idea que entonces se predicaba de la escena del Edén, cuando la mujer no solo tomó del fruto prohibido, sino que se lo dio a comer a Adán, y lo arrastró al pecado 37. Nadie cayó en la cuenta de que Adán, tanto como Eva, hizo uso de su libertad.

      Fueron los monjes, más que el clero secular, quienes presentaron y enfrentaron dos modelos femeninos irreconciliables: María y Eva. Esta última pronto fue sustituida por María Magdalena, ahora sí con todo el apoyo del clero secular. Ayudó mucho a este cambio Jacobo de Varazze –Jacobo de la Vorágine– y su famosa Leyenda dorada 38 para afianzar ciertas imágenes. Sucedió que tanta perfección en María resultaba imposible de alcanzar y vivir para las mujeres y, en cambio, tanto pecado –todavía hoy sin clarificar– y tanto arrepentimiento en María Magdalena sí era posible, asumible y entendible. En el imaginario femenino se afianzó la imposibilidad de aproximarse a María como modelo y sí poder hacerlo a María Magdalena, mucho más reconocible y capaz de imitar. María quedó como un ser lejano, y María Magdalena ganó en proximidad a las mujeres medievales, lo que tampoco les hizo ningún favor para mejorar la imagen debido al ¿pasado? de la santa penitente 39. Así las cosas, el valor –sobre todo moral– que se le asignaba a la mujer era en ese momento muy bajo, por no decir inexistente. Parte de ese poco valor moral venía de las afirmaciones de personajes de gran relevancia, aunque fueran de siglos pasados.

      Odón, abad de Cluny 40, cuyas predicaciones y escritos no dejaban de tener una influencia de la que no se podía escapar fácilmente, decía de las mujeres:

      [...] la belleza del cuerpo viene solo de la piel. De hecho, si los hombres pudiesen percibir lo que se esconde bajo la piel –como se lee en Boecio, que los linces son capaces de ver en el interior–, tendrían asco de ver a las mujeres. Su belleza está, en realidad, hecha de moco, sangre, líquido y hiel. Si uno piensa en lo que está dentro de las narices, en la garganta o en el vientre, encuentra solo porquería. Y, dado que no soportamos tocar ni siquiera con la punta del dedo el moco o el estiércol, ¿por qué debemos desear abrazar un saco de estiércol? 41

      Esta animadversión –misoginia en toda regla– contra las mujeres se utilizaba para intentar fortalecer el voto de castidad de muchos clérigos, que, durante ese período, lo tenían bastante relajado, cuando no olvidado. Desde el siglo XII, que es cuando se recurre a lo ya dicho sobre las mujeres –caso de Odón– y se crean «nuevas lindezas» para referirse a ellas, la insistencia de la Iglesia con respecto al voto de castidad se incrementó, aunque no existe garantía alguna de que erradicara el problema. Sin embargo, resulta curioso cómo en un asunto que era de dos parecía que la culpa solo la tenía una persona, ¡la mujer!

      Pero las mujeres medievales eran fuertes y estaban capacitadas para muchas actividades, y la ley –hecha por esos hombres que no las valoraban– les permitía tener y administrar feudos; iban a las cruzadas, gobernaban 42 y tenían poder político, económico y social por sus tierras, cargos 43 –reinas, regentes, abadesas–, parentesco o negocio 44. Las reinas, nobles y abadesas sabían

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