Beguinas. Memoria herida. María Cristina Inogés Sanz

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Beguinas. Memoria herida - María Cristina Inogés Sanz Actualidad

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tienen lugar en un nivel de conciencia que supera la que rige en la conciencia ordinaria y objetiva, de la unión –cualquiera que sea la forma en que se la viva– del fondo del sujeto con el todo, el universo, el absoluto, lo divino, Dios o el espíritu 17.

      Y ahora nos acercamos a la mística desde el punto que creo más cercano a las beguinas y, por supuesto, desde la peculiaridad de la mística cristiana, en la cual es Dios quien toma la iniciativa de unirse al ser humano, frente a otras.

      Es verdad que las expresiones teológicas de las beguinas, a la hora de intentar decir sus vivencias, plantean todo un reto para nuestra realidad cultural y teológica actual; sin embargo, por ello no podemos dejar de admirar su aportación y su forma de vida y, por otra parte, ¿quién no desearía tener una experiencia de ese tipo y acercarse algo al Misterio?

      Toda espiritualidad responde a los interrogantes de un tiempo, y nunca les responde de otra manera que en los mismos términos de tales interrogantes. Y la mejor forma de expresarlo, acaso la única, sea la poesía, una verdad no demostrada, sino solo sugerida por ese más que expande el misterio de la belleza sobre las razones 18.

      La mística es el encuentro con Cristo resucitado y el cambio de vida que esto produce –porque es un Dios muy cercano–, ya que «el ser humano toma conciencia de la presencia de Dios en su interior y adquiere la certeza de ser un santuario en el que reside el soplo del aliento divino» 19. No podemos olvidar que el testigo es el que transmite la experiencia del Resucitado. La mística no es una experiencia puntual y concreta que pasa una vez; el testigo, realmente, no se detiene ante esa puntual experiencia de Dios, sino que sigue en búsqueda del profundo conocimiento de ese Dios que se presenta y es percibido como Amor. A partir de esa experiencia, el místico es capaz de mirar la realidad con categorías creyentes. Como bautizados, todos somos místicos en potencia, e incluso algunos no bautizados han sido místicos, porque el Misterio no encuentra barreras; para eso solo es necesario vivir profunda y abiertamente sin poner barreras a ese Misterio que se derrama.

      Pues bien, mujeres y hombres medievales tomaron la palabra para manifestar la experiencia de Dios que habían tenido –por iniciativa de ese Dios– a través de versos y poemas. Entre los varones destacan Eckhart 20, Taulero 21, Suso 22 y Ruysbroek 23; entre las mujeres destacan Beatriz de Nazaret, Hadewijch de Amberes, Matilde Magdeburgo, Juliana de Norwich, Margarita Porete, Matilde de Hackeborn, Gertrudis la Grande –estas dos últimas de la abadía de Helfta–, entre un conjunto mucho más amplio.

      La mística medieval arranca de la teología mística del Pseudo-Dionisio 24. Dios es el Amado y el Amante, el Deseo y el Deseado que vive en el ser humano y desde su interior actúa –por pura iniciativa suya–. Y el cuerpo se convierte en el símbolo que emplea el lenguaje para decir y contar la experiencia de Dios.

      Los místicos tienen que ver naturalmente con el sufrimiento, con el deseo y con el sexo [...] Todo descansa aquí sobre la convención de los sexos: hay una mística que es femenina y hay una teología que es masculina; más adelante, en la propia mística, un conflicto de tendencias: aquí, la mística esponsal o nupcial; allí, la mística especulativa o intelectual 25.

      La mística medieval será prudente, pues, después de todo, está aludiendo a una forma de presencia intangible; los místicos se verán en la necesidad de defender lo inaccesible, algo que para ellos es habitual y, en algunos casos, incluso diario 26.

      La mística dinámica –descendente por parte de Dios y ascendente por parte de la persona– 27 de Bernardo de Claraval les llega a las beguinas a través del comentario al Cantar de los Cantares, cumbre de la vida espiritual manifestada en la divinización de la persona, la cual, en la embriaguez del éxtasis –dice Bernardo–, siente que el alma se une sin reservas al Esposo divino. La mística medieval deja meridianamente claro que esta experiencia es personal e intransferible y no se cuenta para que otros vivan exactamente lo mismo, sino para que cada persona lo pueda vivir a su manera –se trataba de dejar muy claro que era la vivencia desde el propio yo–. Con esta idea ya se va haciendo evidente la subjetividad que provoca siempre en la experiencia de Dios.

      No se puede pasar por alto la influencia de La nube del no saber, un texto anónimo del siglo XIV que recoge tendencias místicas de siglos anteriores, y recomienda centrarse en lo que eres y en lo que Dios es para entrar en una gran unidad: «Y piensa por tanto de Dios en su obra como lo haces sobre Dios; que él es como él es y tú eres como tú eres» 28. El autor de este texto anónimo dice: «Un intento desnudo dirigido hacia Dios, no revestido de ninguna idea particular sobre Dios en sí mismo [...] sino solo que él es como es, Amor», lo que las beguinas reflejaron en esta cita: «Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor. Y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él» 29.

      Místicos y místicas descubrieron y supieron transmitir que no hay verdadera mística sin amor; un amor que lleva –sin fuerza, aunque sí insistentemente– al desprendimiento de uno mismo, a la donación al prójimo, y que huye de todo aquello que sea una autoafirmación férrea ante los demás. Sin duda alguna, los místicos medievales –varones y mujeres– inauguraron una época especial donde la gran renuncia fue la renuncia al ego.

      Sorprende gratamente al historiador que las escritoras místicas de la Edad Media pertenecen a todos los estamentos sociales, a todos los «estados» de vida. Se encuentran entre las monjas de clausura de las antiguas Órdenes monásticas o reformadas (Isabel de Schönau, Hildegarda de Bingen, Matilde de Magdeburgo, Matilde de Hackeborn, Gertrudis de Helfta); hay reclusas, emparedadas o ermitañas (Juliana de Norwich); laicas como beguinas (Hadewijch de Amberes, María d’Oignies, Beatriz de Nazaret, Matilde de Magdeburgo, Margarita Porete); terciarias de las Órdenes mendicantes, dominicos y franciscanos (Catalina de Siena, Ángela de Foligno), casadas, madres de familia y viudas (Brígida de Suecia, Margarita Kempe, Francisca Romana, Catalina de Génova) 30.

      La mística renano-flamenca no fue solamente importante en la Baja Edad Media, sino que, posteriormente, marcó a místicos de la talla de Teresa de Jesús o Juan de la Cruz y a escritoras de la talla de la desconocida carmelita Ana de la Trinidad 31.

      El amor cortés

      El «amor cortés», que se desata con pasión en la literatura medieval, será incorporado, gracias a las beguinas, a la expresión mística del amor por y a Dios, y a la experiencia de ese amor.

      El amor cortés es la concepción del amor de un hombre por una mujer que nace en el siglo XII en el sur de Francia, con los trovadores occitanos, que serán copiados –como todas las modas– por trovadores de otras zonas, y así rápidamente se extenderá hacia el norte de Francia y Alemania.

      En francés antiguo, amor cortés es el amor honesto y leal que se opone al amor rudo, zafio y, sobre todo, interesado, que realmente no es amor. Es el modelo ideal de amor y, en cierto sentido, un modelo de vida donde conviven un profundo sentido del honor, la importancia de la palabra dada, la nobleza de sentimientos, una forma de vida generosa hacia los demás y un comportamiento –incluido el lenguaje– muy educado y, por encima de todo, la primacía del amor en sí mismo.

      El amor cortés no es libertinaje, ni amor libre, ni pasión desatada alimentada en los instintos. Al contrario, el amor cortés es casi un camino ascético para el caballero, que, para merecer a la dama de la que está enamorado –recordemos que en la Edad Media el lenguaje era muy concreto en este aspecto literario–, prácticamente tiene que estar sometido a ella –esto no tiene nada que ver con una concepción visceral del feminismo actual–. En esta situación, el caballero pasa de la desesperación al entusiasmo, del sufrimiento

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