Soñar despiertos la fraternidad . Francisco Javier Vitoria Cormenzana
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«La fraternidad» –como ideal humano y como talante ético– siempre fue la pariente pobre de la tríada –libertad, igualdad, fraternidad– pregonada por la Revolución francesa. Mientras, con un éxito más bien menor, hemos ensayado filosófica y políticamente los conceptos de «igualdad» y «libertad»; el de «fraternidad» continúa siendo una noción amorfa en su comprensión teórica y atrofiada en su realización práctica 6. Dos largos siglos después de la proclama republicana, las instituciones políticas y las organizaciones sociales se han mostrado incapaces de establecer entre esas nociones relaciones prácticas de interpenetración activa o de presencia mutua. Los resultados históricos de esta incompetencia muestran claramente algo que podemos considerar el abecé de la construcción política y social. A saber, que, allí donde falta una de ellas, las otras dos existen demediadas, pisoteadas, contaminadas, adulteradas, heridas de muerte o simplemente brillan por su ausencia. Además, esa tercera palabra –«fraternidad»– es la única que da posibilidad y sentido a las otras dos; las cuales, sin ella, han quedado irreconocibles 7. Sin embargo, existe una descomunal falta de voluntad política por activar esa conexión genética de su condicionamiento recíproco. Sin ella, los derechos humanos no llegarán a ser nunca los derechos de la humanidad 8.
a) La contradicción estaba en el origen de la Declaración de los derechos
Este fracaso no se puede achacar simplemente a la mala voluntad de las gentes, a la corrupción de los políticos profesionales o a la locura de los dictadores, terroristas y violentos de turno. Algo o mucho de todo esto hay en tanta infamia. Sin embargo, la impunidad con la que acontece hace patente algo mucho más grave.
Giorgio Agamben sostiene que había una grave contradicción ya inscrita en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, de 1879 9, que hacía inviable la fraternidad. Reyes Mate, inspirado por el texto del filósofo italiano, critica la ineficacia de la centralidad de los derechos humanos en la teoría política y señala un camino para que los derechos humanos lo sean de verdad:
El primer artículo de la Declaration de 1789 dice: «Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos». Si no hubiera más, entenderíamos lo que se está diciendo, a saber, que todos nacemos iguales y libres. Bastaría entonces con el certificado de nacimiento para que se nos abrieran todas las puertas a las que tienen acceso los derechos humanos. Pero enseguida se introduce una precisión: esa vida natural tiene derechos siempre y cuando nazca en un determinado territorio, esto es, para tener derecho no basta con nacer humano, sino que hay que pertenecer a una comunidad. Hay que ser nacionales. Es lo que dice el artículo segundo: «La finalidad de toda comunidad es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre». Es la comunidad política la que reconoce los derechos humanos. Ciudadano no es, por tanto, el ser vivo que nace humano, sino el miembro de una comunidad que será ciudadano de y en esa comunidad, pero no en otra. Ahora bien, si el sujeto de derechos es la vida natural nacida en un territorio, se entenderá que el sujeto de la soberanía, es decir, quien reconoce y administra los derechos naturales, es la nación. Eso es lo que precisa el artículo tercero: «El principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación». ¿Qué quiere decir esto? Que una cosa son los derechos del hombre y otra los del ciudadano. Los del hombre nos reconocen que somos por nacimiento iguales y libres; los del ciudadano nos permiten realizarlos. En la práctica, los derechos del hombre son papel mojado. Los que valen son los derechos del ciudadano, con el añadido de que los derechos ciudadanos los tenemos porque nos los da el Estado al nacer en su territorio. Por eso un ministro español de Exteriores, Abel Matutes, pudo decir que «para el Estado, los emigrantes sin papeles no existen», y una primera ministra británica, Theresa May, proclamó sin rubor que estaba dispuesta a «cambiar las leyes sobre los derechos humanos» si estas entorpecían su política antiterrorista. Hablaban así amparados por el artículo tercero de la Declaration de 1789. Si algo tan grosero –ligar los nobles derechos humanos a la sangre y a la tierra– no provoca rechazo, es porque nos los representamos revestidos de la dignidad del ciudadano 10.
Esta perversión nos ha permitido vincular con normalidad los derechos humanos a la patria grande constitucional o la patria chica identitaria y no a la universalidad de la fratría. Y, a nada que nos descuidamos, terminamos relacionándolos con la patria mínima del «yo» en lugar de con el «nosotros» universal.
Todo esto –continua Reyes Mate– funciona bien mientras la nación esté compuesta o habitada mayoritariamente por los nacidos en ella, pero ¿qué pasa cuando hay un desajuste entre los que andan por ahí y los nacidos allí? Aparece la reivindicación de que la nación es para los de la misma sangre y tierra; aparece la xenofobia o el fascismo en casos extremos; o salta, en otros, la alerta ante esos extraños, los emigrantes, que pueden acabar con la identidad cultural del territorio o con el bienestar de los de casa 11.
La consecuencia de esta indecencia política es la violación permanente de los derechos de las personas que no tienen carta de ciudadanía, mientras que formal y cínicamente seguimos proclamando su inviolabilidad. Nos justificamos haciéndonos colectivamente un «matutes», y las víctimas de esas violaciones desaparecen por la sencilla razón de que no existen. Es nuestra peculiar manera de vivir en el limbo.
b) La contradicción en la realidad: no nacemos iguales
Esta es la paradójica realidad de los derechos humanos: «Hoy no se pone en tela de juicio la hegemonía global de los derechos humanos como discurso de la dignidad humana. Sin embargo, esa hegemonía convive con una realidad perturbadora: la gran mayoría de la población mundial no constituye el sujeto de los derechos humanos, sino más bien el objeto de los derechos humanos» 12.
Este es el monumental calibre de la mentira institucionalizada e implantada en nuestro mundo por quienes gozamos ya materialmente de ellos. Eso sí, lo hacemos en nombre de la formalidad de los derechos humanos. Nos empeñamos en afirmar, una y otra vez, que los seres humanos nacemos iguales y libres, cuando la realidad es que la mayoría no nace ni igual ni libre. Y conviene añadir –con Adorno– que este procedimiento formal no atenúa la injusticia, sino que la agrava: «Si se le certifica al negro que él es exactamente igual que el blanco, cuando no lo es, se le vuelve a hacer injusticia de forma larvada» 13. El lector, para ampliar su perspectiva, puede entretenerse brevemente en sustituir «negro» por «mujer», «subsahariano», «afgano» o «albanés», y «blanco» por «varón», «europeo», «francés» o «vasco». Comprobará que Juan Luis Segundo estaba cargado de razón cuando, hace más de medio siglo, afirmó que «la defensa de los derechos humanos que los países ricos pueden pagar para sí exige correlativamente la violación sistemática y necesaria de los mismos derechos en quienes tienen que sufrir las crisis económicas que el sistema lleva consigo. Y no importa qué tipo extraño de “legalidad” o de “preservación de la democracia” se invoque para ello» 14.
Los derechos humanos, vistos desde los grupos humanos carentes de igualdad y libertad, son precisamente la garantía de la satisfacción de las necesidades básicas y primarias sin las que la salvaguarda de la vida humana se convierte en tarea imposible. Esta lógica llevó a Ignacio Ellacuría a afirmar que el problema radical de los derechos humanos es la lucha de la vida contra la muerte 15.
Desde la perspectiva del Sur –que, como afirmaba Mario Benedetti, «también existe»–, Boaventura de Sousa Santos realiza un planteamiento provocador sobre la pertinencia del discurso de los derechos humanos para invertir los resultados históricos de esa lucha de la vida contra la muerte:
La cuestión es, en consecuencia, si los derechos humanos son eficaces en ayudar a las luchas de los excluidos, los explotados y discriminados,