Soñar despiertos la fraternidad . Francisco Javier Vitoria Cormenzana
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Desde que en 1985 se descubriera entre los papeles inéditos de Walter Benjamin un fragmento titulado «El capitalismo como religión», muchas otras voces han reiterado la idea de que el capitalismo es «un fenómeno esencialmente religioso» 34. Así lo confirmaba Giorgio Agamben en una entrevista:
Para entender lo que está pasando, es necesario tomar al pie de la letra la idea de Walter Benjamin, según el cual el capitalismo es, realmente, una religión, y la más feroz, implacable e irracional religión que jamás existió, porque no conoce ni redención ni tregua. Ella celebra un culto ininterrumpido cuya liturgia es el trabajo y cuyo objeto es el dinero. Dios no murió, se tornó Dinero. El Banco –con sus funcionarios grises y especialistas– asumió el lugar de la Iglesia y de sus sacerdotes y, gobernando el crédito (incluso el crédito de los Estados, que dócilmente abdicaron de su soberanía), manipula y administra la fe –la escasa, incierta confianza– que nuestro tiempo todavía trae consigo. Además de eso, el hecho de que el capitalismo sea hoy una religión nada lo muestra mejor que el titular de un gran diario nacional (italiano) de hace algunos días atrás: «Salvar el euro a cualquier precio». Así es, «salvar» es un término religioso, pero ¿qué significa «a cualquier precio»? ¿Hasta el precio de «sacrificar» vidas humanas? Solo en una perspectiva religiosa (o, mejor, pseudorreligiosa) pueden ser hechas afirmaciones tan evidentemente absurdas e inhumanas 35.
Si la economía de mercado se ha convertido en una religión, el dinero es su único Dios y, consecuentemente, el ídolo por antonomasia.
El dinero es omnipresente y todopoderoso, y permite a quienes disponen de él participar en los atributos divinos. Nada existe que se encuentre al margen del poder del dinero. De acuerdo con la opinión de la mayoría, quien posee dinero es libre, independiente y tiene a su alcance todo lo que desea. De la misma manera que Dios, el dinero exige la fe de sus fieles: el dinero alcanza su «estatuto divino» mediante la fe en él por parte de sus fieles (consumidores). A él se refieren las actitudes humanas que antes se referían a Dios: confianza, fidelidad, seguridad, amor, confianza en el futuro, esperanza, etc. Donde estas «virtudes» no se ponen en práctica, allí irrumpen la desconfianza, la duda y la desesperación. Hablando en términos teológicos: el dinero se ha convertido en el «sacramento de la sociedad burguesa» o, lo que es lo mismo, en el signo visible de la gracia invisible. De la misma manera que antaño intervenía la providencia de Dios en los asuntos del ser humano, ahora los azares de la vida –felicidad, éxito, fracaso, riqueza, pobreza, justicia, injusticia, guerra, paz– están completamente en manos de la providencia del dios dinero. Por eso, el dinero, como antaño lo hacía el Dios de la religión cristiana, se ha convertido en el factor determinante de toda la realidad. Hay una «metafísica del dinero» que se encuentra en correspondencia con su poder omnímodo para determinar, para bien y para mal, el destino no solo de los seres humanos individualizadamente, sino de países, culturas e incluso de continentes enteros. Su capacidad, derivada del valor de cambio, para relacionar todas las cosas entre sí lo constituye en el agente eficaz que coordina la articulación de los mecanismos de todo tipo que mantienen en funcionamiento el mundo moderno. «No en vano, el lenguaje del dinero es internacionalmente comprensible. Es la iluminación profana en medio de la confusión posbabélica de los lenguajes». En otros tiempos, a pesar de su ausencia sensible, Dios y Jesucristo determinaban la conciencia de los humanos; eso es lo que en la actualidad lleva a cabo el dios dinero: su ausencia (su falta) es, si cabe, más determinante que su presencia (su posesión) 36.
«La constelación del dólar o el fetichismo del dinero» ha denominado X. García Roca a esta idolatría 37. El papa Francisco ha retomado el tema para pedirnos un rotundo «no a la nueva idolatría del dinero»:
Una de las causas de esta situación se encuentra en la relación que hemos establecido con el dinero, ya que aceptamos pacíficamente su predominio sobre nosotros y nuestras sociedades. La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que, en su origen, hay una profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano! Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex 32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humano. La crisis mundial, que afecta a las finanzas y a la economía, pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre todo, la grave carencia de su orientación antropológica, que reduce al ser humano a una sola de sus necesidades: el consumo (EG 55).
La más reciente historia de la economía de mercado ha legitimado el objetivo de maximizar los beneficios como criterio suficiente para superar la crisis, y así ha reforzado y blindado su tendencia idolátrica. En nombre de una necesidad racional (pretendidamente) «científica», se ha ignorado la existencia de bienes que, por su naturaleza, no son ni pueden ser simples mercancías 38; se ha construido el mercado de espaldas a la hipoteca social de la propiedad privada 39, como un escenario exclusivo para los beneficios y los capitales, y sin control de las fuerzas sociales y de los gobiernos. El resultado final del «Impero del dinero» 40 son los incontables sacrificios humanos: «Mientras tanto, tenemos un “superdesarrollo derrochador y consumista, que contrasta de modo inaceptable con situaciones persistentes de miseria deshumanizadora”», y no «se elaboran con suficiente celeridad instituciones económicas y cauces sociales que permitan a los más pobres acceder de manera regular a los recursos básicos» (LS 109).
Controladas por el ídolo del dinero están, como vamos a ver a continuación, otras realidades como el poder militar, el político, el judicial, el intelectual y también, con frecuencia, el religioso, que participan análogamente de sus beneficios 41. Tenía razón Pablo cuando le escribía a Timoteo estas palabras: «La raíz de todos los males es el amor al dinero; por esta ansia algunos se desviaron de la fe y se infligieron mil tormentos» (1 Tim 6,10).
El sistema mundo necesita algo más radical que una reforma. Quizá una metamorfosis, como propone U. Beck. Pero no se producirá mientras no reaccionemos frente al poder terrorífico del dinero, que lo gobierna «con el látigo del miedo, de la inequidad, de la violencia económica, social, cultural y militar, que engendra más y más violencia». Dando lugar a
un terrorismo de base que emana del control global del dinero sobre la Tierra y atenta contra la humanidad entera. De ese terrorismo básico se alimentan los terrorismos derivados, como el narcoterrorismo, el terrorismo de Estado y lo que algunos llaman erróneamente terrorismo étnico o religioso. Ningún pueblo, ninguna religión, es terrorista. Es cierto, hay pequeños grupos fundamentalistas en todos lados. Pero el terrorismo empieza cuando has desechado la maravilla de la creación, el hombre y la mujer, y has puesto allí el dinero. Este sistema es terrorista 42.
f) «A sus órdenes, mi capital»
El año 1976, Ignacio Ellacuría firmó en la revista Estudios Centroamericanos, de la UCA, un duro editorial con este título. De esta manera denunciaba la fuerza casi omnipotente del capital, que había llevado a la asamblea legislativa salvadoreña a cambiar una ley y un proyecto de transformación agraria aprobados con anterioridad. Me he apropiado de su título porque expresa muy gráficamente la relación entre la economía y la política en nuestro mundo.
La situación mundial de la desigualdad es absolutamente prerrevolucionaria, aunque «carece, sin embargo, de sujeto revolucionario, por lo menos hasta ahora» 43. Hoy los pobres no son «la fuerza histórica» que vaya a propiciar el cambio social, como sugería un viejo título de Gustavo Gutiérrez. Tampoco los ciudadanos europeos son libres para hacer algo bueno en favor de la fraternidad y de la igualdad de las mayorías. Vivimos en «democracias de baja intensidad» propiciadas por las desigualdades económicas.