Soñar despiertos la fraternidad . Francisco Javier Vitoria Cormenzana
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Solamente hay dos diferencias que degradan más aún el «nosismo» que nosotros practicamos. Por una parte, nuestro comportamiento no está movilizado por el instinto de conservación, sino por un deseo sin fondo de acumulación y dominio. Por otra, nos creemos inocentes y no somos responsables de la barbarie. A los supervivientes del campo, el código del «nosismo» no les impidió ver el mal del dolor que les circundaba y se extendía a su alrededor en todas direcciones y hasta el horizonte. Y experimentaron el remordimiento, la vergüenza y el dolor por culpas que otros, y no ellos, habían cometido. Sintieron que cuanto había sucedido en su presencia y en ellos mismos era irrevocable. No podría ser lavado jamás. Lo que habían visto había demostrado que el género humano, es decir, ellos, los prisioneros, eran potencialmente capaces de causar una mole infinita de dolor 52. Sin embargo, en nuestro caso, nos «es suficiente con no mirar, no escuchar y no hacer nada» para buscar perpetuar nuestros privilegios de ciudadanos ricos y legitimar las desigualdades de nuestro mundo. En una palabra, para no asumir «la responsabilidad de tener ojos cuando otros los han perdido» 53. Nuestro «autismo» voluntario o ensimismamiento nos hace padecer una formidable ceguera narcisista que nos impide ver la descomunal producción de «seres humanos sobrantes», contemplarnos a nosotros mismos como «caínes» de nuestros hermanos y caer en la cuenta de que la muerte que hoy no aceptamos «no es la de nuestra condición mortal, sino la de nuestra vocación asesina. Es el crimen. Es el asesinato» 54. En una palabra: no somos capaces de ver nuestra propia barbarie (F. Fernández Buey).
Este código moral es el nutriente de la globalización de la indiferencia 55 que nos contamina:
Para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera (EG 54).
h) En tránsito...
No puedo pasar al siguiente apartado sin transcribir algunas preguntas que me asaltan. En este contexto económico, político y cultural, ¿con qué estado de ánimo podremos enfrentarnos con el porvenir? ¿Cómo podremos comportarnos razonablemente con el futuro? ¿Acaso no nos queda más remedio que aspirar a que, en el mejor de los casos, «esta economía mate solo un poco menos, o a menos personas, o durante un período de tiempo un poco menos prolongado»? 56 ¿Podremos proclamar este anhelo demediado como universalmente razonable sin pagar tributo a la razón cínica e indolente? ¿Les parecerá sensato a los «sobrantes»? Y el Dios de Jesús de Nazaret, ¿qué pensará de él? ¿Le parecerá compatible con la gloria de su «economía» 57, que es la vida de los seres humanos, y singularmente de los «sobrantes»? ¿Se sentirá conforme con la vanagloria de la economía ultraliberal (el máximo beneficio)? ¿No está en el siglo XXI más vigente que nunca el radical antagonismo, planteado por Jesús de Nazaret, entre Dios y el Dinero (cf. Mt 6,24)?
3. La «fraternidad», una cuestión de fe en la paternidad de Dios
Cuando hablamos de fraternidad tendemos a movernos exclusivamente en el terreno de los deberes morales. La otra cara de los derechos humanos. Y, aunque podamos considerarlos como la plasmación más lograda de una ética de mínimos de aceptación universal, en lo que toca, al menos, a la fraternidad, ¿no estaremos hablando de una ética de máximos, imposible de practicar? ¿No surge la fraternidad siempre contra la corriente del entorno, contra la ley gravitatoria de esas estructuras fratricidas? ¿No son las realizaciones fraternas siempre escasas en número, pequeñas de tamaño, provisionales en el tiempo y perpetuamente amenazadas? Empeñarse en hacer estructuras económicas y políticas más favorecedoras de la fraternidad es una porfía necesaria, legítima y noble, pero ¿no estará siempre abocada al fracaso?
Parece inevitable pensar así. Sin embargo, desde la perspectiva de la fe cristiana, la «fraternidad» es antes un indicativo que un imperativo; antes una llamada interior que un mandato exterior; antes posibilidad de Dios en nosotros que demanda de él a nosotros; antes «el don de una conquista» que exigente carrera de «ultra trail» para el esfuerzo humano. Siempre camino por recorrer y nunca meta conquistada.
De todo ello ha dejado constancia el Nuevo Testamento. Su núcleo se puede resumir en la afirmación de que estamos salvados por amar a los hermanos 58. El amor fraterno es la prueba visible de la salvación divina. La tradición joánica sugiere que el cielo puede esperar para acceder a la experiencia humana de «pasar de la muerte a la vida». Esta se sustancia históricamente en el amor a los hermanos: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3,14). En «el más allá» o en el cielo –por decirlo en un lenguaje más teológico– no alcanzaremos primordialmente la inmortalidad, sino la fraternidad en estado de plenitud, como corresponde a quienes somos hijos de Dios. Todo lo demás –también la eternidad de la vida– se nos concederá por añadidura. En «el más acá», el amor a los hermanos contribuye a «ensanchar el cielo» o a «sentirse visitado por el cielo» 59, haciendo visible la condición filial divina de los hombres y las mujeres; y las prácticas fratricidas, por su condición diabólica, «ensanchan el infierno»: «En esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del diablo: todo el que no obra la justicia no es de Dios, y quien no ama a su hermano, tampoco» (1 Jn 3,10)».
En consecuencia, la situación ruinosa de la fraternidad en nuestro mundo plantea preguntas importantes acerca de la identidad del Dios de la tradición cristiana. A la vista de las heridas de la fraternidad, ¿qué significado tiene confiar en Dios como Padre? ¿Qué relevancia curativa tiene confesar a Jesús, el Hijo, como primogénito entre una multitud de hermanos? ¿Y cuál proclamar que el Espíritu de Dios es el Espíritu de la fraternidad y de la comunión? La fe en el proyecto de paternidad, filiación y comunión –¿permanentemente incumplido?– que Dios mismo es, ¿podrá contribuir hoy todavía a la redefinición del concepto de «fraternidad» y a su realización política?
Estas cuestiones estarán presentes en las páginas de este libro, que pretende afrontarlas. Ahora adelanto que no tienen más respuesta cumplida que la del testimonio. No lo olvidemos: la teología sigue siendo un acto segundo también cuando reflexiona sobre la paternidad de Dios y la fraternidad humana. Sin historias de fraternidad intempestivas que narrar, la teología se quedaría sin acreditación. Si se me permite una paráfrasis de un muy conocido texto de la Cábala judía, Dios nos está diciendo: «Si vosotros dais testimonio de fraternidad, yo seré Dios Padre; de lo contrario, no».
Los cristianos –y también los hombres y mujeres de buena voluntad– vivimos bajo el peso de mandatos y preguntas que imputan nuestra responsabilidad sobre lo que está ocurriendo en los escenarios fratricidas de la historia. Como señala Lévinas, el rostro de las víctimas, «expuesto a mi mirada en su debilidad y en su mortalidad, es el que me ordena: “No matarás”». Desde los orígenes de la historia humana fratricida, Dios nos dirige su primera palabra: «¿Dónde está tu hermano? [...] ¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo». ¿Podremos, como Caín, indiferentes ante el dolor y las lágrimas de la «humanidad sobrante», seguir respondiendo: «No sé. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?»? ¿O reconoceremos por fin, también como él, que nuestra «culpa es demasiado grande para soportarla»? (cf. Gn 4,9-13). Solo si asumimos nuestra responsabilidad moral podremos acceder al conocimiento de la paternidad de Dios a través de la experiencia de su perdón. «El acceso a la verdad [de la paternidad] de Dios comienza con el dolor y la